Capítulo 8. Que es más maravilloso que los vicios sean expulsados de uno mismo que los demonios [sean expulsados] de algún otro
Cuidar nuestra propia alma
8. «En realidad, mayor milagro es erradicar de la propia carne la excitación de la lujuria, que expulsar los espíritus inmundos de los cuerpos ajenos; y es un signo de mayor grandeza cortar con la virtud de la paciencia los violentos movimientos de la ira que dominar a las potestades del aire; y más aún, expulsar del propio corazón los muy voraces mordiscos de la tristeza, que liberar a otra persona de enfermedades corporales y de la fiebre. En definitiva, muchos aspectos, es una virtud más espléndida y un logro más sublime curar las enfermedades de la propia alma que las de un cuerpo ajeno. Porque en la medida en que el alma es más sublime que la carne, su salud es más importante, y en la medida en que su sustancia es más preciosa y excelente, su destrucción es más grave y peligrosa».
Capítulo 9. En qué medida una vida recta supera los hechos milagrosos
La pureza interior
9. «Y en esas mismas curaciones se dice a los santos apóstoles: “No se alegren porque los demonios se les sometan” (Lc 10,20). Pues esto no era por su potestad, sino por el poder del nombre invocado; y por ello a todos se les advierte que de esta forma no se atrevan a revindicar nada de la felicidad o de la gloria que solo la potencia y la fuerza de Dios realizan. En cambio, pueden reclamar esa pureza interior de vida y corazón por la que merecen tener sus nombres inscritos en el cielo».
Capítulo 10. Revelación de un experimento sobre la castidad perfecta
La experiencia de abba Pafnucio[1]
10.1. «Y para que podamos demostrar esto mismo que hemos mencionado, ya sea mediante testimonios de los antiguos o de los oráculos divinos, lo que el bienaventurado Pafnucio[2] pensaba respecto a los signos maravillosos o sobre la gracia de la pureza, incluso lo que conoció por revelación de un ángel, lo expondremos con mayor precisión con sus propias palabras y a partir de su experiencia. Éste, en efecto, vivió durante muchos años bajo una disciplina tan estricta que creía estar completamente libre de las asechanzas del deseo carnal, pues sentía que estaba más allá de todos los ataques de los demonios contra los que había luchado abiertamente durante un largo período. Ahora bien, mientras estaba preparando un caldo[3] de lentejas -que ellos llaman athera- para algunos hombres santos que habían llegado, su mano, como suele suceder, se quemó por una llama que salió del fuego.
Abba Pafnucio se interroga a sí mismo
10.2. Esto lo entristeció mucho y comenzó a darle vueltas en su mente, preguntándose: “¿Por qué el fuego no tiene paz conmigo, cuando las luchas más severas de los demonios han cesado para mí? ¿O cómo podrá entonces ese fuego inextinguible e inquisidor de todos mis méritos, pasar a mi lado sin retenerme, cuando esta temporal y pequeña cosa externa no me ha perdonado ahora?”. Y cuando la somnolencia se apoderó repentinamente de él mientras estaba preocupado con pensamientos de este tipo y con tristeza, un ángel del Señor se le presentó y le dijo: “¿Por qué estás triste, Pafnucio? ¿Acaso porque este fuego terrenal no está todavía en paz contigo, cuando todavía reside en tus miembros una perturbación de los movimientos carnales que no ha sido todavía completamente purificada?”.
La prueba propuesta por el ángel
10.3. “Mientras estas raíces permanezcan vivas en tus vísceras, no te permitirán liberarte de esa hoguera física. Y ciertamente, no podrás considerarla inofensiva, a menos que experimentes por ti mismo que las manifestaciones de todos los movimientos internos se han extinguido. Ve, entonces, y toma a una virgen desnuda y muy hermosa, y si al sostenerla has sentido que la tranquilidad de tu corazón permanece inamovible y pacíficos los deseos carnales, también el contacto con esta llama visible te tocará de forma suave e inocua, al igual que les sucedió a los tres jóvenes en Babilonia” (cf. Dn 3).
El combate con los espíritus inmundos no cesa en la vida presente
10.4. Por eso, el anciano, perplejo por tal revelación, evidentemente no se arriesgó al peligro de la prueba que le había divinamente mostrada. En lugar de ello, sondeó su conciencia, examinó la pureza de su corazón y, concluyendo que su castidad no le llevaría todavía a superar esta prueba, dijo: “No es de extrañar que, cuando combato con los espíritus inmundos, siento aún rugir contra mí ese fuego ardiente que solía creer que era menor que los más salvajes encuentros con los demonios”.
Fin de la Conferencia
10.5. De hecho, es una virtud mayor y una gracia sublime extinguir la concupiscencia interior de la carne que, por un milagro del Señor y por el poder del Altísimo, someter los perversos ataques de los demonios y expulsarlos de los cuerpos de los poseídos invocando el nombre divino».
