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Visitas del Señor a Santa Gertrudis (Legatus IV,36)

1. El día solemne de la gozosa Ascensión, cuando por la mañana Gertrudis aplicaba toda su solicitud en ver de qué modo dirigirse al Señor a la hora de su Ascensión, es decir, alrededor de la hora de Nona, acariciándola de modo suavísimo el Señor le inspiró: “Toda la ternura que quieres mostrarme en el momento de mi sublime Ascensión, muéstramela ya ahora, porque los deleitabilísimos gozos de mi Ascensión se renuevan para mí cuando vengo a ti en el vivificante sacramento del altar”.

Entonces, ella dijo: “Ea, enséñame, único amigo mío, cómo puedo ofrecerte una digna procesión, para honrar aquella celebérrima procesión que tú realizaste con tus discípulos cuando, estando para partir al Padre, los sacaste fuera hasta Betania[1].

Le responde el Señor: “Como Betania significa casa de obediencia, realiza una solemne procesión, en todo agradabilísima y dignísima para mí, aquél que me conduce a lo íntimo de sí, es decir, el que me ofrece su entera voluntad, examinando con diligencia en qué realiza su propia voluntad más que la mía divina, y por esto, dignamente arrepentido, se propone en lo sucesivo buscar, desear y cumplir en todo mi voluntad”.

2. Cuando le era llevado el Cuerpo del Señor para comulgar, le dijo el Señor: “He aquí que vengo ahora a ti, esposa mía, no solo como para despedirme de ti, sino también para tomarte ya conmigo, para que seas presentada a Dios, mi Padre”. En estas palabras comprendió que el Señor, al venir al alma por el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, atrae hacia sí el deseo y la buena voluntad de ésta, reproduciendo en sí su imagen, como un sello impreso en la cera; de este modo presenta al Padre en sí mismo la semejanza de aquella misma alma, y haciéndola propicia a Él, le obtiene los beneficios de las gracias.

Entonces ofreció al Señor sus pequeñas oraciones y las que algunas otras personas  habían dirigido al Hijo de Dios, a manera de diversos ornamentos para sus llagas y sus miembros santísimos, con los que resplandecería en la gloria de su excelentísima Ascensión. Entonces apareció el Señor Jesús como elegantemente embellecido con todo aquello, estando en presencia de Dios Padre. Por su parte, el Padre, Señor del Cielo, parecía que, con la omnipotente virtud de su divinidad, absorbía en sí mismo todo aquél ornato de su Unigénito, ofrecido a El por la buena voluntad de los elegidos, y, desde sí mismo, enviaba como un resplandor admirable a los sitiales de gloria preparados desde la eternidad para aquellos que habían ofrecido aquellas oraciones; por lo cual, cuando después del exilio llegaran al Reino, serían magníficamente glorificados.

3. A la hora de nona, cuando se concentraba en el Señor como si en aquella hora hubiera de ascender con gloria a los cielos, se le apareció de nuevo nuestro Señor Jesús, el más hermoso de todos los hijos de los hombres[2], cubierto con túnica verde y manto rojo. Con la túnica verde se significaba la lozanía de todas las virtudes, que se desplegaron hasta su máxima perfección en la santísima humanidad de Cristo. El manto rojo figuraba aquel amor ardentísimo que había impulsado al Señor a soportar con paciencia tantos sufrimientos, como si no hubiera podido tener otro mérito que aquel que obtuvo por la paciencia de la pasión.

Ataviado con esta indumentaria el Rey de la Gloria y Señor de las virtudes[3], avanzó por el coro, acompañado por una multitud infinita de ángeles, y abrazaba tiernamente con su santo brazo derecho a cada persona de la comunidad que había comulgado ese mismo día, e imprimía un beso dulcísimo en la boca de cada una con estas palabras: He aquí que estoy con vosotras hasta la consumación de los siglos[4].

