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«El Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios (Mt 16,19). El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube por el cielo donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios. Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo como un abortivo (1 Co 15,8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol.
 
El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: “Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios” (Jn 20,17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y trascendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.
 
Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Sólo el que salió del Padre puede volver al Padre: Cristo. Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la Casa del Padre, a la vida ya la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino.
 
Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12,32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no penetró en un Santuario hecho por mano de hombre..., sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro. En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor. Como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos.
 
Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: “Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada” (Misal Romano, Prefacio de la Ascensión I).
 

Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás. A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del Reino que no tendrá fin» (Catecismo de la Iglesia Católica, ns. 659-664).