Inicio » Content » DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

“Cristo es el cordero que permanecía mudo y que fue inmolado; éste es el que nació de María, la blanca oveja; éste es el que fue tomado de entre la grey y arrastrado al matadero, inmolado al atardecer y sepultado por la noche; éste es aquel cuyos huesos no fueron quebrados sobre el madero y que en la tumba no experimentó la corrupción; éste es el que resucitó de entre los muertos y resucitó al hombre desde las profundidades del sepulcro” (Melitón de Sardes).

“Cristo voluntariamente se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, y soportó el dominio del tirano, hasta someterse incluso a la muerte. Por su muerte destruyó al señor de la muerte, esto es, al diablo, para liberar a los esclavos de la muerte. Cristo, en efecto, después de haber atado al fuerte y habiéndolo vencido en su cruz, se dirigió a su misma casa, la casa de la muerte, el infierno, y allí saqueó su casa, es decir, liberó las almas que tenía prisioneras. Así se cumplió lo que el mismo Cristo había dicho en el evangelio, con palabras misteriosas: Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para saquear su casa, si primero no lo ata. Así pues, primero lo ató en la cruz; después entró en su casa, esto es, en el infierno, de donde subió a lo alto llevando cautivos, a saber, los que con Él resucitaron y entraron en la ciudad santa, la Jerusalén del cielo. Por eso dice justamente el Apóstol: La muerte ya no tiene dominio sobre Él” (Orígenes).

“Dios, que es inmortal, no vino a salvarse a sí mismo, sino a liberarnos a nosotros que estábamos muertos; ni padeció por sí mismo, sino por nosotros. Hasta tal punto que si asumió nuestra miseria y nuestra pobreza, fue con el fin de enriquecernos con su riqueza. Porque su pasión es nuestro gozo; su sepultura, nuestra resurrección; y su bautismo, nuestra santificación. Dice, en efecto: Por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad. Y sus sufrimientos son nuestra salvación, porque sus cicatrices nos curaron. El castigo soportado por Él es nuestra paz, ya que nuestro castigo saludable cayó sobre Él, esto es, Él fue castigado para merecernos la paz. Y cuando en la cruz exclama: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, encomienda al Padre toda la humanidad, que en Él es vivificada. Somos, de hecho, miembros suyos y, aun siendo muchos miembros, formamos un solo cuerpo, que es la Iglesia” (Atanasio de Alejandría).

“¿Quién hubiera podido matar a Dios, si Dios no se hubiera humillado? Y Cristo es Hijo de Dios, y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. Él es el Hijo de Dios, la Palabra de Dios, de la que dice Juan: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada. ¿Quién hubiera podido matar a aquel por quien se hizo todo y sin el que no se hizo nada? ¿Quién hubiese podido matarlo, si no se hubiera humillado? ¿Y cómo se humilló? Dice el mismo Juan: La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Pues la Palabra de Dios no hubiera podido sufrir la muerte. Para poder morir por nosotros, siendo como era inmortal, la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros. Así, el que era inmortal, se revistió de mortalidad para poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte. Esto fue lo que hizo el Señor, éste es el don que nos otorgó. Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que nosotros no quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados con Él en la resurrección de los muertos, los que, ya desde ahora, hemos resucitado por la fe y por la confesión de su nombre” (Agustín de Hipona).

“Miren de qué manera Cristo se ha unido a su esposa, consideren con qué alimento la nutre. Con un mismo alimento hemos nacido y nos alimentamos. De la misma manera que la mujer se siente impulsada por su misma naturaleza a alimentar con su propia sangre y con su leche a aquel a quien ha dado a luz, así también Cristo alimenta siempre con su sangre a aquellos a quienes Él mismo ha hecho renacer” (Juan Crisóstomo).

“Cristo entregó su alma en las manos del Padre, para que en ella y por ella logremos nosotros el comienzo de la luminosa esperanza, sintiendo y creyendo firmemente que, después de haber soportado la muerte de la carne, estaremos en las manos de Dios, en un estado de vida infinitamente mejor que el que teníamos mientras vivíamos en la carne” (Cirilo de Alejandría).