Inicio » Content » GREGORIO MAGNO: "LIBRO SEGUNDO DE LOS DIÁLOGOS" (Capítulos XXXVI-XXXVIII)

 

 

VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
 
XXXVI. GREGORIO: Me agradaría, Pedro, contarte todavía muchas cosas de este venerable Padre, mas a propósito paso por alto algunas, porque debo apresurarme para relatar los hechos de otros hombres. Sin embargo, no quiero que ignores que entre tantos milagros por los que resplandeció en el mundo, el hombre de Dios también se distinguió no poco por su palabra de doctrina. Porque escribió una Regla de monjes, notable por su discreción y clara en su lenguaje. Si alguien quiere conocer con más detalles su vida y sus costumbres, podrá encontrar en la enseñanza misma de la Regla todas las acciones del Maestro, puesto que el santo en modo alguno pudo enseñar otra cosa que lo que él mismo vivió.

 

XXXVII.1. En el mismo año en que había de salir de esta vida, anunció el día de su santísima muerte a algunos discípulos que vivían con él y a otros que estaban lejos. A los que estaban presentes, les recomendó que guardaran silencio sobre lo que habían oído, y a los ausentes les indicó la señal que les sería dada cuando su alma saliese del cuerpo.

2. Seis días antes de su muerte ordenó que abrieran su sepulcro. Pronto fue atacado por una fiebre cuyo ardor violento lo postraba. Como la enfermedad se agravara día a día, al sexto día se hizo llevar por los discípulos al oratorio. Allí se fortaleció para la partida con la recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor. Apoyando su cuerpo debilitado en los brazos de sus discípulos, permaneció de pie con las manos levantadas hacia el cielo, y entre las palabras de la oración exhaló el último suspiro.

3. El mismo día, su muerte les fue revelada a dos de sus discípulos -uno que se hallaba en el monasterio y otro que estaba lejos- mediante una misma e idéntica visión. En efecto, vieron un camino ricamente tapizado e iluminado con el fulgor de innumerables lámparas que se extendía en dirección hacia el oriente, desde su celda directamente hasta el cielo. Desde lo alto, un hombre resplandeciente y de aspecto venerable les preguntó de quién era el camino que estaban mirando. Ellos confesaron que no lo sabían. Entonces él les dijo: “Este es el camino por el cual el amado del Señor, Benito, subió al cielo”. Así del mismo modo como los discípulos presentes vieron la muerte del hombre santo, los ausentes se enteraron de ella mediante la señal que les había sido anunciada.

4. Fue sepultado en el oratorio de san Juan Bautista, que él mismo había edificado después de destruir el altar de Apolo.


XXXVIII.1. También en la cueva de Subiaco, en la que habitó primero, resplandece con milagros hasta el día de hoy, si así lo exige la fe de los que los piden. 

Reciente es el hecho que voy a contar. Una mujer que había perdido el juicio y que estaba perturbada por completo, vagaba día y noche por montes y valles, selvas y campos, descansando solamente allí donde la fatiga la obligaba a hacerlo. Un día, después de haber andado errante durante un tiempo muy prolongado, llegó a la cueva del bienaventurado Padre Benito y se quedó allí, sin saber adónde había entrado. A la mañana siguiente salió tan sana de juicio, como si nunca hubiera sufrido ninguna perturbación mental. Y durante todo el resto de su vida conservó la salud así recobrada.

2. PEDRO: ¿Cómo explicar lo que con frecuencia ocurre también con el patrocinio de los mártires, que no conceden tantos beneficios por sus cuerpos cuanto por sus reliquias, y obran prodigios más grandes donde no están sepultados?

3. GREGORIO: Es indudable, Pedro, que los santos mártires pueden obrar muchos prodigios donde yacen sus cuerpos, como de hecho lo hacen, y así lo atestiguan los innumerables milagros realizados en favor de quienes los piden con un corazón puro. Pero como las almas débiles pueden dudar que los mártires estén presentes para escucharlos donde consta que no están sus cuerpos, es necesario que obren allí mayores milagros para que así el alma débil no pueda dudar de su presencia. En cuanto a los que tienen el alma fija en Dios, su fe es más meritoria porque creen que los mártires, aunque no yacen allí corporalmente, no por eso dejan de escucharlos.

