JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia X, capítulos 10.6-15)

Capítulo 10. Sobre la enseñanza de la oración continua

En esta segunda parte del capítulo, Casiano “presenta la extraordinaria eficacia del versículo en quince ocasiones concretas en las que el monje puede hallarse (dispuestas según un climax ascendente que va de la tentación de la gula al asalto de los demonios y al riesgo de perder el éxtasis de la visión)”[1].

 

Para vencer la gula

10.6. ¿Estoy apretado por la pasión de la gula, busco alimentos cuya existencia se ignoran en el desierto y me llegan, en medio de la aspereza de los lugares desiertos, los olores de las mesas suntuosas y experimento, no queriéndolo, que soy atraído por el deseo de ellos? Entonces debo decir: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2). ¿Soy instigado a anticipar la hora establecida para la refección, o me atormento con un gran padecimiento de mi corazón para mantener la justa y habitual medida de la sobriedad? Con un gemido debo proclamar: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2).

 

Para ayunar

10.7. ¿A causa de la lucha de la carne, la debilidad del estómago me obstaculiza cuando siento la necesidad de ayunos más severos o el intestino seco y cerrado me alarma? Entonces, para que mi deseo pueda ser satisfecho o al menos los ardores de la concupiscencia carnal se puedan calmar sin el recurso a ayunos más rígidos, deberé orar diciendo: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2). ¿Accediendo a la reflexión a la hora establecida experimento repugnancia por el pan y siento disgusto por toda clase de alimento que la naturaleza requiere? Entonces deberé proclamar gimiendo: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2).

 

Para superar el cansancio y el sueño

10.8. ¿Un fastidioso dolor de cabeza le impide a mi voluntad proseguir la lectura para la estabilidad del corazón y a la hora de tercia el sueño inclina mi cabeza sobre la página sagrada, siendo obligado a prolongar o anticipar el tiempo establecido para el reposo y, al final, el peso muy fuerte del sueño me empuja a ausentarme de la asamblea donde se cantan los salmos canónicos? Del mismo modo debo proclamar: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2). ¿Quitado el sueño de mis ojos, veo que durante muchas noches estoy fatigado por un insomnio de origen diabólico, que impide a mis párpados todo descanso del reposo nocturno? Entonces con suspiros debo orar así: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2).

 

Para perseverar en la castidad

10.9. ¿Todavía me encuentro en la lucha contra los vicios, y la solicitación de la carne improvisamente me aguijonea mientras duermo y soy llevado, por su suave deleite, a consentir? Para que el fuego ajeno no se encienda y queme las flores de la castidad que perfuman suavemente, debo clamar: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2). ¿Siento que los incentivos de la libidinosidad se han extinguido y que el ardor genital de mis miembros se ha mitigado? Para que esta virtud, una vez concebida, pueda verdaderamente por la gracia de Dios permanecer por largo tiempo y continuar sin intermisión, debería decir diligentemente: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2).

 

Para vencer los vicios “antinaturales”[2]

10.10. ¿Estoy agitado por los estímulos de la ira, de la avaricia, de la tristeza y soy inducido a interrumpir mi decidida y afable mansedumbre? Para no ser conducido a la amargura de la hiel y a la perturbación del furor, debo gritar con grandes gemidos: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2). ¿Estoy tentado por la acedia, la vanagloria (cenodoxia), la elevación de la soberbia, y la mente se deleita sutilmente por la negligencia y la tibieza de los demás? Para que no prevalezca en mí esta perniciosa sugestión del enemigo, deberé rezar con toda la contrición de mi corazón: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2).

 

Cuando me es concedida la gracia de la humildad y la simplicidad

10.11. ¿Con la continua compunción de [mi] espíritu, dejado de lado el tumor de la soberbia, he adquirido la gracia de la humildad y de la simplicidad, de forma que “no venga de nuevo sobre mí el pie de la soberbia y no me mueva la mano del pecador” (Sal 35 [36],12), y estoy confundido fuertemente por el orgullo de mi victoria? Con todas mis fuerzas debo clamar: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2).

