Inicio » Content » LA COMUNION EUCARISTICA EN EL HERALDO DEL AMOR DIVINO. CONCLUSIÓN (II)

Santa Gertrudis, Palacio Arzobispal de Lima (Perú).

 

Por Olivier Quenardel, ocso[1]

En una instrumentación dramatúrgica

Para salir en busca de los secretos del amor-pietas contenidos en el Heraldo, hemos unido al material heurístico indispensable para la comprensión del mensaje (instrumental patrístico, teológico, litúrgico, histórico, filológico) el ofrecido por las investigaciones de Erving Goffman en el campo sociológico. Arriesguemos apreciar sus frutos.

El primero y más claro, resulta del plan que hemos adoptado. En la medida en que toda interacción implica una definición de la situación, un encuentro de actores y una puesta en escena, hemos sido conducidos lógicamente a entrar en el Heraldo, abriendo esta triple puerta.

Considerando el título completo del Heraldo –Legatus Memorialis abundantiae divinae pietatis- como la expresión más condensada de la situación que este busca definir, lo hemos explicado haciendo un recuento de la palabra pietas en el conjunto de la obra. Luego hemos buscado extraer su contenido, a la vez por un análisis de su ambiente lingüístico inmediato, como por una mirada puesta sobre su uso en la tradición que recibe santa Gertrudis. Al término de esta búsqueda, parecía que la situación así definida no tenía precedente. Si bien la cultura ambiente, los Padres y la liturgia, refieren la pietas tanto a Dios como a los hombres, el Heraldo la “reserva” en cierta medida a Dios solo. Ella es divina, el amor en lo que tiene de más íntimo, de más substancial y de más fuerte, el amor en su fuente misma, que se manifiesta bajo la forma de un irresistible desborde (incontinentissima, supereffluentia) de ternura en quien la acoge con confidentia.

Para presentar a los actores de la divina pietas, hemos tomado prestado de Erving Goffman sus nociones de “rostro” y de “figuración” y les hemos agregado la de “proceso de intercambio simbólico”, desarrollada por Luis-Marie Chauvet. Esto nos ha permitido despejar a título principal, tres equipos de actores, cuyos miembros, a su turno, salvan su “rostro” prestándose al juego de la divina pietas: el equipo del niño-Heraldo/lector; el equipo de Jesucristo/Gertrudis de Helfta; y el equipo del lector/Trinidad; el segundo hace la función de paradigma interior para encaminar al lector, desde un aparejamiento primero con el niño Heraldo, a un aparejamiento final con la “resplandeciente y toda calma Trinidad”. De esta puesta en juego de los actores, hemos visto emerger a autoridad del libro, considerado en sí mismo y en la Iglesia. Comparable a un icono, este revela la divina pietas a quien se pone a distancia para contemplar su rostro de niño, sin rechazar el “tropiezo”.

Debíamos finalmente preguntarnos cual era la “región” más favorable para el encuentro de los actores. Región “anterior”, más que región “posterior, “escena” más que bambalinas, la liturgia se nos apareció como al región privilegiada en la que se inspira el Heraldo y donde compromete a los actores. Las afirmaciones explícitas de santa Gertrudis tendientes a hacer de la celebración eucarística el lugar de predilección de este empeño nos han establecido el repertorio para el conjunto de la obra. Sobre esta base, y en una puesta en perspectiva histórico-teológica, el análisis de los pasajes ha mostrado la importancia de la comunión sacramental como “figuración” por encima de todo el deseo de la santa. Situando los puntos de reparo de la preparación a la comunión en una amplia visión del misterio de la Iglesia, Gertrudis sienta una pedagogía de la confidentia, del agrado del Señor, y cuya apropiación de la divina pietas no se le ha ocultado. Misionera al más alto grado por su corazón eucarístico, ella contribuye así por su mensaje, a revelar, en aquellos que la escuchan, el sentido de un apostolado de las profundidades, a dimensiones ilimitadas.

