Inicio » Content » GREGORIO MAGNO: "LIBRO SEGUNDO DE LOS DIÁLOGOS" (Capítulo XXXIV)

 VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)

(480-547)
 
XXXIV.1. GREGORIO: Cuando al día siguiente, la venerable mujer volvió a su casa, el hombre de Dios regresó al monasterio. Tres días después, estando él en el monasterio, elevada la mirada hacia lo alto, vio el alma de su hermana que, después de haber abandonado su cuerpo, penetraba en forma de paloma en las profundidades misteriosas del cielo. Colmado de alegría por gloria tan grande, dio gracias a Dios omnipotente con himnos y alabanzas y anunció a los hermanos su muerte.

 
2. Al instante los envió para que trajeran el cuerpo al monasterio y lo depositaran en el sepulcro que se había preparado para sí. Sucedió entonces que ni siquiera el sepulcro pudo separar los cuerpos de aquellos cuyo espíritu siempre había sido uno en Dios.
 
 
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
 
No podemos reprocharle a Gregorio que no nos dé ninguna información sobre la muerte de Escolástica. Nuevamente en este pasaje de losDiálogos, lo único que tiene cabida es lo maravilloso: la muerte de la hermana de Benito no es más que la ocasión de una visión. Por el contrario, por Agustín nos enteramos de algunas circunstancias de la enfermedad de Mónica(1) y de dos de sus últimas palabras que atestiguan su meritorio desapego con respecto al lugar de su sepultura, del cual tanto se había preocupado. Y luego de habernos informado la fecha de su muerte y su edad, vienen las páginas admirables que terminan el Libro IX y toda la parte narrativa de las Confesiones: el dolor del hijo, las lágrimas contenidas, las palabras convencionales que esconden la pena torturante, la misa junto a la tumba -todavía sin una lágrima-, el baño que no procura ningún alivio, y sólo al día siguiente, al despertar, un principio de sosiego, el llanto tranquilo, la oración.
 
Frente a este dolor filial, que quizás nunca fue descrito con tanta veracidad, los Diálogos esbozan en dos palabras una escena totalmente diferente. Benito no ha asistido a la muerte de su hermana. Se entera por medio de un milagro, viéndola subir al cielo y esta noticia no le hace experimentar más que alegría, alabanza, acción de gracias. La muerte queda absorbida en la victoria y en la gloria. El duelo, el afecto, la aflicción, ya no existen. Las confesiones tan conmovedoras de Agustín dan lugar a la actitud estilizada del hombre de Dios, cuya mirada fija en lo invisible ignora la tierra.
 
El entierro de Escolástica “en el sepulcro que para sí mismo había preparado” su hermano, nos recuerda nuevamente algunos detalles de lasConfesiones. Como ya dijimos, Mónica se había preocupado mucho por su sepultura. Muy unida a Patricio, su buen y temible marido, quería a toda costa descansar junto a él y, con ese fin, “se había preparado una tumba a su lado”. Ella esperaba que su viaje de ultramar no le impediría morir en su país y obtener esa sepultura tan deseada. Agustín, que en esto ve sólo un capricho bastante inútil, y donde entraba un poco de vanidad(2), se alegra de que, al acercarse su muerte, su madre haya sido liberada de este deseo. De todo corazón aceptó morir y ser enterrada en cualquier lado, en tierra extranjera, lejos de su marido.
 
A diferencia de Mónica y de Patricio, Escolástica y Benito descansarán en la misma tumba. Que nosotros sepamos, la monja, que llegado el caso sabe mostrarse obstinada e incluso caprichosa, no había reivindicado esa sepultura junto a su hermano. No obstante, en este punto nuevamente su desbordante afecto por Benito quedará satisfecho. Una sepultura sin separación(3) traduce hasta en la muerte, la unión espiritual del monje y de la monja. Era necesario, sin duda, que Mónica fuera purificada de un deseo demasiado humano. La hermana de Benito, cuyos sentimientos son más puros, recibe lo que le fuera negado a la madre de Agustín.
 
***
 
La muerte de Mónica, como ya hemos dicho, es el último relato de las Confesiones. La de Escolástica es uno de los últimos hechos delSegundo Libro de los Diálogos. Este último encuentro de Benito y de su hermana nos remite al comienzo de la biografía cuando Benito dejaba Roma junto con su nodriza, realizaba para ella su primer milagro y luego la abandonaba en secreto para desaparecer de la vista de los hombres. Así como la madre de Jesús en el Cuarto Evangelio está presente en las bodas de Caná -su primer “signo”- y reaparece junto a la cruz, también dos figuras femeninas que pertenecen a su infancia y a su familia enmarcan la historia de Benito: una, casi maternal, a cuyo afecto se arrancó para seguir al Señor; la otra, fraterna, que lo alcanzó e incluso superó en su búsqueda de Dios y cuyo afecto sublimado en caridad pura triunfa de sus escrúpulos de superior y de religioso a la hora de la muerte.
 