Hasta aquí, abba Nesteros, completando la explicación sobre el verdadero uso de los dones carismáticos, nos acompañó con la instrucción de su saber, mientras nos dirigíamos a la celda del anciano José, que se encontraba a unas seis millas[4].
[1] «Pafnucio, que significa “Puerta - Dios”, era un nombre muy común en Egipto. Lo encontramos a menudo en la antigua literatura monástica, a veces con un sobrenombre: Pafnucio Céfalas (Antonio 29; Matoes 10; Historia Lausíaca, cap. 47); Pafnucio Búbalo (o: Búfalo, por su amor a la soledad), monje y sacerdote de Escete, varias veces mencionado por Casiano (Conf. III,1; IV,1; XVIII,15; XIX,9); Pafnucio el Sindonita (Dióscoro 3, según la colección etíope de los Apotegmas). Paladio menciona también a un Pafnucio discípulo de Macario de Alejandría (Historia Lausíaca, cap. 18) y un Pafnucio “Escetiota “a quien Melania encontró en el desierto de Nitria (Historia Lausíaca, cap. 46). Además, conocemos a un Pafnucio anacoreta de Heraclea, en la Tebaida, mencionado en la Historia monachorum in Aegypto (cap. 14, del texto griego, y cap. 16 de la versión latina)» (Les Sentences des Pères du désert. Collection alphabétique. Traduite et présentée par Dom Lucien Regnault, moine de Solesmes, Solesmes, Abbaye Saint-Pierre de Solesmes, 1981, pp. 270-271).
El P. Jean-Claude Guy (+ 1986), sj, ha presentado la siguiente semblanza biográfica: «Pafnucio comenzó su vida por un período cenobítico (Conf. XVIII,16.7); no se sabe dónde. Pero no pudo resistir mucho tiempo su deseo de soledad y se entregó con tal ardor a ella que, entre los anacoretas, se lo llamó Búbalo, es decir, “el búfalo salvaje” (Conf. III,1.1). En Escete, aunque en ocasiones se lo conoce como de discípulo de Macario, de hecho, perteneció a la escuela del sacerdote Isidoro de quien, una vez ordenado sacerdote, devino el sucesor (Conf. XVIII,15.2-8). Parece haber gozado de una especial autoridad: nombró a Juan ecónomo de Escete (Casiano, Instituciones, V,40.1), hizo ordenar sacerdote a Daniel para que pudiera sucederlo (Conf. IV,1.1-2); no concedió sino con gran dificultad la sepultura religiosa a Herón que se había suicidado (Conf. II,5.4). Fue él sobre todo quien hizo admitir en su entorno la Carta festal de Teófilo que, según Casiano, rechazaron los otros grupos escetiotas (Conf. X,2.3; 3.2 y 4). Por su parte, los apotegmas subrayan especialmente su actividad como padre espiritual. Uno de sus discípulos, vencido por la fornicación, deja Escete: Pafnucio va a Egipto a buscarlo, lo encuentra y lo lleva de regreso (Pafnucio 4). Eudemón dirá más tarde que, todavía joven adolescente, quiso instalarse en Escete, pero Pafnucio, el “padre de Escete”, no se lo permitió, diciendo: “No quiero que haya en Escete un rostro de mujer, por el combate del enemigo” (Eudemón 1). Sin duda intervenciones de este género le valieron la queja de amma Sara (según se lee en Pafnucio 6). Se comprende entonces la gran reputación de la que gozaba en los ambientes monásticos, incluso fuera de Escete. Una vez vino un hermano de la Tebaida a consultarlo (Pafnucio 5); en otra ocasión tres ancianos le fueron a pedir una palabra (Matoes 10). Para la Historia Lausíaca (cap. 47), eran Paladio, Albino y el gran Evagrio quienes fueron a interrogarlo sobre el destino de los monjes. Casiano incluso llega a atribuir a Antonio, al menos indirectamente, la vocación de Pafnucio (Conf. III,4.3). En síntesis, como lo dirá más tarde Pastor: “Abba Pafnucio era grande” (Pastor 190; cf. Conf. III,1.1). Sin embargo, es muy difícil ofrecer datos cronológicos seguros. El hecho de que haya sido discípulo de Isidoro permitiría situar su período de madurez hacia 360-400. Murió muy anciano. Paladio escribe, en efecto, que durante 79 años no tuvo dos túnicas (Historia Lausíaca, cap. 47), y Casiano afirma que hasta muy avanzada su ancianidad, estuvo en la misma celda, a unos ocho kilómetros de la iglesia; y que, con noventa años, todavía rehusaba que los jóvenes le proveyesen el agua (Conf. III,1.1)» (SCh 387, pp. 59-61). Cf. Stewart, pp. 10-12.
[2] Cf. Conf. III,1.1.
[3] Pulmentun, un potaje, o cualquier género de comida.
[4] Nueve kms.