Inicio » Content » TEXTOS PARA LA VIDA MONÁSTICA CRISTIANA (122)

Carta de San Macario, monje, a sus discípulos[1]

1. En primer lugar, cuando el hombre haya comenzado a conocerse a sí mismo –por qué ha sido creado– y haya buscado a Dios, su Creador, entonces empezará a arrepentirse de lo que cometió durante el tiempo de su negligencia[2]. Sólo así, el buen Dios le concede tristeza por los pecados. 2. Luego, nuevamente por su bondad, [Dios] le da la aflicción del cuerpo –en ayunos y vigilias–, la constancia en la oración y el desprecio del mundo; que soporte de buena gana los ultrajes que le infligen, que tenga aversión a cualquier alivio corporal y que ame más el llanto que la risa. 3. Después de esto, le concede el deseo de las lágrimas y el llanto, el abatimiento del corazón y la humildad; que se fije en la viga de su ojo, que no se esfuerce por descubrir la brizna ajena, y que siempre diga: «Porque yo conozco mi injusticia, y mi pecado está siempre ante mí» (Sal 50 [51],5). También [le concede] que tenga siempre en mente el día de su partida y de qué modo se presentará ante la mirada de Dios. Que además se represente en su mente tanto los juicios como las penas, sin olvidar las recompensas y los honores que les corresponden a los santos.

4. Pues bien, cuando haya visto que esto es dulce para él, lo prueba, [a ver] si renuncia a los placeres y resiste a los adversarios, los príncipes de este mundo, aquellos que anteriormente lo habían vencido. También [lo prueba a ver si renuncia] a los deleites del alimento variado que debilitan el corazón. De modo que casi pueda ser vencido por el cansancio del cuerpo y la largura del tiempo, en circunstancias que los pensamiento le sugieren: «¿Cuánto tiempo podrás soportar este esfuerzo?»; también: «Cualquiera requiere un duro trabajo para merecer la inhabitación divina, pero mucho más tú, que has pecado tanto»; y «¿Cuántos pecados te pueden ser perdonados por Dios?». 5. Cuando [Dios] haya comprobado que el corazón del [hombre] es firme en el temor de Dios y que no abandona su lugar, sino que resiste de modo más vigoroso, entonces le vienen pensamientos que, so pretexto de justicia, le dicen: «Sin duda pecaste, pero hiciste penitencia; ya eres santo»[3]. Y lo hacen acordarse de aquellos hombres que no han hecho penitencia por sus pecados, sembrando en su corazón la vanagloria. 6. Y no sólo eso, también procuran que ciertos hombres lo alaben astutamente y que lo induzcan a obras que no es capaz de sobrellevar, introduciéndole los pensamientos de no alimentarse, de no beber, también de no dormir, y muchos otros que sería largo enumerar. E incluso le conceden la facilidad para llevar esto a cabo, por si acaso de este modo lo seducen. Ante esto, la Escritura advierte diciendo: «No te inclinarás ni a derecha ni a izquierda, sino que recorrerás el camino recto» (Pr 4,27.26). 7. Cuando el buen Dios haya visto que su corazón no se entregó a ninguno de ellos, como dice David: «Probaste mi corazón y me visitaste de noche –refiriéndose, de este modo, a las tentaciones–, me examinaste con fuego y la iniquidad no fue hallada en mí» (Sal 16 [17],3), entonces lo mira desde su santo cielo y lo conserva siempre inmaculado. Investigando por qué ha dicho «de noche» y no «de día», resulta claro que es porque las asechanzas del enemigo se dan por la noche, tal como dice el bienaventurado Pablo que nosotros no somos hijos de las tinieblas sino de la luz (1 Ts 5,5), porque el Hijo de Dios es el Día, mientras el diablo se asimila a la noche[4].