4. Parecía ofrecer también a algunas personas un anillo de oro que llevaba engastada una perla preciosísima, mientras les decía: “No os dejaré huérfanas, volveré de nuevo a vosotras[5]. Al verlo ésta, admirándose, le preguntó al Señor: “¿Qué merecieron estas entre las demás, Dios amantísimo, para que, en signo de especial amistad, les entregues un anillo?”

Le responde el Señor: “Éstas, mientras estaban comiendo, hicieron memoria con devoción de aquella condescendencia mía por la que, al punto de ascender al Cielo, yo comía y bebía con mis discípulos. Por lo tanto, cuantos bocados comió cada una recordando aquel versículo: ‘Benignísimo Jesús, que la fuerza de tu amor divino me incorpore totalmente a ti’, otras tantas son las virtudes que brillan en la perla de su anillo”.

5. Al cantarse la antífona: Con las manos levantadas[6], elevado el Señor con su poder divino y acompañado por una multitud de ángeles que le servían con reverencia, casi desde el aire, bendijo a la comunidad reunida con la señal de la cruz, diciendo: “Mi paz les doy, mi paz les dejo[7]. Comprendió ella que por aquella bendición había infundido el Señor tan eficazmente su paz divina en los corazones de todos los que celebraban con especial devoción el día de la Ascensión, que en adelante ninguna perturbación sería capaz de distraerles, sino que siempre conservarían oculto en su corazón algún vestigio de esa paz, como se mantiene la chispa de fuego bajo la ceniza.

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Este capítulo 36 del Libro IV del Legatus nos narra tres visitas del Señor a Gertrudis en la solemnidad de la Ascensión. Siendo el Libro IV una recopilación de los recuerdos de la santa narrados a su biógrafa, bien puede tratarse de tres experiencias tenidas en un mismo día, o bien en diversos años en esta solemnidad. La primera de ellas se sitúa en el contexto de la procesión propia de la fiesta. La segunda, al momento de recibir la Comunión, y la tercera durante el oficio de Nona.

Todo el capítulo está enmarcado por el versículo central del Evangelio del día: Lc 24,50-51: “Los llevó fuera hasta Betania, y levantando las manos los bendijo; y hecho esto, mientras los bendecía, se alejó de ellos y fue llevado al cielo”.

Este versículo es revivido por Gertrudis en el contexto litúrgico, en sus cuatro sentidos: literal o histórico, moral o tropológico, alegórico o espiritual, y anagógico o escatológico. La primera visión se refiere a la primera parte del versículo; la última, a la parte final del mismo; mientras que el centro del relato está puesto en el sacramento eucarístico, del que trata la segunda visión.

La solemnidad de la Ascensión se celebraba el jueves de la VI semana de Pascua, cuando se cumplían los 40 días desde la resurrección, según el relato de Lucas en el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles. Era considerada por la Liturgia Cisterciense entre las fiestas y solemnidades principales: praecipua festa, praecipua sollemnitas[8], es decir que contaba con un oficio de 12 lecciones en las Vigilias y sermón en el Capítulo después de prima. Los Padres cistercienses del siglo XII nos han dejado bastas colecciones de sermones litúrgicos predicados en estas solemnidades principales y Gertrudis misma, en muchos casos, nos refiere sus revelaciones en el contexto del sermón tenido con ocasión de la fiesta.

El cirio pascual, que se encendía solo desde la Pascua hasta la Ascensión, este día se elevaba sobre la Iglesia; se lo prendía para las primeras vísperas y permanecía ardiendo hasta después de las completas del día siguiente. Después de la Ascensión se lo retiraba para significar la partida de Cristo.

Otro elemento propio de la solemnidad de la Ascensión era la procesión que se tenía por el claustro, desde el refectorio hasta la Iglesia, a la cuál se entraba solemnemente para la Misa. Esta procesión habría sido instaurada por los cistercienses en Claraval hacia 1151, y específicamente por San Bernardo, según nos lo hace saber el cisterciense Helinando de Froidmont: “San Bernardo instituyó en nuestra Orden la tercera procesión para la Ascensión del Señor. Antes solamente había dos, a saber para la Purificación y para el Domingo de Ramos” (PL 212,1057 D). Los E. O. prevén 3 estaciones y estipulan las antífonas que deben cantarse en cada una y al entrar a la Iglesia.