Más que la apertura de este triple portal, debemos a Erving Goffman el beneficio de haber explotado en muchos pasajes, en el curso de este estudio, las riquezas inherentes a su noción de “rostro”. Comprendido como “el valor social positivo que una persona reivindica efectivamente a través de la línea de acción que los otros presuponen que ella ha adoptado en el curso de un contacto particular”[2] se nos ha permitido verificar, a través de la línea de acción de los actores del Heraldo, el contenido salvífico del concepto así elucidado. El drama del amor-pietas, como el de toda interacción social, se juega efectivamente en un “cara a cara”, cuyo resultado positivo depende de la puesta en obra de los actores, de las diversas formas de figuración de que ellos pueden disponer. Se podría decir, en este sentido, que el valor de una sociedad, se estima a partir de las oportunidades que ella ofrece a las personas, de “salvar” su “rostro”. La sociedad eclesial no escapa a esta estimación. Sacramento universal de una salvación gratuitamente ofrecida, ella encuentra en su septenario sacramental, los rituales de “figuración” donde cada uno puede salvar su rostro. No defendiéndose de perderlo sino reconociendo que le es donado. El Heraldo nos revela que es en la comunión eucarística, de la cual santa Gertrudis se hace apóstol, in persona ecclesiae, que esta salvación donada abraza todo rostro humano y salva también el “rostro” de Dios. Memorial del “Memorial”, este compromete al lector a reunir las estrategias de la divina pietas, ávidas de comer y beber el rostro de Dios en el banquete eucarístico.

 

La Eucaristía, fuente y suma de toda la evangelización

Sería temerario recoger estos armónicos sin reconocer que falta a nuestro acercamiento a la comunión eucarística en santa Gertrudis, ser suficientemente probado por una puesta en perspectiva que prestara aún más atención al contexto histórico teológico al que pertenece el Heraldo. Esto habría demandado, por ejemplo, una mirada más afinada a la preparación a la comunión en los grandes escolásticos, un análisis más estricto de su noción de sacramentum, un tratamiento sistemático de su interés por la discretio y la devotio, una atención de principio a la doctrina de san Alberto el Grande, vecino cultural más cercano a las monjas de Helfta. Habría faltado igualmente examinar con mucho más cuidado el gran movimiento femenino de fervor eucarístico que agita todo el siglo XIII. De más está decir que habríamos sobrepasado largamente los límites ya transgredidos de una memoria. Nuestras conclusiones, entonces, no pueden ser tomadas como certezas. Ellas quieren ser más bien el eco de una voz profética que, a lo largo de los siglos, encuentra nuevos heraldos y nuevos acentos[3], para volver a traer a la conciencia de la Iglesia y recordarle que “la Eucaristía es la fuente y la cima de toda evangelización”:

“… Los sacramentos, así como todos los ministerios eclesiales y las tareas apostólicas están todos ligados a la Eucaristía y ordenados a ella. Puesto que la santa Eucaristía contiene todo el tesoro espiritual de la Iglesia, es decir a Cristo mismo, Él, nuestra pascua, Él, el pan vivo, cuya carne vivificada por el Espíritu Santo vivificante dona la vida a los hombres, invitándolos y conduciéndolos a ofrecer en unión con Él su propia vida, su trabajo, toda la creación. Se ve entonces como la Eucaristía es la fuente y cima de toda la evangelización”[4].

 


[1] Traducido de: Olivier Quenardel, “La comumunion eucharistique dans ‘Le Héraut de L’Amour Divin’ de sainte Gertrude d’Helfta”, Abbaye de Bellefontaine, Brepols, 1997, Conclusión, pp. 149-154. Tradujo la hna. Ana Laura Forastieri, ocso, Monasterio de la Madre de Cristo, Hinojo, Argentina. Con esta entrega cerramos la segunda serie de publicaciones de la bibliografía de base de las Jornadas de estudio sobre santa Gertrudis, dictadas por Dom Olivier Quenardel, Abad de Cîteaux, en Francia, en febrero de 2014 (ver: http://surco.org/content/jornadas-estudio-sobre-santa-gertrudis-abadia-cister-francia). Más adelante publicaremos una tercera serie, dedicada al Repertorio Eucarístico del Heraldo del Amor Divino, que forma parte de la obra recién citada y al que se ha hecho referencia en el curso de estas publicaciones.

[2] RI, p. 9.

[3] Pensamos aquí en un Charles de Condren, defendiendo el “por Dios” de la comunión frecuente (cfr. Lettres, Paris, Cerf, 1943, pp. 541-543), o en un François Xavier Durrwell, presentando “la eucaristía como el sacramento de un apostolado ilimitado” (cfr. L’eucharistie, sacrament paschal, Paris, Cerf, 1980, p. 169)

[4] Presbyterorum Ordinis, 5.