4. De aquí que también la Verdad misma, para acrecentar la fe de sus discípulos, les dijo: Si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes (Jn 16,7). Puesto que es cierto que el Espíritu Paráclito siempre procede del Padre y del Hijo, ¿por qué el Hijo dice que debe ausentarse para que venga Aquel que nunca se apartó del Hijo? Pero por cuanto los discípulos, habiendo visto al Señor en la carne, siempre tenían sed de verlo con los ojos corporales, con razón les fue dicho: Si no me voy, el Paráclito no vendrá, como si les hubiera sido dicho abiertamente: “Si no sustraigo mi cuerpo a las miradas de ustedes, no puedo mostrarles quién es el Espíritu de Amor, y si no dejan de verme corporalmente, nunca aprenderán a amarme espiritualmente”.

5. PEDRO: Me agrada lo que dices.

GREGORIO: Ahora tenemos que interrumpir un poco esta conversación, si pretendemos narrar los milagros de otros santos. Entretanto reparemos en silencio nuestras fuerzas para después seguir hablando.
 
FIN DEL LIBRO SEGUNDO
 
 
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
 
Este final de la Vida de Benito se articula en tres trozos progresivamente más extensos: un elogio de la Regla escrita por el santo, un relato de su gloriosa muerte, una información referente a un milagro póstumo realizado en Subiaco, con algunas reflexiones al respecto. Luego de abandonar esta tierra, Benito continúa “brillando” en ella, tanto por su Regla para monjes como por el poder milagroso que opera en los lugares donde vivió.
 
La breve presentación de la Regla para monjes juega en esta biografía, un papel más importante de lo que parece: es una noticia sobre la persona del santo. Tanto en la Antigüedad como hoy en día, toda Vida de un hombre célebre incluía, además del relato de sus hechos y de sus gestos, un retrato. Tomemos un ejemplo: el de la Vida de Vespasiano por Suetonio, de la cual volveremos a hablar: toda la segunda mitad de esta obra está consagrada a describir al hombre, en su físico y sobre todo en su aspecto moral. Las primeras grandes Vidas de santos cristianos se sometieron a esta ley, por otra parte tan natural, pero reteniendo solamente los rasgos morales y espirituales: la de Antonio incluye muchos cuadros de sus virtudes y de su ascesis y la de Martín termina con una celebración de sus méritos.
 
En la Vida de Benito, este pequeño capítulo sobre la Regla hace las veces de retrato. Ubicado justo antes de la muerte del héroe, igual que en la Vida de Vespasiano o en la de Martín, responde a la pregunta que no puede dejar de hacerse ningún lector culto: ¿cuáles fueron las costumbres ascéticas, el estilo de vida, la fisonomía moral de Benito? Esta pregunta es tanto más perentoria, cuanto que hasta ahora Gregorio lo ha mostrado solamente actuando, es decir realizando milagros, y con respecto a sus costumbres, sólo ha dado algunas indicaciones al margen, de lo más someras.
 
Frente a esta exigencia de toda gran biografía, Gregorio simultáneamente la cumple y la esquiva. Su respuesta cabe en una palabra: Benito escribió una Regla, léanla. Para nuestra desgracia, el biógrafo posee un escrito del santo que lo dispensa de hablar más de él. Al remitirnos a ese autorretrato, puede contentarse con la materia ordinaria de los Diálogos: los milagros.
 
Por lo tanto, la Regla benedictina cumple en el Segundo Libro de los Diálogos, el papel de un documento anexo al cual se refiere explícitamente el biógrafo y que hace las veces de una de las obligaciones esenciales que sabe que debe cumplir. ¿Debemos deplorarlo? Quizás poseía muy poca información sobre la manera de vivir de Benito. Quizás habría trazado un retrato convencional, más representativo de su propio ideal de santidad que de la realidad vivida por su héroe. El hecho es que este envío a la Regla nos deja insatisfechos. Una imagen del hombre de Dios, aunque fuera muy estilizada, hubiera terminado felizmente, a nuestro parecer, esta serie de milagros demasiado numerosa.
 
