“El dardo de amor” [1], grabado publicado en el libro “Vida de Santa Gertrudis Virgen”, autor anónimo, Apostolado de la Prensa, Madrid, 1913.
Antonio Montanari[2]
Extracto: Los Ejercicios Espirituales que Gertrudis practica y ofrece a sus hermanas de Helfta se presentan en la forma de un pequeño tratado, compuesto en siete partes desiguales, correspondientes a los siete momentos fundamentales de la vida monástica, para ser desarrollados en el espacio de una semana. La autora invita al lector a renovar estos ritos “en la cámara secreta” del propio corazón, porque es allí donde tiene lugar la memoria y allí, donde se debe esperar su cumplimiento. El presente ensayo, dando por descontada la problemática histórica y literaria relativa a esta obra, propone una lectura a partir del tema de la “misericordia”, que intenta sacar a la luz, no solo los contenidos, sino también la cualidad literaria y poética del texto.
“Un santo celo movía a Gertrudis a traducir del latín en un estilo simple y fresco los pasajes más oscuros, para hacerlos accesibles también a los lectores menos dotados. Transcurría así sus días, de la mañana a la tarde, resumiendo los textos sagrados y aclarando los puntos oscuros, para la gloria de Dios y aprovechamiento del prójimo”[3].
Con estos pocos rasgos el Legatus divinae pietatis nos informa de la fecunda actividad literaria de Gertrudis de Helfta, tanto en latín como en alemán. A nosotros sin embargo nos llegan solo tres obras: el Legatus, los Exercitia y el Liber specialis gratiae, que en realidad contiene las revelaciones de Matilde de Hackeborn, pero cuya redacción la tradición atribuye a Gertrudis, a otra hermana que permanece anónima.
Los escritos de la santa tuvieron pronto una suerte muy curiosa. Ignorados por largo tiempo después de su muerte, fueron difundidos solo a partir de 1536, gracias a los esfuerzos del monje cartujo Johannes Lansperg, que los dio por primera vez a la imprenta[4]. Pero fue sobre todo en el siglo XIX que gozaron de amplia popularidad, gracias a Louis Paquelin y a los monjes de Solesmes, que en 1875 realizaron una nueva edición. Finalmente en el siglo XX, el Movimiento Litúrgico, adoptando a la monja de Helfta como modelo para sus seguidores, a causa de su espiritualidad fuertemente plasmada por la liturgia, favoreció una nueva difusión de sus textos. Estas oleadas cíclicas de redescubrimiento han tenido ciertamente el mérito de difundir los textos de Gertrudis, si bien a veces los contextos han constituido una especie de velo que ha filtrado la comprensión, rediseñando el rostro de la santa en base a los intereses del momento.
Al introducir ahora los Exercitia spiritualia, intento ofrecer algunas claves interpretativas que permitan evitar lecturas demasiado ingenuas o excesivamente críticas de esta obra, y por lo tanto, infieles a su contenido. Por eso me parece útil hacer preceder mi exposición por algunas premisas indispensables.
La mística femenina del siglo XII
La primera premisa se refiere a la mística femenina del siglo XIII. A este respecto no se puede menos que hacer notar que esta tuvo pronto una suerte análoga a la de los otros autores monásticos del siglo XII, que hasta mediados del siglo XX eran habitualmente catalogados en la categoría de la “espiritualidad” o la “devoción” y no de la teología[5]. Basta pensar que hasta la audaz toma de posición de Étienne Gilson, que en 1934 rescató a Bernardo de Clairvaux, éste mismo era considerado un simple “autor devoto”[6].
No es de sorprenderse, por tanto, que esta mentalidad haya podido eclipsar también los escritos comúnmente definidos como “mística femenina” del siglo XIII, donde la palabra “mística” está habitualmente connotada de una acepción negativa y despectiva. Esta literatura, de hecho, se definía sobre todo en cuanto escritura de mujeres, y por lo tanto no a la altura de la teología, que como entonces se consideraba, podía ser únicamente producida por varones. Mística, además, en cuanto ligada a toda una serie de fenómenos extraordinarios que la hacían esquiva y difícil, no solo de precisar, sino también de controlar, y por lo tanto insegura e incapaz de ofrecer certezas racionales compartidas. A todo esto se agrega finalmente el hecho de que las místicas del siglo XIII eran frecuentemente poetisas y visionarias, por lo que se consideraba que las revelaciones divinas de las que eran destinatarias terminaban mezclándose inevitablemente con su propia imaginación.