8. Cuando el alma haya superado todos estos combates, entonces los malos pensamientos comienzan a sugerirle el deseo de la fornicación y las relaciones aberrantes. En estas [circunstancias], el alma se debilita por todos lados y el corazón desfallece, al punto que crea que le es imposible la custodia de la castidad, haciéndole recordar, como dije, la largura del tiempo y la fatiga de las virtudes (que el peso de ellas es grande e insoportable) y sugiriéndole la debilidad del cuerpo y la fragilidad de la naturaleza. 9. Pero si se agota ante estos ataques[5], entonces el Dios bueno y misericordioso le envía la fuerza santa, fortalece su corazón y le da la alegría, el consuelo y la capacidad de ser hallado más fuerte que sus enemigos, para que el ataque de ellos –que temen la fuerza que habita en él– no prevalezca, tal como lo dice también San Pablo: «combatan y recibirán la fuerza»[6]. A esta fuerza, en efecto, se refiere el bienaventurado Pedro cuando dice: «una herencia incorruptible e inmarcesible, reservada en el cielo para ustedes que, en la fuerza de Dios, son custodiados por la fe» (1 P 1,4-5).

10. Luego, el Dios bueno y clemente, cuando haya visto que su corazón se hace más fuerte que sus enemigos, entonces, gradualmente, le quita la fuerza que lo asistía, y concede a los enemigos que lo ataquen con las diversas concupiscencias de la carne, con la pasión de la vanagloria y con las tentaciones de la soberbia y de los demás vicios que arrastran a la perdición, al punto que se asemeja a una nave sin capitán que se estrella aquí y allá contra las rocas[7]. 11. Pero, en estas [circunstancias], cuando su corazón se haya marchitado y, por así decirlo, haya flaqueado ante cada tentación del enemigo, entonces el Dios amante de los hombres, que se preocupa de su creatura, le envía la fuerza santa y lo fortalece, sometiendo su corazón, su alma, su cuerpo y todas sus entrañas al yugo del Paráclito, a propósito del que dice: «Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)[8]. 12. Sólo así, el buen Dios comienza a abrir los ojos del corazón del [hombre] para que comprenda que Él es el que fortalece. Entonces, el hombre comienza a conocer verdaderamente el honor que se debe dar a Dios, con toda humildad y acción de gracias, tal como dice David: «Un espíritu contrito es un sacrificio para Dios» (Sal 50 [51],19). A partir de esta fatiga en el combate, se produce la humildad, el abatimiento y la mansedumbre. 13. Una vez que haya sido probado en todo esto, entonces el Espíritu Santo comienza a revelarle las realidades del cielo[9], es decir, lo que está destinado –por justicia y mérito– a los santos y a los que esperan en su misericordia. Entonces, el hombre reflexiona dentro de sí aquella [sentencia] apostólica, diciendo: «Los sufrimientos de este tiempo no tienen proporción con la gloria futura que será revelada en nosotros» (Rm 8,18); y aquella de David: «Pues ¿qué hay para mí en el cielo?, y, fuera de ti, ¿qué he deseado sobre la tierra?» (Sal 72 [73],25). Es decir, ¡Oh Señor, cuánto me has preparado en el cielo!, y yo, fuera de ti, ¿qué buscaba en la vida mortal? Y asimismo le comienzan a ser revelados los tormentos que les toca padecer a los pecadores, y muchas otras cosas que el varón santo comprende, aún si yo callo. 14. Después de todo esto, en efecto, el Paráclito comienza a establecer una alianza con la pureza de su corazón, la firmeza de su alma, la santidad de su cuerpo y la humildad de su espíritu. Y hace que él supere a toda creatura, en modo que su boca no hable de las obras de los hombres, que con sus ojos vea lo recto, que en su boca ponga un guardia, que con sus pasos recorra el camino recto, que posea la justicia de sus manos, es decir, de las obras[10], y la constancia en la oración; también la aflicción del cuerpo y la frecuencia en las vigilias. Y dispone en él todo esto con medida y discernimiento; no en la perturbación, sino en el reposo.

15. Pero si su mente desprecia el plan del Espíritu Santo[11], entonces, la fuerza  que le había sido conferida, se aleja; y de este modo se producen disputas y perturbaciones en su corazón. Las pasiones del cuerpo, debido a los ataques del enemigo, lo perturban a cada momento. 16. Sin embargo, si su corazón se convierte y observa los preceptos del Espíritu Santo[12], la protección de Dios [nuevamente] descansa sobre él. Entonces el hombre reconoce que es bueno estar unido a Dios sin interrupción, puesto que en Él está su vida, y dice: «Te invoqué y me sanaste» (Sal 29 [30],3), y también: «Porque junto a ti está la fuente de la vida» (Sal 35 [36],10).