La procesión evocaba un dato del sentido histórico del evangelio del día: “Los sacó fuera hasta Betania” (Lc 24,50). Este se deducía sin dificultad del responsorio Exudit Dominus[9], que se cantaba en ella: “Exudit Dominus discipulos suos foras in Bethaniam et benedixit eis, alleluia * Et factum est, dum bendiceret eos, recessit ab eis et ferebatur in coelum, alleluia”. Por eso Gertrudis le pregunta al Señor cómo realizar dignamente la procesión “para honrar aquella otra celebérrima que tú realizaste con tus discípulos, cuando, estando para partir al Padre, los sacaste fuera hasta Betania”.

El Señor le contesta tomando la etimología de la palabra Betania (procedimiento muy común en la Edad Media y entre los padres cistercienses, especialmente en san Elredo), y haciendo pasar a Gertrudis del sentido literal o histórico, al moral o tropológico: “Como Betania significa casa de obediencia, realiza una solemne procesión aquél que me conduce a lo íntimo de sí, es decir, el que me ofrece su entera voluntad, examinando con diligencia en qué realiza su propia voluntad más que la mía divina, y por esto, dignamente arrepentido, se propone en lo sucesivo buscar, desear y cumplir en todo mi voluntad”. Esta respuesta refleja un punto medular de la enseñanza espiritual de San Bernardo: la obediencia, y la misma unión esponsal con Cristo a la que tiende toda la vida espiritual como a su fin, consiste en la unión de la propia voluntad con la del Señor, en un mismo querer y no querer.

Pero también esta procesión tenía un sentido alegórico, referido al misterio celebrado en la fiesta: la entrada en el templo reproducía litúrgicamente la entrada triunfal de Cristo, después de su peregrinación terrena, como sumo sacerdote, en el santuario del cielo. Este sentido es evocado por la antífona O rex gloriae, prevista para la entrada de la Iglesia –la misma que para el Magníficat de la fiesta-, la cuál debía ser impuesta en ambos casos por el Abad: “Oh Rex gloirae Domine virtutum qui triunphator hodie super omnes caelos ascendisti, ne derelinquas nos orphanos: sed mitte promissum Patris in nos, Spiritum veritatis, alleluia”.

Pero antes de esta primera revelación, el capítulo comienza mostrándonos a Gertrudis que se está aplicando desde la mañana a ver de qué manera va a dirigirse al Señor a la hora de su ascensión, es decir alrededor de la hora Nona. Gertrudis se sitúa en el nivel histórico o literal del texto evangélico. Según este, Jesús estuvo comiendo con sus discípulos antes de sacarlos para Betania, o sea que la ascensión habría sucedido después del almuerzo. Pero el Señor le pide que le ofrezca ya mismo sus atenciones, porque viniendo a visitarla en el Sacramento del Altar, se renuevan en Él, los gozos que sintió durante su Ascensión. El Señor hace pasar a Gertrudis del sentido histórico al alegórico o espiritual: Todo el misterio pascual, del cuál la glorificación del Señor es un aspecto, se renueva sacramentalmente en la liturgia y produce su eficacia en cada fiel por la recepción devota del sacramento eucarístico.

La ascensión es un momento más del único misterio pascual del Señor y subraya sobre todo la dimensión de exaltación y glorificación de la naturaleza humana de Cristo, en contraposición con la humillación padecida en el suplicio y la muerte. La gracia del misterio de la ascensión se extiende a la Iglesia, cuerpo de Cristo, y a cada cristiano, llamado a participar en la gloria de su Señor, en quien nuestra naturaleza humana ha sido tan extraordinariamente enaltecida. La participación en la gloria que esperamos, se anticipa y se realiza ya, en la comunión eucarística con el Señor.