Otro rasgo que caracteriza esta escritura femenina es que era frecuentemente una “literatura colectiva”, en cuanto nacía de una obra de colaboración dentro de una comunidad. En la composición de estas obras sucedía de hecho que, junto a la monja mística, había alguna hermana o hija espiritual que desarrollaba el rol de secretaria, redactora o coautora, tal como sucede entre Gertrudis de Helfta y la redactora anónima del Legatus divinae pietatis, o entre Matilde de Hackeborn y la redactora del Liber specialis gratiae. Este hecho inusual, no deja de ser interesante, en cuanto permite sacar a la luz la auctoritas última de estas obras, de hecho compuestas como si Dios mismo reivindicase el rol de única fuente del texto. Esta pretensión resulta evidente no solo por los títulos, que frecuentemente incluyen el término Revelationes, sino también por los prólogos, a los que se confiaba la función revelar al lector, que aquel que habla en aquellas páginas es una persona divina, a través de este instrumento que manifiesta sus secretos.
Una mística en lengua materna
Una precisión final es necesaria cuando se habla de mística. Es sabido que los Padres griegos han utilizado desde el siglo II el adjetivo mystikos en referencia no a la propia experiencia, sino al texto bíblico, en cuanto este esconde, bajo el velo de la letra, el “misterio”, es decir la “presencia” misma del Verbo. En cambio el sustantivo mística irrumpe en la historia solo a partir de los siglos XVI-XVII, para definir una experiencia espiritual subjetiva y extraordinaria, que se expresa con inspiraciones y visiones, metáforas inusitadas e incluso artificiosas[7].
En esta exposición, por tanto, me serviré del vocablo “mística” con esta última acepción, que es tardía con respecto a los escritores de los cuales nos ocupamos, pero en el sentido más genérico de “experiencia de Dios”. Además, al referirnos a las figuras monásticas femeninas de los siglos XII y XIII, no podemos ignorar que, si bien las condiciones de vida de los diversos monasterios son muy parecidas, la experiencia de vida revela en cambio, personalidades claramente distintas. Baste pensar, por ejemplo en Hildegarda de Bingen (1098-1179), con la cual efectivamente se inicia la historia de la mítica femenina transmitida literariamente, célebre por su rica obra teológica y su actividad profética; o en Isabel de Schönau (1129-1164/1165), hoy quizás menos conocida, pero que por sus “visiones por encargo” (en particular para responder a los intereses teológicos de su hermano el abad Egberto) ha gozado de gran consideración en el Medioevo, como lo atestigua la amplia difusión de los manuscritos de sus obras[8].
Frente a este variado mundo monástico y al monasterio de Helfta en particular, es interesante notar sobre todo, que estas mujeres han logrado un nivel de conocimiento de la Biblia muy elevado y que frecuentaban habitualmente los Padres de la Iglesia y los escritos de teólogos coetáneos. Además no se puede ignorar que en su relación con Dios se insinúa habitualmente una intimidad particular y una confianza incondicional. A este respecto la filósofa veronesa Luisa Muraro ha precisado que en los textos de estas mujeres el acto esencial que tiene lugar es el de hablar con Jesús, y esto lo hacen expresándose “en una lengua materna”, o sea en una lengua viva, natural, espontánea[9]. Su lenguaje, en efecto, si bien moviéndose con libertad respecto al orden lógico, nos pone frente al milagro de una lengua materna que, situándose a mitad de camino entre la experiencia y el lenguaje, nombra y dice las cosas aún antes que se entrampen en las categorías lógicas. Esta precisión es fundamental, porque nos permite por un lado evitar el equívoco difuso que restringe el discurso místico al ámbito de los fenómenos extraordinarios, y por otro, recuperar “lo ordinario de la mística” como elemento constitutivo de la misma vida de fe. Efectivamente, en un contexto cultural como este del cual nos ocupamos, la mística puede ser percibida como el aterrizaje de la fe en su forma plena de relación afectiva con Dios.
Un testimonio a través de textos
Una última precisión, necesaria para acercarnos correctamente a nuestros textos, se refiere al hecho de que el historiador y el teólogo no tienen acceso directo a la experiencia de la que hablamos. Lo que en cambio se nos permite, es acercarnos al testimonio que las monjas del siglo XIII -y en nuestro caso Gertrudis de Helfta- nos han trasmitido a través de la mediación de sus escritos. Por tanto, los que continúan hablando son “los textos”, los cuales exigen ser analizados, comprendidos y explicados gracias a una suerte de diálogo que tenga en cuenta su género literario, los destinatarios y, no menos, el lenguaje. La importancia del lenguaje se intuye fácilmente en este contexto, si se piensa que la experiencia mística no es descriptible por vía verbal y conceptual, sino que solo puede ser comunicada e intuida gracia a estrategias comunicativas en las cuales el lenguaje, asumiendo connotaciones altamente evocativas, se propone la finalidad de conmover al lector y llevarlo a apropiarse de esa misma experiencia.
