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3. Reglas monásticas latinas anteriores a la Regla de san Benito

IX. La Regla del Maestro (continuación)

Comienza la organización[1] del monasterio: medida, observancia, rangos, continencia, custodia y cantidad; en estos diversos (artículos) consiste esta la regla del monasterio, que el Señor nos ha dictado y que, una vez dictada, Él la ha examinado.

Capítulo 11. Pregunta de los discípulos: Sobre los prepósitos del monasterio. El Señor responde por el maestro:

1En las páginas precedentes de esta regla, hermanos, el Señor nos ha ordenado los actos de justicia con los cuales se adquiere la vida eterna, y se huye de los ardores e incendios de la gehena. 2Pero no (hay que permitir) que el diablo, ese enemigo de las buenas acciones, que también es (enemigo) del género humano, que no soporta que el hombre ascienda adonde el mismo fue arrojado por su soberbia (cf. Ap 12,7-10), 3no (hay que permitir) que inficione con sus artes venenosas las costumbres de quienes viven bien, y que por sus diversos artificios tal vez ocupe nuestros sentidos por medio del olvido, y nos haga extranjeros para Dios. 4Y así, con la ayuda del Señor, se establecen y constituyen hermanos elegidos cuya gravedad, sabiduría, moderación, vigilancia, humildad y ejercicio de los actos de perfección fuere probada, siendo designados para (ser) prepósitos al cuidado de diez hermanos.

5Porque como está escrito: “Que las realidades terrenas les enseñen las del cielo”[2]. 6Puesto que, como en la casa de un hombre, el dueño de la hacienda para estar seguro de la buena marcha de todas las cosas designa a los jefes de los servidores, a quienes los inferiores deben temer como representantes del señor[3], 7es decir, el intendente, el administrador, el guardián de los bosques y el mayordomo, 8así también en las casas divinas, esto es en las iglesias y en los monasterios, Dios ha puesto al frente de los inferiores a los superiores, ha constituido peritos para los ignorantes, sagaces para los simples y maestros del arte divino para los discípulos. 9Esto es, en las iglesias, los obispos, los presbíteros, los diáconos y los clérigos que el pueblo (debe) escuchar, respetar -cuando hablan en nombre de Dios- y aprender de ellos la noticia de la ley salvadora. 10Y en los monasterios, los abades y los prepósitos, los superiores a quienes (deben) escuchar para la salvación de sus almas, y temer en nombre de Dios en la milicia de la vida religiosa. 11Porque ya sea a los sacerdotes en la iglesia, ya sea a los abades en los monasterios, Dios les dice esto: Quien a ustedes oye, a mí me oye, y quien a ustedes desprecia, a mí me desprecia (Lc 10,16). 12Y también nos dice el Señor por el profeta Isaías: Les daré pastores y doctores según mi corazón, y los apacentarán apacentándolos con disciplina (Jr 3,15; Ef 4,11). 13Por tanto, según aquella figura de la casa humana, cuanto más deben observar en la casa divina, por causa de Dios, los grados de doctrina y de temor. 14Así, cuando fueren constituidos los prepósitos para purgar de vicios y pecados a los hermanos, el abad (se sentirá) un poco más seguro sobre las cuentas que deberá rendir de las almas de los hermanos que recibió en custodia.

15Por tanto, la investidura de ese honor será así: convocados esos diez hermanos por el abad, presente toda la comunidad en el oratorio, pondrá a los prepósitos al frente de ese grupo de diez, mediante la entrega de una vara, 16acompañada de una fórmula oral del abad, (según) el testimonio de la Escritura, que dice: Los gobernarás con una vara (Sal 2,9), esto es, con la fuerza del temor. 17También dice el Apóstol: ¿Qué prefieren? ¿Que los visite con la vara o con la caridad? (1 Co 4,21). 18Pero también Moisés mostró, al pueblo que le había sido confiado, con la vara del poder divino, el camino de la salvación por lo profundo del mar (cf. Ex 14,16-21). 19Se le ve usar ese signo de la vara defendiendo la causa de Dios ante el faraón, cuando la arroja al suelo con las manos y se cambia en un animal, de nuevo toma el animal con sus manos sagradas y vuelve a convertirse en una vara (cf. Ex 7,8-13).

20Por tanto, según este ordenamiento, si la comunidad fuere numerosa, deben colocarse dos (prepósitos al frente) de cada grupo de diez hermanos. 21Serán designados conforme a los criterios que arriba fijamos. 22Y si ordenamos que diez hermanos, no más, deben estar a cargo de dos prepósitos, es porque separados los hermanos en diferentes lugares de trabajo, tengan consigo uno de los prepósitos, que por su presencia vigile sobre sus vicios. 23Y (siendo) pocos los encargados, la vigilancia del que custodia será más idónea, 24porque (siendo) muchos, lo que no se ve se lo deja pasar negligentemente, 25puesto que si se les han encomendado pocos hermanos, el cuidado alterno de los dos prepósitos se hace más diligente, y ante el abad es más fácil dar exacta cuenta de pocos, cuando él lo pida. 26El Señor designa el servidor idóneo en relación a ese número pequeño y amplía el depósito al cuidado de su diligencia, diciendo: Muy bien, servidor bueno y fiel, porque fuiste fiel en lo poco, te constituiré sobre mucho (Mt 25,21).

