«¡Amadísimos hijos de la Iglesia de Dios! ¡Hermanos todos de la comunidad humana!
En este momento reunimos lo que aún nos queda de energía humana y también cuanto colmadamente existe en nosotros de certeza sobrehumana para transmitirles el eco bienaventurado del anuncia que atraviesa y renueva la historia del mundo: ¡Cristo ha resucitado! ¡Sí, nuestro Señor Jesucristo ha resucitado de la muerte y ha inaugurado una nueva vida: para Sí mismo y para la humanidad!
Cristo ha salido al encuentro de los hombres, aterrados ante el gran prodigio de su nueva existencia, con el saludo más sencillo y más maravilloso, el saludo de su paz: “Paz a ustedes”, dijo Él mismo apareciendo de nuevo entre sus discípulos.
Nosotros, herederos auténticos de aquella fortuna, lo saludamos maravillados de la inaudita novedad, con la conciencia exultante por la sorprendente realidad y con el gozo de que una nueva presencia del divino Maestro nos obligue a sentir su victoria sobre nuestra tímida incredulidad y a repetir con idéntico ímpetu las palabras del discípulo Tomás: “Señor mío y Dios mío”.
De esta manera, Señor, mientras celebramos la verdad y la gloria de tu resurrección, la luz nos inunda y nos invade.
Sí, nosotros somos conscientes y gozamos de una seguridad nueva, que nos pone en comunión espiritual y viva contigo.
Sí, nosotros creemos. Nosotros podemos ofrecerte el don que nos proviene de Ti, Cristo resucitado, el don de nuestra fe, de nuestra humilde pero ya gloriosa fe, de la que vivimos y por la que vivimos, según lo que nos ha sido enseñado, y que, en cierta medida, experimentamos en nuestro espíritu: “El justo vive de la fe”.
Este debe ser, hijos y hermanos, nuestro fruto pascual: el fruto de la fe.
Debemos ser fuertes en la fe.
Debemos adherirnos con total confianza a la Palabra de Dios, que nos llega por el camino de la Revelación.
La palabra de Dios debe ser el quicio de nuestra existencia humana, un quicio lógico y operativo.
Nosotros, que tenemos la suerte de profesarnos creyentes, debemos superar esos estados de pensamiento que nacen de opiniones discutibles, de ideologías construidas por la mentalidad humana o por intereses prácticos particulares, para reconocer a la fe los derechos de la Palabra de Dios, aunque de momento nuestro conocimiento de ella esté como reflejado en un espejo enigmático; vendrá la revelación cara a cara, pero, mientras tanto debemos ser fieles, con valiente coherencia, a la norma de pensamiento y de acción que nos trae la religión de Cristo, a través del Magisterio auténtico de la Iglesia, Madre y Maestra.
No tengamos miedo. La sabiduría sobrenatural no disminuye la libertad y el desarrollo que nos llega de la ciencia y de la experiencia de nuestro estudio natural, sino que más bien lo sostiene y lo integra en el descubrimiento del mudo lenguaje de la creación. Y recapitula en un superlativo diálogo de inteligencia y de amor la nueva Palabra que el Padre, mediante en Hijo, en el Espíritu Santo, se digna dirigir a nuestra humilde vida para asociarla a su plenitud» (Pablo VI, “Mensaje pascual del año 1978”, ns. 1-3).