La segunda visión de Gertrudis se produce cuando le era llevada la Comunión. Este dato parecería indicar que Gertrudis está en su lecho de enferma, ya que si hubiera participado de la Misa se habría acercado por sí misma a recibir el Sacramento junto con la comunidad, según los usos cistercienses. Dado que, en el caso anterior, no se dice si Gertrudis participaba de la procesión o la evocaba en su lecho de enferma, y, por otra parte, del relato de la última visión, no se deduce si Gertrudis está presente en el oficio de Nona o lo ve espiritualmente, no podemos inferir si se trata de experiencias tenidas en un mismo día, o si la composición de la redactrix habría unido aquí tres experiencias tenidas en años diversos en esta fiesta.

En esta segunda visión, Gertrudis penetra en el sentido teológico de la fiesta y se le concede, por la comunión eucarística, una participación mística en el misterio celebrado. Cristo le dice que, en esta comunión, no viene solo a despedirse de ella, sino a asumirla ya consigo, para presentarla al Padre. Se trata de la vivencia espiritual dos antífonas de la fiesta:

- “Vado parare vobis locum et iterum veniam ad vos, alleluia, et gaudebit cor vestrum, alleluia, alleluia”.

- “Non vos reilnquam orphanos, alleluia: vado et venio ad vos, alleluia, et gaudebit cor vestrum, alleluia”.

Gertrudis capta intelectivamente, bajo la acción de la gracia, que, en la comunión sacramental con el Señor, el alma del fiel se imprime como una imagen en el interior de Cristo, y así, en la transparencia de Cristo, es presentada al Padre, quien, al verla en su Hijo, la tiene por ofrenda agradable, propicia. Tenemos aquí, por una parte, una idea central de la doctrina de los padres cistercienses: Cristo es la imagen de Dios Padre y nosotros somos configurados a imagen suya, es decir, como imagen de la Imagen. Aparece también aquí el tema cristológico central de Gertrudis, tema por otra parte, propio de la fiesta: Cristo es el Mediador, el Puente, que uniendo en sí la humanidad y la divinidad, es el único capaz de presentar nuestra humanidad al Padre y hacerla acepta a sus ojos.

El Prefacio 1 resalta el aspecto de Cristo Mediador, como uno de los sentidos de esta fiesta: “Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy, ante el asombro de los ángeles, a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos. No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo a su reino”.

Y el Prefacio para después de la Ascensión agrega: “Jesucristo, Señor de universo... habiendo entrado una vez para siempre en el santuario del cielo, ahora intercede por nosotros como mediador que asegura le perenne efusión del Espíritu”.

No es Cristo solo el que asciende al cielo, sino que lleva consigo a sus elegidos. Los misterios de Cristo se comunican a su cuerpo que es la Iglesia. Aquí aparece uno de los rasgos característicos de las visiones de Gertrudis: su carácter dinámico. Todo es movimiento que fluye y refluye, entre Cristo, la Trinidad, Gertrudis, y los elegidos. En este caso lo que fluye y se comunica es el resplandor de la gloria de Cristo. Veamos este movimiento:

Gertrudis ofrece al Señor oraciones suyas y de otros, a modo de atavío, que engalanan a Cristo a la vista de Dios Padre. Presentándose así engalanado, Cristo resulta grato a Dios Padre quien acepta esta ofrenda de su Hijo y la transforma en resplandor de gloria preparado para la eternidad, para aquéllas personas que habían ofrecido dichas oraciones. La victoria y la ofrenda de Cristo al Padre se trasfunde en gloria para sus elegidos. Por Él y sólo a través suyo, nos vienen todas las gracias y todos los méritos. Aquí el Señor hace pasar a Gertrudis del sentido alegórico al sentido escatológico o anagógico de la fiesta, al mostrarle la gloria eterna que se prepara en el cielo para sus elegidos, a modo de sitiales de un coro, donde lo alabarán eternamente.

Este es también uno de los sentidos de la fiesta: por la victoria de Cristo esperamos la gloria futura, que consiste en la participación de la vida divina. El Prefacio 2 resalta la divinización que Cristo nos adquirió con su ascensión: “Cristo Señor nuestro, después de su resurrección se apareció visiblemente a todos sus discípulos y ante sus ojos fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad”.