Esta mención de la Regla, aunque es decepcionante en algunos aspectos, no deja de ser preciosa. No solamente representa para el historiador la única mención de la regula en el mismo siglo de Benito, sino que también contribuyó poderosamente a lanzar la obra al público de esa generación y de las siguientes. El hecho de ser, tanto ella como su autor, solemnemente recomendados por el escritor más grande de esa época y el papa más grande de la Antigüedad que terminaba, constituyó para la Regla una “propaganda” de primera que le aseguró una enorme difusión.
 
El doble elogio -del fondo y de la forma- que hace Gregorio de la Regla es menos fácil de interpretar de lo que parece. “Notable por su discreción”: ¿qué quiere decir? Y en primer lugar ¿se trata exactamente de “discreción”? Quizás “discernimiento” traduciría mejor aquí la discretio latina. En efecto, un pasaje del Comentario a los Reyes muestra que Gregorio apreciaba mucho las consignas dadas por Benito en el capítulo 58 de la Regla para el discernimiento de las vocaciones(1). Cuando Benito prescribe “probar los espíritus para ver si son de Dios” y “ponderar (al postulante) todas las cosas duras y ásperas para que sepa a lo que entra”, para Gregorio estas asperezas son una prueba de discretio que aprueba sin reservas. Es muy posible que piense principalmente en esta prueba de las vocaciones. En ese caso, el presente elogio apuntaría no tanto a la moderación de la Regla -como ordinariamente se lo entiende- sino a su rigor.
 
En cuanto al elogio de la forma -sermone luculentam-, podemos dudar entre dos sentidos: “clara” o “brillante”. Este último, que preferiríamos estaría relacionado con el Prólogo de la Vida, donde se felicita a Benito por haber “despreciado los estudios literarios” para buscar sólo a Dios. Habiendo partido de Roma “ignorante”, sin embargo consigue escribir un opúsculo “brillante”, incluso por su estilo. De todos modos, “brilló por su doctrina”, él que se había “retirado antes de ser docto”. Este céntuplo concedido a su renuncia, nos hace pensar en la visión de la pequeñez de las creaturas que finalmente recompensó -como hemos visto en el capítulo anterior- su desprecio inicial del mundo.
 
* * *
 
La muerte de Benito, su “santísima muerte”, está rodeada de un imponente conjunto de predicciones y de visiones. Las primeras no son algo insólito en los Diálogos, pero éstas resaltan sobre todos los demás casos por un conjunto de características que subrayan la dignidad única de Benito. Por lo común, el santo es advertido de su muerte poco tiempo antes, en un lapso de tres a treinta días(2). Aquí se entera de ella -o mejor dicho la anuncia- con una anticipación mucho más considerable, un año antes.
 
Por otra parte, generalmente la notificación es vaga(3), mientras que en el caso de Benito, indica de manera precisa el día de su muerte. Además anuncia que un signo hará conocer su deceso a los ausentes y, por una especie de lujo imprevisto, este signo prometido a los ausentes le es concedido por añadidura a un monje presente en el lugar. Profusión de lo maravilloso que subraya la grandeza incomparable de este “amado del Señor”.
 
Gregorio no nos dice cómo fue informado Benito de su próximo fin: el santo pareciera sacar esta noticia de su propio fondo. La misma impresión de soberano dominio se desprende del relato de la última semana. La orden de abrir la sepultura precede al comienzo de la enfermedad, como si el mismo Benito resolviera la llegada de esta última. Y nuevamente la muerte parece responder a la iniciativa del santo -orden de llevarlo al oratorio- cuando viene a la cita que él ha fijado.
 
Esta muerte programada por el moribundo, está precedida inmediatamente por la comunión del viático. Comparada con los otros cuatro casos que relatan los Diálogos(4), esta última comunión de Benito está descripta en términos particularmente solemnes: “se fortaleció para la salida de este mundo” recibiendo la eucaristía. Algunas fórmulas empleadas en otros lugares subrayan la grandeza del sacramento. La que Gregorio utiliza aquí subraya la grandeza de la muerte del santo.
 
