«El Hijo de Dios asumió al hombre, y en el hombre padeció todo lo humano. Esta medicina de los hombres es tan grande, que no podemos ni imaginarla. Porque ¿qué soberbia puede sanarse, si con la humildad del Hijo de Dios no se sana? ¿Qué avaricia podrá curarse si con la pobreza del Hijo de Dios no se cura? ¿Qué enojo puede curarse, si con la paciencia del Hijo de Dios no se cura? ¿Qué impiedad podrá curarse si con la caridad del Hijo de Dios no se cura? Finalmente, ¿qué debilidad podrá remediarse, si con la resurrección del cuerpo de Cristo Señor no se remedia?
Levante su esperanza el género humano, y reconozca la dignidad de su naturaleza; vea el lugar que ocupa en las obras de Dios.
No se desprecien a ustedes mismos, varones; el Hijo de Dios se hizo varón. No se desprecien a ustedes mismas, mujeres; el Hijo de Dios nació de mujer. Pero no amen lo carnal; porque en el Hijo de Dios no somos ni varones ni mujeres. No quieran amar lo temporal, porque si fuese bueno amarlo, lo hubiera amado el hombre asumido por el Hijo de Dios. No teman las afrentas, la cruz y la muerte: si dañasen al hombre, no las hubiera padecido el hombre asumido por el Hijo de Dios...
Si nos estimamos en mucho, dignémonos imitar a aquel que se llama Hijo del Altísimo; si nos estimamos en poco, osemos imitar a los publicanos y pecadores que le imitaron a Él. ¡Oh medicina que sirve para todo, que reduce todos los tumores, purifica todas las infecciones, corta todo lo superfluo, conserva todo lo necesario, repara todo lo perdido, corrige todo lo depravado!
¿Quién se enorgullecerá ya contra el Hijo de Dios? ¿Quién desesperará de sí, pues por amor nuestro quiso ser tan humilde el Hijo de Dios? ¿Quién pondrá la felicidad de la vida en lo que el Hijo de Dios enseñó que era despreciable? ¿Quién se rendirá a las adversidades, si cree que la naturaleza del hombre está bien custodiada, entre tantas persecuciones, por el Hijo de Dios? ¿Quién pensará que tiene cerrado el reino de los cielos, si sabe que los publicanos y las meretrices han imitado al Hijo de Dios? ¿De qué perversidad no se librará quien contempla, ama y cumple los dichos y hechos de aquel hombre, en que el Hijo de Dios nos presentó un modelo de vida?[1]».
[1] San Agustín de Hipona, El combate cristiano, 11,12 (trad. en: Obras de San Agustín, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1973, pp. 437-439 [BAC 121]; la presente trad. corrige y completa la allí ofrecida). Agustín nació en Tagaste, África del norte, el año 354. Luego de un largo y, por momentos, penoso itinerario de búsqueda de la verdad, en la Vigilia Pascual del año 387 recibió el bautismo. En todo este proceso su madre, Mónica, tuvo un influencia determinante. El obispo y el pueblo de Hipona lo eligieron para el ministerio sacerdotal en el 391. En 395, el obispo Valerio lo eligió para su coadjutor, y a su muerte Agustín ocupó la sede episcopal. Murió el 28 de agosto de 430.