JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia XII, capítulos 12-13)

Capítulo 12. Sobre las maravillas que realiza el Señor, especialmente en sus santos

 

Obras maravillosas que Dios obra en nuestro favor

12.1. «En verdad, grandes y maravillosas son estas cosas, y no son conocidas por ningún ser humano, excepto por aquellos que han experimentado lo que el Señor concede a sus fieles, aunque todavía estén en este vaso de corrupción, con una generosidad inefable. El profeta, discerniendo con la pureza de su mente, exclamó tanto por sí mismo como por aquellos que han llegado a este estado y afecto: “¡Maravillosas son tus obras, y mi alma las conoce bien!” (Sal 138 [139],14). Por lo demás, si se cree que el profeta ha pronunciado esto con otra disposición del corazón o sobre otras obras de Dios, entonces habría que pensar que no ha dicho algo nuevo o importante.

 

Los innumerables beneficios de Dios

12.2. En verdad, no existe un hombre que no reconozca las maravillas que Dios obra, incluso en virtud de la grandeza de sus criaturas. Además, aquellas cosas que distribuye en sus santos cotidianamente y con abundante munificencia, nadie más que el alma del que disfruta de ellas las reconoce, la cual, en el secreto de su conciencia, es consciente de este beneficio; y no solo no puede disertar sobre esto con ninguna palabra, sino que ni siquiera puede abarcarlo con la mente y el pensamiento, cuando, alejándose de aquel encendido fervor, se ha visto arrastrada a la visión de las cosas materiales y terrenales.

 

Un verdadero cambio de vida

12.3. Porque ¿quién no se maravillaría de la obra del Señor en sí mismo cuando ve en sí la insaciable voracidad del estómago y la lujuria suntuosa y perniciosa de la gula tan reprimida que apenas come un mínimo de alimento desagradable, y esto rara vez y de mala gana? ¿Cómo no se asombrará de la obra de Dios recordando aquel fuego de la pasión, que antes consideraba natural y casi inextinguible, y que ahora se ha enfriado al extremo de no hacerle ya experimentar ningún movimiento del cuerpo? ¿Cómo no tiembla ante el poder del Señor quien ve a hombres antes feroces y crueles, que eran provocados al máximo furor de la ira incluso por las más halagüeñas súplicas de sus súbditos, al ver que han pasado a tal suavidad, que no solo ya no se conmueven por injurias, sino que incluso se regocijan con gran magnanimidad cuando son atacados?

 

“Obras maravillosas de Dios”

12.4. ¿Quién, ciertamente, no se maravillará de las obras de Dios y proclamará con todo afecto: “Porque yo he conocido qué grande es el Señor” (Sal 134 [135],5), cuando ve que, ya sea a sí mismo o a algún otro, que de ser el más avaro ha pasado a la generosidad, de la disipación a la mesura, de la soberbia a la humildad, y de delicado y tierno lo convierte en desaliñado e hirsuto, y además, lo ve gozando voluntariamente de la pobreza y la escasez de las cosas presentes? Estas son, sin duda, las obras maravillosas de Dios, las que el alma del profeta y de aquellos que son semejantes a él reconocen como asombrosas gracias a la mirada de la maravillosa contemplación. Estos son los prodigios que ha puesto sobre la tierra, que el mismo profeta, al considerarlos, llama a todos los pueblos diciendo: “Vengan, y vean las obras de Dios, que ha puesto como prodigios sobre la tierra: quitando las guerras hasta los confines de la tierra. Romperá el arco y quebrará las armas: y quemará los escudos con el fuego” (Sal 45 [46],9-10).

 

Solo Dios hace grandes maravillas

12.5. ¿Qué otro prodigio puede ser mayor que, en un momento muy breve, los más rapaces publicanos se conviertan en apóstoles, y que los perseguidores más crueles se transformen en los predicadores del Evangelio más mansos, de tal manera que la fe que perseguían también la propagaran con el derramamiento de su propia sangre? Estas son las obras de Dios que el Hijo declara que hace cada día junto con el Padre, diciendo: “Mi Padre trabaja hasta hoy, y también yo trabajo” (Jn 5,17). Sobre estas obras de Dios, el bienaventurado David, cantando en el espíritu, dice: “Bendito sea el Señor Dios de Israel, el único[1] que hace grandes maravillas” (Sal 71 [72],18). Sobre estas el profeta Amós dice: “Él hace todas las cosas y las convierte, y transforma en luz de la mañana la sombra de la muerte” (Am 5,8 LXX). “Esta es, en efecto, la mutación de la diestra del Altísimo” (Sal 76 [77],11).