Pero la característica más impresionante de esta agonía, es el heroísmo con el que el moribundo permanece de pie en oración, sostenido por sus discípulos, hasta el último instante. Otro abad, compatriota de Benito, llamado Spes de Nurcia, también murió en el oratorio en medio de sus hermanos, como relata Gregorio en el Libro IV(5), y esta muerte en oración, luego de la comunión mientras la comunidad canta un salmo, se asemeja mucho a la de nuestro santo. Pero parece producirse casi repentinamente, y le falta la grandeza del fin de Benito: esa lucha de un cuerpo agotado para mantenerse en actitud de oración mientras le quede un aliento de vida.
 
Este último combate nos hace pensar en tres antecedentes ilustres: la oración de Moisés en la montaña, los esfuerzos del Emperador Vespasiano por morir de pie, la obstinación de Martín por rezar hasta el último suspiro. La primera escena está en todas las memorias: mientras los Israelitas y Josué presentan batalla a Amalec en la llanura, Moisés ora en la montaña con los brazos levantados, sostenidos por Aarón y Hur(6). La analogía es evidente y la reminiscencia indudable. Sin embargo, el gesto de Moisés, por más agotador que sea, no es el de un agonizante y, por otra parte, permanece sentado durante esa jornada memorable.
 
Benito, por el contrario, muere y muere de pie. Al hacer esto, imita a otro de sus compatriotas, el Emperador Vespasiano. Este príncipe, originario de Nursia por su madre, no dejó de dirigir sus asuntos y de dar audiencias durante su última enfermedad. En el momento supremo dijo: “Un emperador debe morir de pie”. “Y mientras hacía un esfuerzo por levantarse, agrega el historiador Suetonio, murió en los brazos de los que lo sostenían”(7).
 
Esta muerte de un antiguo soldado, no carece de grandeza, y posiblemente nuestro relato le haga eco. Pero a Vespasiano le falta lo que está en el corazón de Benito moribundo: el amor divino, la religión, el espíritu de oración. El abad de Montecasino no es un jefe conciente de sus deberes que quiere dar el ejemplo por medio de una muerte orgullosa. Es un monje tendido hacia Dios, que obedece hasta el último minuto a la consigna evangélica de orar sin cesar.
 
En este aspecto, Benito se asemeja más a Martín, a aquel santo al que justamente había dedicado el oratorio donde muere. Según Sulpicio Severo, los últimos días de Martín fueron una incesante oración. Día y noche, en el cilicio y la ceniza, a pesar de las instancias de sus discípulos, vela y ora. “Con los ojos y las manos tendidos sin cesar hacia el cielo, no permitía a su alma invencible que cediera en su oración”(8).
 
Sin duda este magnífico ejemplo está presente en la memoria de Benito y de su biógrafo. Pero dos diferencias por lo menos separan la escena de Montecasino de la de Candes. En primer lugar, Martín está acostado, mientras que Benito permanece de pie. Además la oración de Martín, según Sulpicio Severo, se prolonga durante varios días. Gregorio, por el contrario, nos deja ignorantes sobre el modo cómo Benito pasó sus seis días de fiebre. Sólo en el último instante nos muestra el esfuerzo supremo del moribundo por permanecer en la oración.
 
Este modo de recoger en un instante dramático una lucha que en su antepasado se extendía durante todo un período, nos recuerda lo que hemos observado a propósito de la tentación de Benito comparada con la de Antonio. En ese caso también, como recordaremos, a las oleadas sucesivas de la tentación de Antonio, correspondía la única crisis, muy breve y extremadamente violenta atravesada por Benito(9). Estos contrastes repetidos nos ponen frente a una de las recetas del arte gregoriano.
 