En las páginas que siguen, dando por descontada la problemática histórica y literaria relativa a los Ejercicios Espirituales, me limitaré a ofrecer una clave de lectura que, a partir del tema de la “misericordia”, nos permita entrar en una de las obras monásticas más significativas del siglo XIII[10].
1. Los Ejercicios Espirituales
Las antiguas noticias referentes a Gertrudis nos informan que fue afligida frecuentemente de enfermedades, las cuales se intensificaron en los últimos años de su vida, a punto tal de privarla de la posibilidad de participar en las celebraciones litúrgicas comunitarias[11]. Este hecho podría justificar la redacción de una obra como los Ejercicios Espirituales, destinada a evocar en la memoria del corazón los textos litúrgicos conocidos y amados, y también quizás a hacer revivir -en la soledad a la cual la constreñía la enfermedad- la belleza de aquellas celebraciones a las que Gertrudis no podía asistir. El instrumento de los ejercicios le permitía de hecho reavivar, no solo el recuerdo de los ritos sacramentales, sino también el sentido profundo de la vida de fe, alimentando en las fuentes de la liturgia, la espiritualidad individual[12].
Se sabe que el término exercitium estaba difundido en el lenguaje cristiano desde finales de la edad antigua, para designar la práctica de la vida espiritual; después entró en el vocabulario monástico, gracias a la traducción latina de la Historia Monachorum (Historia de los monjes) y a la mediación de las Vitae Patrum (Vidas de los Padres), dos textos en los cuales se habla de exercitia spiritualia (ejercicios espirituales) y de pietatis exercitia (ejercicios de piedad). Los estudiosos, sin embargo, han sacado a la luz que ha sido sobre todo a partir del siglo XII que el plural exercitia, acompañado del adjetivo spiritualia, ha llegado a indicar las actividades de la oración, distintas de las concernientes al trabajo manual, definidas en cambio como corporalis exercitatio (ejercicitación corporal)[13]. En la obra de Gertrudis el sintagma Exercitia spiritualia viene a indicar una serie de meditaciones, invocaciones y oraciones inspiradas en la liturgia, organizadas en torno a un tema y vinculadas entre sí mediante indicaciones prácticas que sugieren la actitud a asumir. De este modo desarrollan un itinerario espiritual que progresa a través de siete etapas. Los Ejercicios que Gertrudis practica y ofrece a sus hermanas de Helfta se presentan, en efecto, en la forma de un pequeño tratado compuesto en siete partes desiguales, correspondientes a los siete momentos fundamentales de la vida monástica, para ser desarrollados en el espacio de una semana[14]. La autora invita al lector a renovar estos ritos “en la cámara secreta” del propio corazón, porque es allí donde tiene lugar la memoria, y allí donde se debe esperar su cumplimiento.
[1] El grabado se refiere al siguiente texto del Legatus Divinae Pietatis: «Un día predicaba un hermano en la capilla y dijo entre otras cosas: “El amor es como dardo de oro que todo lo que el hombre traspasa con él lo reclama de alguna manera como propiedad suya; por eso es necio quien entrega su amor a cosas terrenas y descuida las celestiales”. Enardecida por estas palabras dijo ella al Señor: “Oh, ojalá tuviera yo este dardo, desearía atravesarte sin dilación con él, único amor de mi alma, para retenerte siempre conmigo”. Apenas dicho esto, vio al Señor frente a ella que tenía un dardo en la mano y le respondía: “Tú te propones herirme si tuvieras un dardo de oro; pues yo que lo tengo, quiero traspasarte de tal manera que nunca jamás recuperes la salud anterior”. Este dardo parecía tener tres puntas encorvadas: delante, en medio y hacia el final, para significar la triple violencia del amor que se clava y hiere el alma. Cuando la primera punta traspasa el alma la hiere de tal manera que, como al que agoniza, todo lo transitorio le resulta casi por completo sin gusto alguno, hasta el punto que en adelante ya no puede deleitarse ni consolarse con ninguna de estas cosas. Al traspasar el alma la segunda punta la deja con tal ardor de fiebre, que por la acerbidad del dolor exigen con la máxima impaciencia la medicina conveniente. Así ésta se abrasa en un desmesurado deseo de unirse a Dios, porque le parece totalmente imposible poder respirar de alguna manera fuera de él. Cuando atraviesa el alma la tercera punta, la lleva a realidades tan inestimables, que la única comparación posible es la que parece arrancar al alma del cuerpo para beber a sorbos el gozoso néctar de los torrentes de la divinidad» (Legatus V,25,1-2)
[2] Antonio Montanari es docente de Historia de la Espiritualidad e Historia de la Hermenéutica Bíblica en la Facultad Teológica de la Italia Septentrional (Milán) y de Historia de la Espiritualidad Antigua en el Centro de Estudios de Espiritualidad de la misma Facultad, del cual es también el Director. Es autor de estudios sobre temas de espiritualidad y de exégesis patrística y medieval.
