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Por la encarnación del Verbo podemos llamar “Padre” a Dios

«Habiendo llegado el tiempo que había sido preestablecido para la redención de los hombres, amadísimos, entra en la pequeñez de este mundo Jesús-Cristo, Hijo de Dios, quien desciende de su trono celestial y, aunque no deja su gloria junto a su Padre, según un nuevo orden, es dado a luz por un nuevo nacimiento. Según un nuevo orden porque quien era por sí invisible se ha hecho visible con lo nuestro; quien era inabarcable quiso quedar limitado; quien permanece antes del tiempo, comenzó a ser en el tiempo.

El Señor del universo asume la forma de siervo, encubriendo la dignidad de su majestad; Dios, que no puede sufrir, no desdeñó el ser un hombre pasible, y el inmortal se sometió a las leyes de la muerte. Ha sido también engendrado con un nuevo nacimiento, concebido por una Virgen, nacido de una Virgen, sin concupiscencia carnal paterna, sin detrimento de la integridad maternal, puesto que convenía que el nacimiento del futuro Salvador de los hombres fuera tal que su naturaleza sea la de la sustancia humana, ignorando la malicia del hombre carnal.

Dios es el Autor de ese Dios que nace en la carne, según la palabra del arcángel a la bienaventurada Virgen María: “Porque el Espíritu Santo sobrevendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá; por lo tanto quien de ti habrá de nacer será llamado Hijo de Dios”. Por ello el origen es disímil, pero la naturaleza semejante; no está dentro de la práctica y costumbre humanas, pero sí está sometido a la potestad divina el que una Virgen conciba, dé a luz y que, sin embargo , permanezca Virgen. No se piense aquí en la condición de quien da a luz sino en la libertad del que nace, el cual nació hombre tal como quiso y pudo. Si preguntas por la verdad de la naturaleza, descubre la materia humana; si investigas la modadidad del nacimiento, proclama el poder divino.

Nuestro Señor Jesucristo vino a suprimir nuestros males, no a resignarse con ellos, no tampoco a ser derrotado por los vicios, sino a curarnos de ellos. Vino para sanear toda la enfermedad de la corrupción y todas las heridas que mancillaban nuestras almas. Por lo cual fue conveniente que naciera según un orden nuevo quien infundía a los cuerpos humanos la nueva gracia de una limpieza sin mancha.

Así fue como el Salvador omnipotente y misericordioso reguló los comienzos de su asunción humana de tal manera que ocultó con el manto de nuestra enfermedad la potencia de la divinidad inseparable de su humanidad; quedó confundida la astucia del engreído enemigo, el cual consideró el nacimiento de un niño dado a luz para la salvación del mundo, sometido a él, no de otra manera que como sucede con todos los que nacen.

Porque vio a quien gemía y lloraba, vio a quien estaba envuelto en pañales, al que estaba sometido a la circuncisión y a quien había cumplido con la oblación del sacrificio establecido por la ley.

Reconoció además el habitual crecimiento de la infancia, y no dudó del ritmo natural de desarrollo hasta la edad viril. (...)

Quienquiera que seas tú que te glorías con piedad y fe de tu nombre cristiano, evalúa con justeza la gracia de esta reconciliación. Pues a ti, desechado en otro tiempo, arrojado de los dominios del paraíso; a ti que desfalleces en un prolongado exilio, que has sido disuelto en polvo y ceniza, para quien no había ya ninguna esperanza de vida, ha sido dado, por medio de la Encarnación del Verbo, el poder de retornar desde lejos a tu Hacedor, para que vuelvas a conocer a quien te engendró y te hagas libre, habiendo sido esclavo. Tú. que eras un extraño, te conviertes en hijo; tú, nacido de una carne corruptible, renaces del Espíritu Santo y obtienes por la gracia lo que no tenías por la naturaleza; y si te reconoces hijo de Dios por el espíritu de adopción, puedes atreverte a llamar Padre a Dios» (san León el Grande, Homilías sobre el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, II,1. 2. 4. 5).

 

Imagen: la adoración del Niño Jesús por los Ángeles, María y José. Después de 1473. Francescuccio Ghissi. Vaticano, Italia.