17. En resumen, según mi parecer, a no ser de que el hombre posea una gran humildad (que es la cumbre de todas las virtudes) y que ponga un guardia en su boca y el temor de Dios en su corazón, y que no se considere superior en lo que demuestra que aventaja a los demás (como si algo de bueno hubiera hecho), en modo que soporte de buena gana los ultrajes que le infligen y presente la otra mejilla al que lo golpea, que se lance con violencia sobre cada obra buena y la arrebate, y que lleve su alma en sus manos, como si cada día fuera a morir; [a no ser de] que considere vano todo lo que se ve bajo este sol y diga: «Deseo morir y estar con Cristo» (Flp 1,23), y «Para mí la vida es Cristo, y el morir, una ganancia» (Flp 1,21), no podrá observar los preceptos del Espíritu Santo[13]. Amén.

 

 


[1] Traducimos el texto latino establecido críticamente por A. Wilmart, La Lettre spirituelle de l’Abbé Macaire, Revue d’Ascétique et de Mystique, I (1920) pp. 72-75. Título original: Epistola Sancti Macarii monachi ad filios. El texto también se encuentra en PG 34, cols. 405-410. Traducción publicada en Cuadernos Monásticos n. 126 (1998), pp. 321-325 (traducción y notas del P. Samuel Fernández E., sacerdote de la arquidiócesis de Santiago de Chile).

[2] En ámbito origeniano, la negligencia es la causa de la caída original.

[3] La proposición de tentaciones contrarias es una estrategia típica del demonio. En el Apotegma 456, se lee un interesante diálogo, Macario ve a Satanás que viene con muchas ampollas, que representan las distintas tentaciones: «Le dijo el anciano: “¿Y llevas tantas?”. Respondió: “Sí, porque si alguno no gusta de una, le presento otra, y si tampoco gusta de ésta, le doy otra. De todos modos, alguna le habrá de gustar”» (trad. M. Elizalde, o.c., p. 142).

[4] El procedimiento exegético de confrontar textos bíblicos afines e iluminar un versículo con otro es característico de los alejandrinos.

[5] El texto latino dice: «Pero si no se agota ante estos ataques». Pero traducimos de acuerdo la variante señalada por A. Louf, porque está atestada por algunos manuscritos latinos, por la versión griega, y porque es más coherente con el contexto.

[6] Es difícil establecer la citación. Cf. Hch 1,8; Col 1,29.

[7] Cuando el hombre, fortalecido por el Espíritu, se hace más fuerte que sus enemigos, entonces Dios, pedagógicamente, le quita su auxilio, para que experimente su propia dificultad.

[8] De acuerdo con esto, Jesús, que es conducido por el Espíritu Santo, llama «mi yugo» al Paráclito.

[9] Siguiendo a A. Louf, preferimos la variante caelestia que se encuentra en dos manuscritos latinos y en la versión griega, sobre ecclesiam que aparece en el manuscrito principal y que es adoptada por A. Wilmart.

[10] Las manos como símbolo de las obras es un tema que se encuentra en Orígenes: «La mano seca» (Lc 6,8) significa la mano «ociosa para obrar el bien»: Homilías en Isaías VI,4 (GCS, VIII 275,6-7). La mano fracturada es la del pecador que no obra el bien, «puesto que la mano y el brazo son símbolo de las obras»: Homilías en los Salmos 36,III,vii (Origene, Omelie sui Salmi, E. Prinzivalli, Firenze 1991, p. 136,18-19).

[11] Latín: dispositio Sancti Spiritus.

[12] «Observar los preceptos del Espíritu Santo» significa dejarse guiar interiormente por el Espíritu Santo. Como bien observa A. Louf, a partir del conjunto de la Carta y la primera Carta de San Antonio, «los preceptos del Espíritu Santo» no deben ser comprendidos como reglamentos positivos, sino como la guía interior ejercida por el Espíritu divino. El régimen de los mandamientos impuestos desde afuera es sobrepasado y el alma es conducida bajo la dirección del Espíritu Santo (o. c., pp. 67-68).

[13] Es decir, no podrá ser conducido por el Espíritu Santo. Cf. la nota anterior.