27Por tanto, estos prepósitos, recibiendo bajo su cuidado el número de diez hermanos, esta solicitud deben ejercer sobre ellos: ya sea de día, ya de noche, ya sea en cualquier trabajo, 28en primer lugar, deben estar presentes y trabajar con ellos en cualquier trabajo, 29de modo que cuando se sientan, caminan o están de pie, con una diligente observación y una mirada atenta[4], repriman en ellos las acciones (inspiradas) por el diablo, 30o cuando quieran cometer vicios o pecados de la boca, inmediatamente los corrijan con moniciones y los aparten de todo lo que en ellos es contrario a los preceptos divinos, 31haciendo como santa Eugenia, que gobernó a sus súbditos de la siguiente forma, como dice su biografía: 32“Estaba atenta con sus oídos a todas las bocas, y no soportaba que nadie pronunciase juramentos ni (tuviera) conversaciones sobre temas ociosos”[5], 33sino que santa Eugenia amonestaba a esos súbditos, 34y les decía: “Se nos muestra con cuánta reverencia debemos servir al Señor, según sus preceptos, si colocamos ante nuestros ojos a un personaje del que no debemos menospreciar ninguna orden”[6].

35Porque si dijimos constituir dos prepósitos por cada decena, (es) porque si, tal vez, el abad ordenare a algunos de los hermanos de la misma decania[7] un trabajo separado, puedan ser acompañados por uno de los prepósitos, 36quedando el otro con los hermanos que fueron segregados. 37Pero si un hermano va a ser enviado de viaje, emprenderá el itinerario con una amonestación previa de su prepósito sobre la custodia de los diversos vicios. 38Sin embargo, será enviado uno de esa decania de quien el prepósito esté seguro que puede evitar diligentemente sus vicios, y, en ausencia de su prepósito, tenga mayor conciencia de la presencia de Dios; 39y (ese) hermano debe temer más, solícito por su alma, la presencia de Dios, que será nuestro examinador y juez, que la de un hombre.

40 Por tanto, esos prepósitos, puesto que a toda hora están presentes con los hermanos, deben custodiar sus bocas y gestos del pecado, reprimiendo sus diversos vicios y defectos. 41Esto es, si un prepósito oyere hablar a un hermano que no fue interrogado, amonéstelo diciendo: 42«¿Por qué haces, hermano, lo que prohíbe la regla? 43Guarda silencio hasta que seas interrogado. 44Dí al Señor con el profeta: “Pon, Señor, una custodia en mi boca y una puerta con cerrojo a mis labios” (Sal 140 [141],3); 45y sean prontos para escuchar, pero lentos para hablar» (St 1,19).

46Si al hermano se le hubiere dado permiso para hablar, vigílelo el prepósito para que no hable con voz demasiado fuerte, lo cual no conviene a los sabios. 47E inmediatamente amonéstelo el prepósito diciendo: «Detente hermano, 48la humildad no sabe hablar así, porque está escrito: “El hombre que habla mucho no marchará con rectitud sobre la tierra”» (Sal 139 [140],12).

49Además, aunque tal vez le hable a otro con voz baja, el prepósito vigilará, no sea que pronuncie alguna palabra vana o apta para la risa, o que no contribuya a la edificación o a la santidad (cf. Ef 4,29; 5,4). 50Cuando oyere eso, amonéstelo el prepósito diciendo: «¿Por qué dices, hermano, lo que la regla prohíbe? 51Porque está escrito: “Darán cuenta de toda palabra vana” (Mt 12,36). 52Y también dice el Apóstol: “Que no salga de su boca ninguna palabra mala, sino la que es para edificación y santificación[8] de quienes escuchan”» (Ef 4,29). 53Pero esas mismas (palabras edificantes) deben ser provistas por el abad, para que a la doctrina suministrada por el maestro, el discípulo responda con actos, (habiendo) escuchado en silencio. 54Por tanto, el prepósito amoneste al discípulo que habló cosas malas, diciendo: «Cierra la boca, hermano, a la palabra mala. 55Debe salir lo bueno de allí de donde profieres lo malo, para que quienes escuchamos, admiremos la buena palabra de tu boca, en vez de reírnos juntamente contigo de (una palabra) mala o vana. 56Porque lo que hace reír no es de utilidad. 57Por tanto, que se siente la sabiduría sobre tu boca, con la llave de la justicia y el temor de Dios, y que ella misma abra tus labios a palabras buenas y los cierre a las palabras malas. 58Porque cuando una palabra vana sale de tu boca, hermano, aunque (sea) en broma, sin embargo se pierde en nuestros oídos, 59porque saliendo por la boca no puede volver a entrar; pero la cuenta que de ella deberá rendir (permanecerá) hasta que estemos en presencia del examinador, 60y como nuestra acción no edifica, agrava nuestra causa y vulnera el alma. 61No sea que se nos diga sobre nuestras palabras en el día del juicio: “Cada uno ha dicho cosas vanas sobre su prójimo” (Sal 11 [12],3). 62Porque también una sabia sentencia de Orígenes dice: “Es mejor lanzar una piedra en vano que una palabra”[9]».

 


[1] Ordo.

[2] Cita de origen desconocido.

[3] Vice domini.

[4] Curioso intuito.

[5] Passio Eugeniae, ed. B. Mombritius, Sanctuarium, Paris 1910, t. II, p. 394, l. 6-7.

[6] Passio Eugeniae, ed. cit., p. 394, l. 7-10.

[7] Sin acento, conforme a la 23ª edición del Diccionario de la Real Academia Española.

[8] Gratiam.

[9] Sexto, Enchiridion 152.