«La resurrección del Señor es nuestra esperanza; su ascensión, nuestra glorificación. Hoy celebramos la solemnidad de la Ascensión. Si, pues, celebramos como es debido, fiel, devota, santa y piadosamente, la ascensión del Señor, ascendamos con él y tengamos nuestro corazón levantado. Ascendamos, pero no seamos presa del orgullo. Debemos tener levantado el corazón, pero hacia el Señor. Tener el corazón levantado, pero no hacia el Señor, se llama orgullo; tener el corazón levantado hacia el Señor se llama refugio, pues al que ha ascendido es a quien decimos: “Señor, te has convertido en nuestro refugio” (Sal 89 [90],1). Resucitó, en efecto, para darnos la esperanza de que resucitará lo que muere, para que la muerte no nos deje sin esperanza y lleguemos a pensar que nuestra vida entera concluye con la muerte. Nos preocupaba el alma y Él, al resucitar, nos dio seguridad incluso respecto al cuerpo. ¿Quién ascendió entonces? El que descendió (cf. Jn 3,13). Descendió para sanarte, subió para elevarte. Si te levantas tú, vuelves a caer; si te levanta Él, permaneces en pie. Por tanto, levantar el corazón pero hacia el Señor, he aquí el refugio; levantar el corazón, pero no hacia el Señor: he aquí el orgullo. Digámosle, pues, en cuanto resucitado: Porque tú eres, Señor, mi esperanza; en cuanto ascendido: “Has puesto muy alto tu refugio (Sal 90 [91],9)”. ¿Cómo podemos ser orgullosos teniendo el corazón levantado hacia quien se hizo humilde por nosotros para que no continuásemos siendo orgullosos?
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Piensa primero en purificar el corazón; sea ésta tu ocupación, convócate a esa tarea; aplícate a esta obra…
Purifica, pues, tu corazón, en cuanto te sea posible; sea ésta tu tarea y tu trabajo. Ruégale, suplícale y humíllate para que limpie Él su morada. No comprendes: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba en el principio junto a Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella nada se hizo. Lo que fue hecho era vida en ella, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron” (Jn 1,1-5). He aquí por qué no la recibes: La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron. ¿Qué son las tinieblas sino las obras malas? ¿Qué otra cosa son las tinieblas sino las malas apetencias, el orgullo, la avaricia, la ambición y la envidia? Todas estas cosas son tinieblas; por eso no la recibes. Pues la luz luce en las tinieblas; pero dame uno que la reciba.
Ciertamente, toda la ley se resume en dos preceptos: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos preceptos se resume toda la ley y los profetas” (Mt 22,37-40). En Cristo tienes lo uno y lo otro. ¿Quieres amar a tu Dios? Lo tienes en Cristo: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1,1). ¿Quieres amar al prójimo? Lo tienes en Cristo: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).
Nuestro Señor, además del baño de la regeneración, nos dejó otros remedios. Nuestra purificación diaria la tenemos en la oración del Señor. Digamos, y digámoslo de corazón, puesto que también se trata aquí de una limosna: “Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt 6,12). “Den limosna, y todas las cosas serán puras para ustedes” (Lc 11,41). Recuerden, hermanos, lo que ha de decir a los que estén a su derecha. No les dirá: “Hicieron esta o aquella obra grandiosa”, sino: “Tuve hambre, y me disteis de comer” (Mt 25,35); a los que estén a su izquierda no les dirá: “Hicieron esta o aquella obra mala”, sino: “Tuve hambre y no me dieron de comer” (Mt 25,42). Los primeros, por su limosna, irán a la vida eterna (Mt 25,34); los segundos, por su esterilidad, al fuego eterno (Mt 25,41). Elijan ahora el estar a la derecha o a la izquierda. Pues díganme, les suplico: ¿qué esperanza de curación puede tener quien, estando frecuentemente enfermo, es perezoso en aplicar los remedios? -Pero son enfermedades sin importancia. -Ponlas juntas y te aplastarán. -Los míos son pecados leves. -¿No son muchos? ¡Qué pequeñas son algunas cosas que oprimen y cubren a uno! ¿Qué hay más pequeño que las gotas de la lluvia? Llenan los ríos. ¿Qué más pequeño que el grano de trigo? Llenan los graneros. Tú te fijas en que son pequeños, y no te das cuenta de que son muchos. Sabes poner tus ojos en ellos, pero cuéntalos, si puedes. Dios, sin embargo, nos ha dado un remedio cotidiano.
¡Gran misericordia la de quien ascendió a lo alto e hizo cautiva la cautividad! (Ef 4,8; Sal 67 [68],19) ¿Qué significa hizo cautiva la cautividad? Dio muerte a la muerte. La cautividad fue hecha cautiva: la muerte recibió la muerte. Entonces, ¿qué? ¿Solo esto hizo el que ascendió a lo alto e hizo cautiva la cautividad? ¿Nos abandonó? “He aquí que estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Fíjate, por tanto, en aquello: “Repartió sus dones a los hombres” (Ef 4,8). Abre el corazón con piedad[1] y recibe el don de la felicidad» (san Agustín de Hipona, Sermón 261,1. 4. 8. 10-11).
[1] Lit.: el seno de la piedad (sinum pietatis).