Santa Gertrudis, anónimo, óleo sobre tela, siglo XVII, Museo de Arte Sacro, San Salvador, Brasil.
Ana Laura Forastieri, ocso
2. El bien deseado, objeto de la esperanza
Esto que hemos esbozado en un esfuerzo evocativo[1] de la fenomenología de nuestra propia experiencia humana, santa Gertrudis lo capta en un solo golpe de intuición, habiendo experimentado ser arrebatada por la belleza del sumo bien que es Dios. Desde ese momento, solo a Él tiende todo su deseo.
Que no quede frustrada mi esperanza, sino concédeme encontrar en ti el descanso de mi alma. No he encontrado nada más deseable, nada más amable, nada más anhelado que ser estrujada, oh amor, por tus abrazos, descansar bajo las alas de mi Jesús y morar en los tabernáculos del amor divino (Ejercicio V).
Para la cosmovisión cristiana medieval el ser humano está abierto a la trascendencia y aspira a una consumación escatológica, es decir más allá de esta realidad terrena que termina con la muerte corporal.
El bien infinito al que aspira Gertrudis, el amor divino, es de naturaleza personal, es una persona divina, Jesús, que se comunica con ella de espíritu a espíritu y a quien ella llama con el vocativo absoluto: oh amor. Solo Él es capaz de saciar la sed infinita de su corazón. La unión con este amor divino y personal es encuentro de comunión, donación libre y recíproca de sí mismo; es comunión espiritual. Por eso, si bien el deseo de la amante renace después del encuentro, no causa fastidio, porque el bien conveniente al ser humano es de naturaleza espiritual.
El anhelo del supremo bien de la comunión con Dios relativiza y ordena todos los demás objetos parciales del deseo. Es la luz cenital, el punto de fuga desde el cual se comprende y cobra sentido toda la tensión de la existencia humana. Esta reordenación del deseo se verifica en Gertrudis por medio de expresiones como la siguiente:
Y ahora, ¿qué hay en el cielo para mí sino tú? Y de todos tus bienes ¿qué puedo querer o desear sino a ti? Tú eres mi esperanza, oh mi Señor; eres mi gloria, eres mi alegría, eres mi bienaventuranza. Eres la sed de mi espíritu. Eres la vida de mi alma. Eres la alegría de mi corazón. ¿Adónde podría, más allá de ti, llevarme mi admiración, oh mi Dios? Tú eres el comienzo y la consumación de todo bien; y cuantos se alegran juntos, encuentran en ti su morada. Tú eres la alabanza de mi corazón y de mi boca. Estás totalmente resplandeciente de belleza en el encanto primaveral de tu amor en fiesta (Ejercicio VI).
Todo otro bien se considera reflejo y participación del bien supremo y puede ser deseado solo en la medida en que acerque al sumo bien. Pero un bien infinito solo puede ser poseído plenamente por un sujeto eximido de las limitaciones de la existencia terrena. La comunión con Dios no puede ser sino eterna por naturaleza y esto proyecta al ser humano a una vida más allá de la muerte. El deseo humano conduce a afirmar, por estricta consecuencia, esta existencia ilimitada, porque no podría caber un deseo de infinito en un ser que no estuviera en potencia de existir en forma imperecedera. Por lo tanto, solo después de la muerte corporal podrá tener lugar la eterna unión con Dios a la que aspira Gertrudis. La fe cristiana postula esta vida eterna y proyecta la esperanza hacia un futuro escatológico donde la unión con el bien absoluto, Dios, será plena y permanente. Así lo expresa Gertrudis:
Que te ensalcen los deseos de mi corazón y mis anhelos, que te cante la múltiple prodigalidad de tus gracias. Que te ensalcen los suspiros y gemidos de mi exilio y que te bendiga la esperanza que eres tú, oh Dios mío, mi paciencia y mi larga espera. Que te ensalce la esperanza y la confianza que pongo en ti: un día me sacarás del polvo para reunirme contigo, oh vida infinitamente feliz, oh Dios mío (Ejercicio VI).
Pero conviene analizar, siguiendo a Gertrudis, de qué modo puede ser posible al ser humano limitado, la experiencia de unión con el ser infinito también dentro del horizonte de la existencia terrenal, por la cual se obtenga al menos un pregusto o anticipo de la esperanza escatológica.