Moisés, Vespasiano, Martín. ¿Forman estos tres modelos todo el telón de fondo de la escena que contemplamos? Muchos rasgos del relato dejan entrever otro antecedente más sublime todavía. Cuando Gregorio dice que Benito “entregó su último suspiro” -o mejor dicho “su último aliento, su espíritu” (spiritum)- utiliza una expresión muy rara en los Diálogos, en los que sin embargo asistimos a muchas muertes. Por lo común es “el alma” que “sale del cuerpo” o “es liberada de la carne”. Solamente dos veces se habla, como en este caso, del “espíritu” (spiritus) entregado por el moribundo(10). ¿Cómo no pensar, al leer estas palabras, en los Evangelios de Mateo y de Juan donde se dice de Jesús que “entregó su espíritu”(11)?
 
Alertado por este detalle, el lector descubre otros que sugieren la misma comparación. Como Cristo, Benito muere en oración con las manos extendidas. Como también sucedió con Cristo, el “sexto día” antes de su muerte es el que da la señal para los preparativos inmediatos: a la unción de Jesús “para su sepultura”(12), corresponden la apertura de la tumba de Benito y el comienzo de su última enfermedad. Como Cristo, finalmente, Benito conoce de antemano la hora de su muerte y sube al cielo luego de ella, en una ascensión triunfal que recuerda también la entrada en Jerusalén: el “camino adornado de tapices por el cual el amado del Señor, Benito, ha subido”, nos trae a la memoria el que recorrió Jesús el día de Ramos, cuando la multitud extendía vestidos y ramas bajo sus pies(13).
 
* * *
 
Llegamos así a la visión que anuncia a los discípulos la muerte del santo. Sin detenernos en todos los detalles, cada uno de los cuales tiene su correspondiente en la antigua literatura cristiana y monástica, subrayemos el hecho principal -y bastante sorprendente- de la ausencia del principal interesado. En lugar de ver al alma de Benito ascender al cielo bajo algún símbolo, como en el caso de Escolástica o de Germán, los espectadores sólo tienen delante de sus ojos un camino luminoso, por el que no pasa nadie.
 
Esta evocación indirecta tiene en sí misma un cierto poder de sugestión: el misterioso acontecimiento adquiere tanta más majestad cuanto que nadie es admitido a asistir a él. Siguiendo la Biblia, los artistas paleocristianos han recurrido a veces a este modo de significación por ausencia. Así, en lo más alto del arco triunfal de Santa María la Mayor, la gloria divina está representada por un trono vacío.
 
Pero la razón última de la invisibilidad del héroe debemos buscarla sin ninguna duda en el comentario dialogado que sigue a la visión. Si Benito no se muestra, es porque el Señor se reserva la revelación verbal de que esta puesta en escena se refiere a él. Al proferir la explicación del signo mudo, el personaje celestial agrega una palabra a la visión y duplica su impacto. Como sucede a menudo en la Escritura -pensemos en Moisés y la zarza ardiente, en Pablo en el camino de Damasco-, el mensaje divino será simultáneamente fáctico y oral, visual y sonoro.
 
En el caso presente, la palabra de lo alto dialoga con los videntes interrogados, estos confiesan su ignorancia y reciben la respuesta que no han sabido dar. Esta manera particular de provocar una revelación depende de un género bien definido. El relato gregoriano está calcado exactamente de un pasaje del Apocalipsis(14): «Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: “Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?”. Yo le respondí: “Señor mío, tú lo sabrás”. Me respondió: “Estos son los que vienen de la gran tribulación...”». Los profetas del Antiguo Testamento ofrecen ya una gran cantidad de ejemplos de este procedimiento(15), pero ninguno prefigura tan claramente como éste nuestro relato.
 
La visión del camino celestial, asimilada por este diálogo a una revelación bíblica, recuerda particularmente el sueño de Jacob. La escala en el que este último veía descender y subir a los ángeles, es reemplazada por un camino tapizado e iluminado, por el cual, por un asombroso privilegio, es admitida a ascender un alma humana. Así como en el antiguo relato del Génesis, el Señor se inclinaba sobre lo más alto de la escala para hablar al soñador, también aquí un personaje misterioso -un ángel o quizás el mismo Señor- aparece por encima del camino y se dirige a los videntes. Este paralelo es tanto más digno de atención cuanto que la Regla benedictina, cuyo elogio acaba de hacer Gregorio, utilizaba ya este símbolo de la escala para exponer su doctrina fundamental de la humildad. Esta imagen, familiar a los discípulos de Benito, era muy apropiada para transfigurarse en visión gloriosa, a fin de exaltar al santo.
 
