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«Habiendo celebrado hace poco el solemne día en que la Virgen santísima, conservando su virginidad, dio al mundo al Salvador del género humano, la celebración de la venerada festividad de la Epifanía nos trae una prolongación de nuestro gozo, para que, uniéndose los misterios de estas solemnidades santísimas, no se entibie ni el vigor de nuestra alegría ni el fervor de nuestra fe.

Para la salvación de todos los hombres convenía que la infancia del Mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2,5) se manifestase al mundo entero aun cuando se hallaba encerrada en una pequeña aldea. Aunque el Señor eligió al pueblo de Israel, y en ese pueblo a una familia señalada, de la cual tomase nuestra humanidad, con todo, no quiso que su nacimiento estuviera oculto en la pequeñez de este lugar en el que había nacido, sino que, como nació para todos, quiso también comunicar a todos la noticia de su nacimiento.

Por eso apareció a los tres Magos de Oriente una estrella de nueva luminosidad, más clara y más brillante que las demás, y tal, que atraía los ojos y corazones de cuantos la contemplaban, para mostrar que no podía carecer de significación una cosa tan maravillosa. El que había dado tal signo al mundo, iluminó la inteligencia de los que la contemplaban; hizo que le buscaran los que no lo conocían y quiso Él mismo ser hallado por los que le buscaban.

Tres hombres emprenden el camino guiados por esta luz celestial. Fija la mirada en el astro que les precede y siguiendo la ruta que les indica, son conducidos por el esplendor de la gracia al conocimiento de la verdad…

Pero al anuncio de que un príncipe de los judíos ha nacido, se alarma Herodes, suponiendo un sucesor. Maquinando el asesinato del autor de la salvación, promete hipócritamente su homenaje. ¡Feliz él si hubiese imitado la fe de los Magos y hubiese puesto al servicio de la religión los planes que proyectaba al servicio del engaño! ¡Oh ciega impiedad de una estúpida emulación, piensas entorpecer con tu furor el designio divino! El Señor del mundo no busca un reino temporal, Él es quien lo da eterno…

Los Magos realizan sus deseos, y llegan, conducidos por la estrella, hasta el Niño, el Señor Jesucristo. En la carne adoran al Verbo; en la infancia, a la Sabiduría; en la debilidad a la Omnipotencia; en la realidad de un hombre, al Señor de la majestad. Y, para manifestar exteriormente el misterio que ellos creen y entienden, atestiguan por los dones lo que ellos creen en el corazón. A Dios le ofrecen el incienso; al Hombre, la mirra y al Rey, el oro, sabiendo que honran en la unidad las naturalezas divina y humana» (san León Magno [+ 461], Homilía para la solemnidad de Epifanía, I,1. 2).