En efecto, en la escena del coloquio, Benito está como paralizado por su fidelidad a la Regla: “¿Qué estás diciendo, hermana? En modo alguno puedo permanecer fuera del monasterio”. Su respeto por la Regla es tan fuerte, que incluso la intervención divina no consigue tranquilizarlo. Subsiste un sentimiento de culpabilidad: “Que Dios Omnipotente te perdone, hermana ¿qué es lo que has hecho?”. Volvemos a encontrar aquí al inflexible guardián de la observancia, envenenado por sus monjes al comienzo de su abadiato, a causa de su amor por la regularidad y muchas veces mostrado por Gregorio durante el período casinense, en el ejercicio de su vigilancia de la observancia de los puntos de la Regla.
 
La Regla es la voluntad de Dios. Nada más respetable en un monje que el firme propósito de observar la Regla. El mismo Gregorio está convencido de ello. En una de las últimas páginas del último Libro de los Diálogos, narra con qué vigor ha castigado a un hermano de San Andrés del Celio que, en el momento de morir, había sido encontrado en contravención con la Regla(4). Pero la observancia de la Regla no es todo. La observancia es válida solamente por el amor, y el amor, en ciertos casos, se burla de la observancia. Es lo que sucedió aquí.
 
En efecto, Gregorio atribuye la victoria de Escolástica al hecho de que ella ha “amado más”. Su oración fue escuchada porque su amor más grande triunfó sobre la voluntad de Benito frente al Dios-Caridad(5). Ella opuso, al amor por la Regla, el amor de persona a persona; y este último, a juicio de Dios, superó a aquél. Porque Dios, que es la Ley eterna, es también Trinidad de Personas y Ágape.
 
“Era muy justo que tuviese más poder quien más amaba”. La fórmula es hermosa, sobre todo en latín. Pero ¿no nos recuerda una célebre frase del Evangelio? Al final del episodio del fariseo y la pecadora(6), Lucas indica la palabra de Jesús: “Quedan perdonados sus muchos pecados, porque muestra mucho amor”. Y más arriba, al comparar Cristo a los dos deudores, pregunta: “¿Quién de ellos le amará más?” La frase de Gregorio se inspira visiblemente en ese precedente. Así como en el Evangelio de Lucas el amor y el perdón de los pecados se condicionan mutuamente, en el relato de Gregorio el amor y el poder sobre el corazón de Dios van parejos. Uno es la medida del otro.
 
El fariseo y la pecadora, Benito y Escolástica... ¡Que el santo nos perdone esta comparación! Por más desagradable que parezca, se impone. Gregorio nos invita a realizarla, por su explicación final. La escena evangélica, evocada por esta conclusión, aparece como telón de fondo de la de los Diálogos. En ella, también un hombre y una mujer se encuentran en presencia del Señor y éste resuelve el litigio que los opone en favor de la mujer. Las lágrimas de Escolástica orando nos hacen pensar en las que derrama la pecadora a los pies del Maestro. Y la regularidad alarmada de Benito ¿no tiene acaso un aire de parentesco con las reflexiones escandalizadas del fariseo, aquel justo según la Ley?
 
Para no quedarnos en este paralelo desagradable, observemos que nuestro santo se identifica también con Cristo, en el hecho de que es objeto del amor de su hermana. Así como la pecadora ama a Jesús, también Escolástica ama a Benito. Es Benito quien representa el papel del Maestro amado, cuya palabra es larga y ávidamente escuchada(7), en esta conversación espiritual de la cual la hermana se muestra insaciable.
 
Así, a la luz del precedente evangélico, el personaje de nuestro héroe se duplica. Benito es al mismo tiempo la réplica del Señor apasionadamente amado por un alma santa, y la del justo, observante de la Ley, ubicado en una posición de inferioridad a causa de ese mismo amor. Pero estas sombras del Evangelio no deben distraer nuestra atención de la relación que une formalmente el final del episodio con el comienzo: si Benito, como Pablo, fue impotente, es porque Escolástica, como la pecadora, amó más.
 
Notas:
 
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Tomado de: Cuadernos Monásticos 59 (1981), pp. 397-401. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 265 y 266. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
(1) Esta enfermedad se declaró por lo menos cinco días después de la conversación y duró nueve días. Este intervalo de dos semanas entre la última conversación y la muerte es bastante más largo que los tres días de los que habla Gregorio.
(2) Confesiones 9,28: “La estrecha unión en que habían vivido le hacía desear -¡tan mal se abre el alma humana a las cosas divinas!- agregar algo más a esa felicidad pasada y hacer que la gente dijera que después de haber cruzado los mares, le había sido concedido unir su polvo con el de su marido, bajo una misma tierra”.
(3) Reminiscencia de 2 S 1,23 (Saúl y Jonatán).
(4) Dial. IV,57,8-16.
(5) 1 Jn 4,8 y 16.
(6) Lc 7,36-47. Como se desprende de la Homilía sobre el Evangelio 36 y de otras partes, Gregorio asimila la pecadora anónima de Lucas a María de Betania, que unge al Señor antes de su Pasión, y a María, hermana de Marta, de quien habla el Evangelio de Lucas en otro lugar (Lc10,38-42). Sobre este punto y sobre todo lo que sigue, ver nuestro artículo “La rencontre de Benoît et de Scholastique. Essai d’interprétation”, en Revue d’histoire de la spiritualité 48 (1972), pp. 257-273.
(7) Este detalle falta en Lc 7,36-47, pero lo encontramos en Lc 10,38-42. Ver la nota anterior.