«Con un sólo talento puedes también ser glorioso. Porque no serás más pobre que la viuda de las dos moneditas, ni más rudo que Pedro y Juan, que eran ignorantes y no conocían las letras. Y, sin embargo, por haber dado muestras de su fervor y por haberlo hecho todo en interés común, alcanzaron el cielo.
Porque nada es tan grato a Dios como que vivamos en interés de todos. Si Él nos dio palabra, y manos, y pies, y fuerza corporal, y razón, y prudencia, es porque quiere que de todo nos valgamos para nuestra propia salvación y para el aprovechamiento de nuestro prójimo. Así, la palabra no sólo nos sirve para entonarle a Él himnos y acciones de gracias, sino también para enseñar y exhortar a nuestros hermanos. Y si para esto la empleamos, imitamos al Señor; si para lo contrario, al diablo»[1].
[1] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo 78,3 (trad. en: Obras de San Juan Crisóstomo. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Madrid, La Editorial Católica, 1955, vol. II, p. 559 [BAC 146]). Juan Crisóstomo -nació hacia 344-354-, afamado rétor y fino exegeta, primero asceta y monje; luego, diácono y presbítero en Antioquía; después obispo de Constantinopla (año 398). Aquí su seriedad de reformador y también su falta de tacto le llevaron a serios conflictos con obispos y con la corte imperial. Depuesto y desterrado, sus tribulaciones y muerte (14.09.407) en el exilio fueron una dolorosa prueba martirial para él y para el sector de la comunidad eclesial que se le mantuvo fiel. Su afamada elocuencia le valió el título de “Crisóstomo”, es decir: “Boca de Oro”, que le fue dado en el siglo VI.