Inicio » Content » DOMINGO 20º. Ciclo "A"

«El Evangelio nos muestra la gran fe, la paciencia, la perseverancia y la humildad de la cananea... Esta mujer estaba dotada de una paciencia realmente poco común. A su primera petición, el Señor no responde ni una palabra (Mt 15,23). A pesar de ello, no deja un instante de orar, sino que pide con una insistencia mayor la ayuda de su bondad...

Mujer, le dice Jesús, grande es tu fe. Hágase como deseas (Mt 15,28). Sí, ella posee una gran fe. Sin conocer a los antiguos profetas, ni los recientes milagros del Señor, ni sus mandamientos ni sus promesas, rechazada por él, sin embargo persevera en su petición y no se deja intimidar ante aquel que la fama le había indicado como Salvador. Su oración es atendida de manera sorprendente. El Señor le dice: Hágase como deseas; y su hija quedó curada al instante...

Cuando alguno de nosotros tiene la conciencia manchada por el egoísmo, el orgullo, la vanagloria, el desprecio, la cólera, la envidia o cualquier otro vicio, tiene realmente, lo mismo que esta mujer de Canaán, una hija cruelmente atormentada por un demonio (Mt 15,22). Que corra, entonces, para suplicar al Señor que la cure... Que lo haga con humilde sumisión; que no se juzgue digno de compartir la suerte de las ovejas de Israel, es decir de las almas puras, y que se considere indigno de las recompensas del cielo. Que la desesperación, sin embargo, no lo conduzca a ceder en la insistencia de su oración, sino que su corazón tenga una confianza inquebrantable en la inmensa bondad del Señor. Porque el que puede hacer de un ladrón un confesor, de un perseguidor un apóstol, y de simples piedras hijos de Abrahán, ése es capaz de transformar un cachorro de perro en una oveja de Israel... Viendo el ardor de nuestra fe y la tenacidad de nuestra perseverancia en la oración, el Señor terminará por apiadarse de nosotros, y nos concederá lo que deseamos. Una vez rechazada la mala turbación de nuestros pensamientos y desatados los nudos de nuestros pecados, la serenidad del espíritu nos volverá y también la posibilidad de actuar correctamente...»[1].

 


[1] San Beda el Venerable, Homilías sobre los Evangelios, I,22; trad. en: Lecturas cristianas para nuestro tiempo, Madrid, Ed. Apostolado de la Prensa, 1972, i 48. Beda nació en el 672-673 en Northumbria (Inglaterra). A los siete años fue confiado por sus padres a los monjes benedictinos de los santos Pedro y Pablo de Jarrow. Ordenado diácono a los 19 años de edad y sacerdote a los 30 (según las disposiciones canónicas vigentes), Beda fue durante toda su vida un hombre de estudio y de oración, en el marco de una fiel observancia de la Regla de san Benito. Es un honesto representante de la cultura monástica de la alta edad media latina, tal vez el hombre más culto del renacimiento carolingio. Con excepción de algunos viajes literarios, permaneció siempre en el monasterio durante sus 55 años de vida monástica. Beda murió en Jarrow el 25 de mayo del 735; su cuerpo fue trasladado a la catedral de Durham entre 1020-1030. Su fama de cultura y de santidad hace de él, con Alcuino y la escuela de York, uno de los fundamentos de la civilización medieval. El concilio de Aquisgrán (836) lo proclamó doctor admirabilis.