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Los apóstoles Pedro y Pablo. 1296. Jacopo Torriti. Santa Maria Maggiore. Roma.

 

«Fue en Roma, donde los santos Apóstoles Pedro y Pablo derramaron su sangre como testimonio supremo. Su vocación es de origen apostólico y el ministerio que nosotros debemos ejercer desde ella es un servicio en favor de la Iglesia entera y de la humanidad. Pero es un servicio insustituible porque quiso la Sabiduría divina colocar a la Roma de Pedro y Pablo en el camino, por así decir, que conduce a la Ciudad eterna, confiando a Pedro, que unifica en sí al Colegio Episcopal, las llaves del Reino de los cielos.

Lo que aquí vive, no por voluntad humana sino por libre y misericordiosa benevolencia del Padre, del Hijo y del Espíritu, es la solidez de Pedro, como la evoca nuestro Predecesor san León Magno, en términos inolvidables: “San Pedro no cesa de presidir desde su Sede, y conserva una participación incesante con el Sumo Pontífice. La firmeza que él recibe de la Roca que es Cristo, convirtiéndose él mismo en Pedro, la transmite a su vez a sus herederos; y dondequiera que aparece alguna firmeza, se manifiesta de manera indudable la fuerza del Pastor (...). De ahí que esté en su pleno vigor y vida, en el Príncipe de los Apóstoles, aquel amor de Dios y de los hombres que no han logrado atemorizar ni la reclusión en el calabozo, ni las cadenas, ni las presiones de la muchedumbre, ni las amenazas de los reyes; y lo mismo sucede con su fe invencible, que no ha cedido en el combate ni se ha debilitado en la victoria”.

Nosotros deseamos que, en todo tiempo, experimenten ustedes con nosotros, sea en Roma, sea en cualquier Iglesia consciente del deber de sintonizarse con la auténtica tradición conservada en Roma, cuán bueno y hermoso es habitar los hermanos unidos.

Alegría común, verdaderamente sobrenatural, don del Espíritu de unidad y de amor, y que no es posible de verdad sino donde la predicación de la fe es acogida íntegramente, según la norma apostólica. Porque esta fe, la Iglesia católica “aunque dispersa por el mundo entero, la guarda cuidadosamente, como si habitara en una sola casa, y cree en ella unánimemente, como si no tuviera más que un alma y un corazón; y con una concordancia perfecta, la predica, la enseña y la trasmite, como si no tuviera sino una sola boca”.

Esta “sola casa”, este “corazón” y esta “alma” únicos, esta “sola boca”, son indispensables a la Iglesia y a la humanidad en su conjunto, para que pueda elevarse permanentemente aquí abajo, en armonía con la Jerusalén de arriba, el cántico nuevo, el himno de la alegría divina. Y es la razón por la que nosotros mismos debemos ser fieles, de manera humilde, paciente y obstinada, aunque sea en medio de la incomprensión de muchos, al encargo recibido del Señor de guiar su rebaño y de confirmar a los hermanos. Pero a la vez de cuántas maneras nos sentimos confortados por nuestros hermanos y por el recuerdo de todos ustedes, para cumplir nuestra misión apostólica de servicio a la Iglesia universal, para gloria de Dios Padre» (Pablo VI, Gaudete in Domino, ns. 66-70).