La inhumación de Benito no es ni clandestina como la de Antonio, ni triunfal como la de Martín, sino que está sobriamente relatada y localizada con precisión. Lo que Gregorio tiene ya en vista es la lección final que quiere sacar de esta vida. Como ha hecho en varias ocasiones, aprovechará la ocasión del entierro y de los milagros póstumos del santo para hacer reflexionar al lector sobre algunas verdades generales aplicables a todo el vasto campo de la hagiografía. En resumen, se trata de desarrollar la devoción a los santos y de purificar la fe en su poder, separándola del lugar de su sepultura y del contacto físico con sus restos.
 
Por esta razón, en este final del Libro, la tumba de Benito en Montecasino no es sino el punto de partida de una peregrinación a la gruta de Subiaco. Allí es donde Benito realizará su último milagro. ¿Tiene quizás algo que ver este regreso a las fuentes con la destrucción de Montecasino por los longobardos -Gregorio da a entender tan sólo que también allí se producen milagros- o con algún llamamiento de la comunidad de Subiaco cuyo abad, Honorato, es el único discípulo de Benito e informante de Gregorio que todavía vive?
 
En todo caso, de este salto hacia atrás resulta un hermoso efecto literario. En dos pasos, Gregorio vuelve sucesivamente a la fundación de Casino -evocada a propósito de la tumba- y al lugar salvaje donde Benito comenzó su vida de hombre ebrio de Dios. Así como los Evangelios terminan en el borde del Lago, en Galilea, con una escena familiar de pesca que recuerda los primeros días, la gesta de Benito vuelve a sus orígenes, y encuentra nuevamente, más allá de tanta gloria, algo de su simplicidad.
 
En efecto, la gruta parece haber permanecido tal como estaba: un lugar desierto, donde cualquiera puede entrar y pasar la noche. Todavía no ha sido consagrada por ningún culto y acoge a una pobre demente cuyo vagabundeo por montes y valles se asemeja al recorrido del sacerdote que llevó su comida festiva a Benito un día de Pascua. Esta visita del sacerdote, por orden del Señor, había descubierto a los hombres la existencia de la virtud escondida del santo. La visita de la demente, les revelará el poder taumatúrgico que ejerce su invisible santidad en esos lugares.
 
Pero esta mujer que entra en la gruta nos hace pensar también en otra criatura, aquella cuya imagen hechicera casi había conseguido poner fuera de sí al joven ermitaño y hacerlo salir de su gruta. La tentadora y la demente: una vez más, el final de la historia de Benito se toca con el comienzo. La santidad de Benito, que otrora había sido puesta en peligro por el otro sexo, se toma su desquite. Esta vez, la mujer ya no viene como adversario sino como enferma y, en lugar de traer la turbación de las pasiones, su espíritu recibe la curación.
 
La forma de esta curación no deja de evocar también otro relato de los Diálogos. Volveremos a encontrar esta manera de pasar la noche en un lugar santo, aún involuntariamente, en el último episodio del Libro siguiente -cosa curiosa- en el que el obispo Redemptus de Ferentis, durante un recorrido pastoral se acuesta junto a la tumba del mártir Juticus y recibe de él durante la noche, la horrible revelación de que “el fin de toda carne” se aproxima(16). De este modo, los dos Libros de igual longitud que están en el centro de los Diálogos terminan uno y otro con una especie de incubación sagrada que tiene efectos maravillosos.
 
Pero estas correspondencias, sean voluntarias o fortuitas, tienen a los ojos de Gregorio mucho menos importancia que la lección que se desprende de todo el episodio. El excursus donde la expone, sirve de conclusión a toda la Vida de Benito. El santo es asimilado, en primer lugar a los mártires y luego a Cristo. Una única ley rige las relaciones de los hombres con todos esos santos y con aquel que es la santidad misma: el alejamiento físico es útil, incluso necesario para dar lugar a la fe. El espíritu humano, que está apegado al contacto material, debe ser privado de esta relación sensible para poder tener acceso, en la fe y el amor a la verdadera espiritualidad.
 