La tercera visión se sitúa en el coro de la comunidad de Helfta, durante el canto del oficio de Nona, hora en la cuál, según el sentido histórico del texto bíblico acontecía la Ascensión. Gertrudis ve al Señor vestido con túnica verde y manto rosado. Ambas significan la humanidad de Cristo: sus virtudes y sus padecimientos. El manto es símbolo real: indica la dignidad regia, la majestad infinita de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Gertrudis resume la visión de esta manera: “Adornado con estos vestidos, el Rey de la Gloria y Señor de las virtudes”. Se trata de la visualización espiritual de la antífona: Oh rex gloriae, citada con ocasión de la procesión.

El Señor, con séquito de Ángeles, pasa por cada sitial del coro abrazando a cada monja y despidiéndose de cada una con el versículo final del evangelio de san Mateo para esta fiesta: “Ecce ego vobiscum sum usque ad consumationem saeculi”.

A algunas de las monjas las favorece con un anillo y les dice las palabras joánicas de la antífona: “Non relinquam vos orphanos, veniam ad vos iterum”. Este privilegio les viene de haber rumiado durante el almuerzo (tal vez bajo la inspiración de la lectura del refectorio) sobre el realismo absoluto de la humanidad glorificada de Cristo en la Resurrección.

Tanto en esta mención, como en el simbolismo de la indumentaria del Señor referido en la segunda visión, se hace énfasis en la realidad de la humanidad de Cristo, pasible durante su vida mortal, y glorificada después de la Resurrección, humanidad real que ahora asciende al cielo para ser entronizada en el seno de la Trinidad.

La resurrección no impide que el Señor continúe perteneciendo a nuestra tierra; su carne no ha desaparecido en la gloria para dar lugar a otra cosa; la ascensión no espiritualiza a Cristo hasta el punto de hacer desaparecer lo que tiene en común con nosotros: la naturaleza humana. La liturgia no cesa de repetir que Él ha hecho sentar nuestra naturaleza a la derecha del Padre, la ha elevado por encima de los ángeles, aún más alto que las naturalezas espirituales más cercanas a Dios. Este misterio nos abre, más allá de la muerte que nos espera, una perspectiva de vida eterna y nos da la prenda de la resurrección futura. Por ello, nos invita a tender por la esperanza allá donde el Señor nos ha precedido, mediante la rectitud en la vida presente.

La visión remata de manera triunfante, como lo hace el mismo Evangelio de Lucas[10], con el Señor ascendiendo al cielo y bendiciendo al mismo tiempo con su mano a la Comunidad, como sacerdote eterno, único pontífice entre nosotros y el Padre. Se trata de la visualización de la antífona Elevatis manibus, tomada del versículo lucano que enmarca toda esta sección: “Elevatis manibus suis benedixit eis, et dum benediceret illis, recessit ab eis et ferebatur in caelum, alleluia”.

Mientras asciende, el Señor otorga el don de la paz a las monjas. Se trata de la visualización de la antífona: “Pacem meam do vobis, alleluia; pacem relinquo vobis, alleluia”. Estas palabras hacen pasar a Gertrudis del sentido anagógico de la fiesta, al moral, por el cual comprende la eficacia del don de la paz divina, contra todo desasosiego que podría turbar el corazón.

Podemos preguntarnos: ¿reflejan estos relatos verdaderas experiencias místicas? Esta pregunta es válida para nosotros, pero no se ajusta a la perspectiva desde la cuál se situaba Gertrudis al comunicarnos sus experiencias.