 

No nos dejemos vencer por la pereza

12.6. A raíz de esta salutífera operación de Dios, ora el profeta al Señor diciendo: “Confirma, oh Dios, lo que has realizado en nosotros” (Sal 67 [68],29 LXX). Permítanme que repase esas secretas y ocultas dispensaciones de Dios que la mente de cada persona santa ve operar de una manera especial en sí misma en determinados momentos; esa efusión celestial de gozo espiritual que levanta la mente abatida por medio de una alegría divinamente inspirada; y esos ardientes éxtasis del corazón y las gozosas consolaciones, inefables e inauditas, con las que somos exhortados, cuando ocasionalmente caemos en un indolente torpor, a subir desde el sueño más profundo a la oración más ferviente.

 

El testimonio del apóstol Pablo

12.7. Esta, digo, es la alegría de la que habla el bienaventurado Apóstol cuando dice que: “El ojo no vio, ni oído oyó, ni el corazón del hombre ascendió” (1 Co 2,9; cf. Is 64,3), es decir, el hombre que, embotado aún por los vicios terrenales, se aferra a los afectos humanos y no contempla nada de estos dones de Dios. Finalmente, el mismo Apóstol, tanto de sí mismo como de aquellos semejantes a él, que ya se habían apartado del modo de vida humano, prosigue diciendo: “Pero a nosotros Dios nos lo ha revelado por medio de su Espíritu” (1 Co 2,10)».

 

Capítulo 13. Que solo los que la experimentan conocen la dulzura de la castidad

 

La dulzura de la castidad

«13.1. En consecuencia, en todos estos cuanto más la mente avanza hacia una mayor pureza, tanto más sublimemente contemplará a Dios y siente crecer en sí tanta admiración que no encuentra la capacidad para hablar de ella o describirla. Porque, de hecho, quien no ha experimentado esta alegría no podrá explicarlo con palabras; es como si alguien intentara describir la dulzura de la miel a quien nunca ha probado nada dulce: de verdad, tal persona no podrá captar con sus oídos el sabor de esa dulzura que nunca ha sentido en su boca, ni el otero podrá indicar con palabras la dulzura que ha conocido a través del placer del gusto, sino que, cautivado únicamente por un reconocimiento interior de la dulzura, es necesario que admire en silencio la deleitosa experiencia del sabor.

 

El Señor obra en nuestra vida cotidiana

13.2. Así que, cualquiera que haya merecido alcanzar este estado de virtudes que hemos mencionado, al contemplar en silencio todas estas cosas que el Señor opera por su particular gracia, arderá con una consideración asombrada y, con un profundo afecto en su corazón, exclamará: “¡Maravillosas son tus obras, y mi alma las conoce muy bien!” (Sal 138 [139],14). Esto, por lo tanto, es una obra maravillosa de Dios, que ha hecho que el hombre de carne y viviendo en la carne haya despreciado los deseos carnales y, en medio de tanta variedad de cosas y de acontecimientos, mantenga un estado de ánimo único e inmutable que perdura en toda la fluctuación de lo que le acontece.

 

Soportar las injurias

13.3. Un anciano, cimentado en esta virtud, cuando estaba rodeado por las multitudes de infieles en Alejandría, no solo era acosado por maldiciones, sino también por injurias muy graves, y se le decía burlonamente: “¿Qué milagros ha hecho Cristo, a quien tú adoras?”. Él respondió: “Esto, si me infligen esto o mayores agravios, permaneceré indiferente[2] y no me ofenderé por las injurias”».


[1] Lit.: el solo que hace grandes maravillas.

[2] Lit.: no me moveré.