Inicio » Content » “SERENUM ENMENDATIONIS ET PORTUM HUMILITATIS” (II). EL ARREPENTIMIENTO HACE VOLVER A LA SERENIDAD Y LA HUMILDAD CONDUCE AL PUERTO SEGURO (reflexión en base al texto de “Legatus divinae pietatis” II,12)

Vitral de la Parroquia de Santa Gertrudis, Woodstock, New Brunswick, Canadá.

 

Augusta Tescari, ocso[1]

Continúo con la traducción[2]:

“Una tarde tuve un arranque de ira y al día siguiente, antes de que amaneciera, habiendo tenido la oportunidad de rezar, Tú te manifestaste a mí bajo la semejanza de un vagabundo que en su aspecto aparecía sin fuerzas y privado de todo socorro”.

Sabemos que Gertrudis era vivaz, extrovertida, reactiva. Su temperamento primario y  colérico la hacía reaccionar fácilmente. Su libro reporta afirmaciones que nos dan la certeza de que nuestra santa ha debido convivir con sus defectos hasta la muerte, que, por otra parte, ha sido prematura. En el capítulo 17 ella se maravilla de la discrepancia existente entre las manifestaciones de amor que el Señor le concede y su comportamiento ingrato e irascible. Llega hasta a dudar de la presencia del Señor en su alma. En efecto, ¡cómo es posible que Jesús esté realmente en ella si su corazón es tan frío y si ella se comporta con los hombres de manera tan inhumana y cruel? Con evidente exageración, Gertrudis usa precisamente estas palabras: frigido corde… inhumane imo perverse. Y he aquí que el Señor se le presenta cansadísimo, enfermo, sin fuerzas ni consuelo humano... Es una representación insólita: Jesús no es más el agradable jovencito que la atrae a sí en el momento de la conversión; no es tampoco el Cristo crucificado y traspasado que le ha hecho el don de sus llagas gloriosas; ni tampoco es el niño tiernísimo que ella acuna en sus brazos por varios años sucesivos en la noche de Navidad o que viste para presentarlo al Templo; no es el esposo que la atrae a Sí, que hace penetrar su corazón dentro de su corazón divino y lo funde como cera o que llena de anillos a su pequeña esposa. No, es un vagabundo, un pordiosero enfermo y debilísimo que necesita ayuda y consuelo.

“Él, aun siendo de condición divina, no retuvo como un privilegio el ser igual a Dios, sino que se vació a sí mismo asumiendo la condición de esclavo y haciéndose semejante a los hombres”[3]. Por si fuera poco, como dice también san Pablo, “Él, que no había cometido pecado, se hizo pecado por nosotros”[4]. Pero sigamos adelante con el texto de Gertrudis y veremos su reacción ante la imagen insólita de un Jesús tan miserable:

“Entonces, puesto que me remordía la conciencia por la caída del día precedente, comencé a reflexionar gimiendo cuán indigno era ofenderte justamente a Ti, que eres el autor de la suma pureza y de la paz, siguiendo los impulsos de una pasión viciosa. Pensaba en lo que sería más justo y así llegué a la conclusión de que habría sido mejor que Tú te retiraras de mí, en vez de que estuvieras presente, al menos en aquella hora -¡pero sólo en aquella hora!- en la cual había dejado de resistir al enemigo que me impulsaba a sentimientos contrarios a  tu santidad”.

Gertrudis reacciona como Pedro: “¡Aléjate de mí, que soy un pecador!”[5], pero la constatación, en el apóstol venía dictada por el asombro ante la pesca milagrosa e, implícitamente, ante su pequeñez y su miseria humana frente a la grandeza del Señor que realizaba tales milagros. En Gertrudis, que siente el remordimiento de la falta cometida, la reacción tiene más que ver con el esconderse de los Padres en el Edén después del pecado, a causa de la vergüenza. Dios es santo, el hombre es pecador. La santidad de Dios y la vergüenza del hombre, según el débil criterio humano, no pueden ir juntas: o el hombre se esconde de Dios, o Dios abandona al hombre: ¿cómo pueden convivir el Bien y la culpa?

Es cierto que el pecado no nos quita la dignidad de hijos amados de Dios, pero, en nuestra vergüenza no atemperada por el reconocimiento de nuestra dignidad, ¡qué difícil es creer esto! Creer en el perdón, reconociendo haber pecado, aceptando ser pecadores, confiando en la misericordia del Padre y en la ‘suplencia’ de Cristo, es la tarea fatigosa de cada creatura humana, el camino difícil y doloroso de la conversión y de la humildad.

San Pablo había descrito admirablemente el drama del hombre caído: “En mí está el deseo del bien, pero no la capacidad de llevarlo a cabo; en efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”[6]. Y san Agustín, reflexionando sobre la limitación humana, agrega: “Donde soy capaz de estar, no quiero estar; donde quiero estar, no soy capaz: soy infeliz en ambas situaciones”[7].

Frente al misterio del hombre -ser de frontera: ni ángel ni animal, que se debate entre la presunción y la desesperación- san Ambrosio, comentando en el Exameron el texto del Génesis, que describe los días de la creación, anota con asombro maravillado: “Doy gracias al Señor que ha creado una obra tan maravillosa en la cual encontrara reposo. Creó el cielo y yo no leo que haya descansado; creó la tierra y no leo que haya reposado; creó el sol, la luna y las estrellas y no leo que ni siquiera entonces hubiera reposado. Pero leo que ha creado al hombre y entonces descansó, teniendo un ser al cual perdonarle los pecados”[8].

Entre el ser infinitamente grande y el ser inmensamente pequeño y frágil se instaura una relación de amor, de misericordia que, gratuitamente dada, debe ser sin embargo, libremente recibida.

Continuará

 


[1] La autora es monja en el monasterio trapense San Giuseppe de Vitorchiano, Italia, y postuladora de la causa del doctorado de Santa Gertrudis. Traducción del italiano: Hna. Ana Laura Forastieri, ocso.

[2] Continuamos la publicación del artículo comenzado en la publicación precedente.

[3] Flp 2,6-7.

[4] 2 Co 5,21.

[5] Lc 5,8.

[6] Rm 7,8-9.

[7] Confessioni, X,40.

[8] Exameron, XI,10.