 

En los momentos de aridez espiritual

10.11a. ¿Estoy agitado por diversas e innumerables distracciones del alma y de un corazón inestable, y no consigo dominar la dispersión de los pensamientos? ¿No logro pronunciar mi oración sin interrupción y sin imaginar fantasías vanas, volviendo a pensar en palabras y acciones? ¿Me siento tan constreñido por la aridez de una tal esterilidad, que me siento incapaz de engendrar algún pensamiento espiritual? Para merecer ser liberado de esta tristeza del ánimo, dado que no puedo desembarazarme entre muchos gemidos y suspiros, necesariamente proclamaré: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2).

 

A fin de permanecer en la contemplación espiritual

10.12. ¿Me doy cuenta de haber conseguido de nuevo la dirección de mi alma, la estabilidad de mis pensamientos, la prontitud del corazón con una alegría inefable y el éxtasis de la mente gracias a la visita del Espíritu Santo, y si, con abundancia de pensamientos espirituales, he percibido, debido a una súbita iluminación del Señor, una desbordante revelación de los conocimientos sacratísimos que antes me estaban completamente ocultos? Para que merezca permanecer largo tiempo en este estado, solícita y frecuentemente debo clamar: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2).

 

En los momentos de un muy intenso desasosiego

10.13. ¿Estoy asediado por los terrores nocturnos de los demonios y desasosegado por las apariciones[3] de los espíritus inmundos, y la esperanza misma de salvación y de la vida me ha sido quitada por causa del horror que me agita? Refugiándome en el puerto salvífico de este versículo, exclamaré con todas mis fuerzas: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2). Cuando soy restablecido por el consuelo del Señor y animado por su presencia, y me siento como circundado por innumerables miles de ángeles, ¿[por qué] repentinamente busco contactar y entrar en conflicto con aquellos que antes me hacían temblar más que la muerte y cuyo contacto, es más, su sola proximidad, la percibía con horror de la mente y del cuerpo? Para que permanezca en mí el vigor de esa constancia por la gracia de Dios, debo exclamar con todas mis fuerzas: “Oh Dios, ven en mi ayuda; Señor, apresúrate a ayudarme” (Sal 69 [70],2).

 

Eleva hacia la oración ardiente e inefable

10.14. La oración de este versículo debe ser emitida incesantemente para que podamos mantenernos fuera de las adversidades y mantenernos, sin enorgullecernos, en la prosperidad. Debes, digo, meditar ininterrumpidamente sobre este versículo en tu corazón. No debes dejar de repetirlo en cualquier trabajo o servicio que realices, y cuando viajes. Medita sobre él mientras duermes, comes y en las exigentes necesidades de la naturaleza. Esta reflexión del corazón, constituida para ti en una fórmula salutífera, no solo te conservará ileso de toda incursión del demonio, sino que te purificará de todos los vicios del contagio terreno, te guiará a aquellos conocimientos invisibles y celestiales, y te elevará hacia aquella oración inefable y ardiente que es experimentada por muy pocos.

 

Siempre nos acompaña

10.15. Meditando este versículo, que el sueño te invada poco a poco, hasta que seas formado para utilizarlo incesantemente y te acostumbres a repetirlo incluso mientras duermes. Que sea esto lo primero que te suceda apenas te despiertes, que anticipe todos tus pensamientos al levantarte, que te lleve a arrodillarte mientras te alzas del lecho, que te conduzca de allí a todos tus trabajos y actividades y que te acompañe en todo tiempo. Meditarás esto según los preceptos del legislador: “Cuando estás sentado en casa y cuando estás de viaje” (Dt 6,7), cuando duermes y cuando te levantas. Lo escribirás en el umbral y sobre las puertas de tu boca, lo colocarás en las paredes de tu casa y en los pliegues de tu corazón, para que así, postrándote en oración, que el canto te acompañe y, una vez que te levantes, disponiéndote para todas las actividades necesarias de la vida, se convierta en la oración elevada y continua.


[1] Conversazioni, pp. 674-675, nota 16.

[2] Cf. Conf. V,3; CSEL 13, pp. 121-122: “Hay dos clases de vicios. Están los naturales, como la gula; y los antinaturales, como la avaricia. Pero su modo de actuar es cuádruple. Algunos no se pueden consumar sin la colaboración del cuerpo, como la gula y la fornicación. Otros, en cambio, pueden llevarse a la práctica sin ninguna acción corporal, como la vanagloria y el orgullo. Algunos reciben las causas de su motivación desde fuera, como la avaricia y la cólera. Otros, al revés, surgen desde dentro, como la acedia y la tristeza”.

[3] Lit.: fantasmas; o también: visiones.