El sermón 4 de San Bernardo para la Ascensión expresa bien la actitud con la que el monje medieval se acercaba a la Sagrada Escritura y a la Liturgia: “Así como en otros misterios Cristo nace para nosotros y se nos da, la ascensión acontece por nosotros y actúa en nosotros... No lo dudes: todo cuanto habló, hizo y sufrió, fue totalmente voluntario, todo estaba lleno de misterios, lleno de salvación. En consecuencia, cuando lleguemos a conocer y explicar algo de lo que pertenece a Cristo, no creamos que es invención nuestra, sino una realidad que siempre tiene causa, aunque nosotros la ignoremos... Pero ¡qué estrecho es nuestro conocimiento! Solo conocemos en parte, y en parte muy corta. Apenas nos llega un tenue parpadeo del inmenso resplandor que despide la antorcha colocada sobre el candelero. Por eso, lo poco que percibimos cada uno, debemos comunicarlo con fidelidad a los demás” (Asc. 4,2)

Gertrudis se acerca al misterio celebrado con ardiente deseo de comprender y revivir en sí misma algo de su insondable profundidad. Por eso, lo que ella desea compartirnos con sus Revelaciones, es una penetración objetiva en el contenido del misterio, por la fe y la acción de la gracia. Se trata de una experiencia del misterio de Cristo bebida en las fuentes de la Palabra de Dios y de la liturgia, vivida en la profundidad que el Espíritu de Dios es capaz de suscitar en el ánimo de los cristianos. Ella nos muestra también en acto, el aspecto pedagógico de la liturgia, como mistagogía acogida y asimilada: la acción de Dios en sus misterios es recibida por Gertrudis en una actitud de docilidad interna, por la cuál se deja penetrar y plasmar por los misterios celebrados: acoge la multiforme gracia de Cristo, como don del Padre, bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo.

Hna. Ana Laura Forastieri, ocso

Monasterio de la Madre de Cristo



[1] Cfr. Responsorio propio del día: R: Eduxit autem eos foras in Bethaniam et elevatis manibus suis benedixit eis, alleluia. V. Et factum est, dum benediceret illis, recessit ab eis et fervartur in caelum, alleluia (cf. Lc 24,50). Las piezas litúrgicas gregorianas están tomadas del Breviarium Cisterciense Reformatum, vigente en la OCSO hasta 1967.

[2] Sal 44 [45],3. La cita evoca un responsorio propio del día: R.: Omnis pulchritudo Domini exaltata es super sidera: species ejus in nubidis coeli * Et nomen eius in aeternum permanet, alleluia V. A summo coelo egresio eius et occursus eius usque ad summum eius * Et...

[3] Antífona propia del Magnificat: Oh Rex gloirae Domine virtutum qui triunphator hodie super omnes caelos ascendisti, ne derelinquas nos orphanos: sed mitte promissum Patris in nos, Spiritum veritatis, alleluia (cf. Sal 23 [24],10).

[4] Cita Evangelio propio del día: Mt 28,20: Ecce Ego vobiscum sum usque ad consummationem saeculi.

[5] Antífona propia del día: Non vos relinquam orphanos, alleluia: vado et venio ad vos, alleluia; et gaudebit cor vestrum, alleluia (cf. Jn 14,18).

[6] Antífona propia del día: Elevatis manibus suis benedixit eis, et dum benediceret illis, recessit ab eis et ferebatur in caelum, alleluia.

[7] Antífona propia del día: Pacem meam do vobis, alleluia; pacem relinquo vobis, alleluia (cf. Jn 14,27).

[8] Ecclesiastica Officia: Recopilación de usos cistercienses del Siglo XII. Cfr. Les Ecclesiastica Officia Cisterciense du XIIeme Siècle. Texte latin selon les manuscrits édités de Trente 1711, Ljubljana 31 et Dijon 114 version française, annexe liturgique, notes, index et tables. Les Editions: La documentation Cistercienne, vol. 22, Abbaye d’OElenberg, Reiningue, France 1989.

[9] Esta antífona figura en el antifonario gregoriano en el III nocturno.

[10] En Lucas, la nueva entrada de Cristo en el templo celestial, esta vez triunfante, remata el Evangelio, abierto con aquella primera entrada en el templo de Jerusalén, donde fue reconocido como el Mesías prometido, por los ancianos Simeón y Ana.