[3] Gertrudis de Helfta, Legatus divinae pietatis I,7.
[4] No se ha conservado ningún original de las obras de Gertrudis, de las cuales por el momento son conocidas solo cinco copias manuscritas que remiten al siglo XV. La primera edición de imprenta en alemán es de 1505, pero tuvo una difusión muy limitada (P. V. Weida, Ein botte der götlichen miltekeit, Leipzig 1505). En 1536 salía a la luz en Colonia la edición latina de las Insinuationum Divinae Pietatis Libri Quinque. La difusión del culto de santa Gertrudis en la Edad Moderna, parece estar asociada a la publicación de estos escritos, en el contexto de un movimiento de reacción contra la Reforma luterana. Cf. J. A. Moreira de Freitas Carvalho, Gertrudes de Helfta e Espanha. Contribuição para estudo da história da espiritualidade peninsular nos séculos XVI e XVII, Instituto Nacional de Investigação Científica, Centro de Literatura da Universidade do Porto, Porto, 1981, 38-40.
[5] Esta dificultad se comprende fácilmente si se piensa en la Quaestio de apertura de la Summa de santo Tomás, en la que se plantea la cuestión de la teología es una ciencia (utrum theologia sit scientia, cf. q. 1, a. 2). Se sabe que concierne precisamente al Aquinate el mérito de haber sostenido por primera vez el estatuto “científico” de la teología; pero precisamente en nombre del criterio escolástico de cientificidad, todavía en un pasado no del todo remoto, se excluían de la teología todas las obras producidas en los monasterios antes del inicio de las instituciones universitarias.
[6] E. Gilson, La théologie mystique de saint Bernard, Etudes de philosophie médiévale, J. Vrin, Paris, 1934.
[7] Cf. M. de Certau, Fabula mistica, Jaca Book, Milano, 2008.
[8] Nos han llegado 150 códices que contienen las obras de Isabel, quien a diferencia de Hildegarda, nos es conocida en gran medida por la redacción de su hermano Egberto. Sobre estas dos figuras se puede ver el estudio de M. Burger, «Teologia, visione e profezia. Ildegarda di Bingen e altre donne teologhe», in I. Biffi - C. Marabelli (eds.), Figure del pensiero Medievale, vol. 3: Il mondo delle scuole monastiche: XII Secolo, Città Nuova-Jaca Book, Milano 2010, 311-347.
[9] L. Muraro, Il Dio delle donne, Mondadori, Milano, 2003.
[10] Para una presentación más exhaustiva, remito al ensayo introductorio que he compuesto para la edición italiana de los Ejercicios y que aquí retomo de modo sucinto: A. Montanari, «Introduzione», en Gertrudis de Helfta, Esercizi spirituali, Glossa, Milano 2006, 23-42.
[11] Cf. P. Doyère, «Introduction», in Gertrude d’Helfta, OEuvres spirituelles, t. II, Le Héraut, SCh 139, Cerf, Paris, 1968, 15.
[12] Cf. J. Leclercq, «Dévotion privée, piété populaire et liturgie au Moyen Age», en Centre de Pastorale Liturgique, Études de pastorale liturgique (Lex Orandi 1), Cerf, Paris 1944, 149-173; C. Vagaggini, Il senso teologico della liturgia. Saggio di liturgia teologica generale, Paoline, Roma, 1965, 743-744; F. Vandenbroucke, «Liturgie et piété personnelle», La Maison Dieu 69 (1962) 58-59.
[13] Para la historia y la evolución del término se puede ver: P. Hadot, Esercizi spirituali e filosofia antica, Einaudi, Torino 1988; M. Foucault, L’ermeneutica del soggetto, Feltrinelli, Milano 2004, 257-259; J. Leclercq, «Exercices spirituels», en Dictionnaire de Spiritualité, t. 4, Beauchesne, Paris 1961, 1902-1908. Además, los dos artículos más recientes de J. E. Vercruysse - M. Seitz, «Exerzitien», en Theologische Realenzyklopädie, vol. 10, Berlin-New York, 1982, 698-707 y de I. Iparraguirre, «Esercizi spirituali», in Dizionario Enciclopedico di Spiritualità, t. 2, Città Nuova, Roma 1990, 911-918, se concentran sobre los Ejercicios de Ignacio de Loyola y remiten, para la retrospectiva histórica, al artículo del Dictionnaire de spiritualité.
[14] Cf. B. McGinn, The presence of God: History of western Christian Mysticism, vol. 3: The Flowering of Mysticism: Men and Women in the New Mysticism (1200-1350), Crossroad, New York, 1998, 273.