3. Experiencia
La experiencia humana muestra que, cuando más autorreferencial se vuelve la persona en su afán de satisfacer su deseo, menos consigue la saciedad. Cuando el deseo fontal se atomiza en múltiples apetencias y entra en una espiral de autosatisfacción o consumo, se pervierte: disgrega al ser humano, lo cansa y lo despersonaliza, pudiendo llegar a destruirlo, como en el caso de las adicciones. En cambio, cuando el deseo logra enfocarse en otro ser humano, proyectarse al servicio del deseo del otro, rompe el círculo de la pulsión y se abre al gozo[2]. La orientación mi deseo hacia el otro, motiva mi gratuita donación a él; y la satisfacción del deseo de otro ser humano, redunda para mí en gozo; gozo que se mantiene mientras dure el deseo de la otra persona.
Pero, dado que en la vida terrenal no existe lo ilimitado, aún el gozo de la relación interpersonal no está exento de dolor y frustración. El deseo humano, en definitiva, solo se sacia de deseo; y aceptar la realidad de la insaciabilidad y la omnipresencia del deseo es la condición para poder captar y acoger las situaciones que procuran un pregusto o satisfacción parcial del deseo. Acogerlas gratuitamente sin pretender retenerlas es la condición para que resulten satisfactorias, aunque parciales. Recibirlas como don del otro, en una relación libre e inaferrable es lo que eleva al ser humano del plano pulsional e instintivo, al plano erótico -es decir, relacional- y ético.
Ahora bien, si el paso de la auto-referencialidad al eros interpersonal es lo que redime al deseo de humano de tender a la aniquilación del sujeto, este principio solo llega a cumplirse plenamente cuando el deseo se enfoca en el Otro absoluto que es Dios. Gertrudis al centrar su deseo en Dios, lo ha proyectado al infinito y ha encontrado una fuente de gozo inagotable, que le permite tener experiencias puntuales y pasajeras de encuentro con Él.
Te poseo por el amor, oh Jesús amante, y no le soltaré jamás, porque tu bendición no me basta de ninguna manera, si no es teniéndote personalmente, si no te poseo como la mejor parte, tú que eres toda mi esperanza y espera (Ejercicio VI).
Estos encuentros le reportan un gozo infinito contenido en un instante temporal. Por un breve intervalo de tiempo Gertrudis supera los límites de la condición humana y su mente se desborda en Dios. Este gozo será plenamente cumplido cuando la unión con Dios supere en forma definitiva el límite temporal de esta vida.
La experiencia de unión con el infinito amor divino es lo que máximamente corresponde al deseo humano. Aún si esta experiencia es por naturaleza parcial y pasajera en la condición terrena, dado lo absoluto de su objeto, es intuición de la plenitud total y por lo tanto implica un pregusto y un anticipo de una experiencia de trascendencia y superación de los límites humanos, que está inscripta en el mismo deseo.
La unión temporal con Dios, bien absoluto, es un don gratuito que no puede procurarse artificialmente, pero ordinariamente se recibe a lo largo de un camino espiritual de búsqueda, purificación y reorientación del deseo, porque corresponde a lo más inalienable del ser humano, está inscripto en su naturaleza de forma indeleble. El hecho de que esta plenitud pueda ser concebida, barruntada, prefigurada, significa que algún día será plena realidad. La certeza en la obtención del bien infinito corresponde a la esperanza, la cual mira al bien futuro y absoluto, como posible de obtener.
Continuará
[1] Ponencia dada en las XI Jornadas Nacionales de Filosofía Medieval organizadas por el Centro de Estudios Eugenio Pucciarelli de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, bajo el tema: “Motivos de Esperanza en el Pensamiento Medieval”, Buenos Aires, 19 al 22 de abril de 2016. La autora es monja en el Monasterio Trapense de la Madre de Cristo, Hinojo, Argentina y colabora en la difusión de la postulación de santa Gertrudis al doctorado de la Iglesia, en América Latina.
[2] Allí se sitúa la distinción de Lacan entre placer y goce. El placer es pulsional, auto-referencial: el movimiento se genera en el órgano sexual y se resuelve en él mismo, provocando reposo. El placer se produce en el propio cuerpo y tiende a su consumación, porque la excitación busca el reposo. La meta de la pulsión es solamente el regreso al mismo sujeto en forma de circuito. El goce en cambio, se produce fuera del propio cuerpo, se produce en la relación: el sujeto goza al generar el deseo de otro sujeto. El goce se mantiene mientras se mantiene activo el deseo del otro. El goce se produce en situación de tensión, no de reposo, porque si el deseo de la otra persona pasa de la tensión al reposo, al extinguirse el deseo del otro se acaba el goce del sujeto que lo provoca (cfr. J. Lacan, Seminario III, clase del 21 de marzo de 1956).