Esta breve disertación, que une los santos a su Señor, hace pasar de los primeros al segundo, de tal manera que el Libro termina con una mirada sobre Cristo. Admirable final que revela la intención profunda de toda la obra. Benito ha sido puesto en escena sólo para conducirnos a Cristo. Con esta conclusión sucede como con la del ciclo de Subiaco, en el centro del capítulo 8. Ya allí, como recordaremos, Gregorio había aprovechado cinco milagros con modelos bíblicos para proclamar que Benito, visiblemente lleno del espíritu de todos los justos, estaba en definitiva bajo el influjo inmediato de Cristo(17). De este modo, la primera y la segunda parte de esta Vida acaban igual: con una contemplación de Cristo y de su Espíritu.
 
En el capítulo 8, dos frases del Prólogo de san Juan -“La verdadera Luz que ilumina a todo hombre” y “De su plenitud todos hemos recibido”- servían de alimento a esta contemplación. Aquí también la alimenta el Cuarto Evangelio, pero con un texto tomado del Discurso de la Cena: “Si yo no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes”(18). Más allá del argumento preciso que saca el narrador de estas palabras, este anuncio de separación nos hace pensar en la partida de Benito. También él, quizás, debía irse -por medio de su muerte corporal y de la destrucción de su monasterio(19)- para que su espíritu, por medio de la Regla que dejaba, se extendiera entre los monjes.
 
Pero no volvamos sobre este hombre una mirada que Gregorio quiere fijar más arriba. Se trata de Cristo, de su ausencia corporal y de su presencia misteriosa por el Espíritu. “Amarlo de una manera espiritual”: es la última frase de esta biografía. El Espíritu ya no es más, como en la conclusión de la primera parte, fuente de poderes milagrosos variados, sino simplemente del don por excelencia que es el amor. Todo el sentido, tanto de la Vida de Benito como de la hagiografía gregoriana en su conjunto, es el de conducir de la admiración del poder de los santos al amor espiritual de Cristo.
 
Notas:
 
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Tomado de: Cuadernos Monásticos 60 (1982), pp. 17-25. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
(1) Comentario al Primer Libro de los Reyes, IV,70.
(2) Tres días: IV, 14,4–5; 27,9,1–3. Treinta días: IV,18,1–3; 54,2 (cf. I,14,4–5). 1 Entre los dos, encontramos lapsos de cuatro, siete, diez, catorce, quince días. Suele suceder que el plazo sea de varios años (IV,49,6; 58,1–2), pero entonces los anuncios son enigmáticos o imprecisos.
(3) A excepción del caso de la pequeña Musa (IV,18,1–3).
(4) Dial. III,36,3; IV,11,4; 16,7; 36,2.
(5) Dial. IV,11,4.
(6) Ex 17,12: Aaron autem et Hur sustentabant manus eius.
(7) Suetonio, Vesp. 24: "inter manus subleuantium extinctus est" (79 después de J.C.).
(8) Sulpicio Severo, Ep. 3, 15.
(9) Dial. II,2,1–3. Cf. Cuadernos Monásticos, n° 56 (enero–marzo 1981), p. 6.
(10) Dial. III,8,2 (uitae exhalauit spiritum); IV,18,3 (spiritum reddidit). Cf. IV,5,1 (uitalem emisit flatum).
(11) Mt 27,50 (emisit spiritum); Jn 19,30 (tradidit spiritum). Cf. Mc 15,36 y Lc 23,46 (exspirauit); Hch 7,59.
(12) Jn 12,1–7.
(13) Mt 21,8.
(14) Ap 7,13–14.
(15) Ver sobre todo Jr 1,11–14; Ez 37,1–4. Cf. Za 1,8–11; 2,1–2, etc.
(16) Dial. III,38.
(17) Dial. II,8,8–9. Ver Cuadernos Monásticos, n° 57 (abril–junio 1981), pp. 156–158.
(18) Jn l6,7.
(19) Dial. II,17.