Inicio » Content » “FULGIDA SEMPERQUE TRANQUILA TRINITAS”, INTUICIONES MÍSTICO-TEOLÓGICAS SOBRE LA TRINIDAD EN SANTA GERTRUDIS (XI)

Santa Gertrudis, retablo de San José, Parroquia Sta. María de Guadalpue o La Concordia, Orizaba, Veracruz, México.

Francisco Asti[1]

7. El simbolismo trinitario

En las experiencias de Gertrudis[2], las relaciones trinitarias se expresan, no solamente a través de intuiciones cognitivas, sino sobre todo con expresiones referidas al ámbito afectivo humano[3]. Es precisamente gracias al amor, contemplado bajo todos los detalles humanos, que Gertrudis puede describir la Santísima Trinidad y puede comunicar a sus lectores las sensaciones que experimenta cuando está en su presencia. Entrando en contacto con Dios, su consciencia reacciona conmoviendo todas sus capacidades humanas, desde las sensitivas hasta las del alma. Este proceso de orientación hacia el único objeto místico se realiza con la producción de símbolos capaces de transmitir emociones y contenidos que se refieren a su encuentro originario y original con Dios. La esfera simbólica del conocimiento se suscita, precisamente, ante la presencia de lo divino. Gertrudis echa mano del afecto que brota de la relación entre padres e hijos, entre el esposo y la esposa, entre amigos. Dios es amigo fidelísimo de su creatura[4].

En la relación padre-hijo, Gertrudis utiliza la expresión “semejanza” para transmitir a nivel humano, en forma analógica, el amor paterno de Dios[5]. El ejemplo del padre de familia ilumina en cierto sentido el amor divino, porque, como el padre cuida de los hijos más débiles, esperando que lleguen a la madurez, así Dios instruye e incita a cada creyente a crecer en la fe, para llegar a la plenitud de la vida espiritual, sin jamás señalarle sus defectos. La comparación se vuelve un instrumento conceptual que permite a Gertrudis pasar del ámbito puramente humano al divino, considerando siempre la distancia que hay entre el sujeto divino y la creatura. De este modo la comparación puede traducirse en términos afectivos el infinito amor que Dios infunde en su creatura, para que pueda superar sus propias miserias. El símbolo del padre de familia resiente evidentemente la cultura de la época, pero no solo evoca la esfera personal de Gertrudis, sino que es fuertemente significativo para sus lectores. La paternidad de Dios está en cierto modo presente en la humana, pero sin identificarse con esta a tal punto de perder todas las características trinitarias.

El segundo libro de las Revelaciones presenta en gran parte una simbología esponsal[6]. Esto se debe especialmente a la lectura del Cantar de los Cantares [en los claustros medievales] y a la sensibilidad propia de las monjas de Helfta. Algunos ejemplos de esta mística esponsal evocan la dinámica afectiva de las relaciones entre esposo y la esposa. El esposo es Dios en su unidad, o Jesucristo, quien, a través de su humanidad, une el alma a la Santísima Trinidad. El alma de Gertrudis desea poder ser estrechada entre los brazos de Dios y poder recibir el beso eficacísimo, para poder vivir allí donde el espacio no es circunscrito ni divisible[7]. El beso y el abrazo son propios del esposo divino, que la conduce a la cámara nupcial, para que puedan vivir eternamente felices. La cámara ya no tiene limitaciones de espacio, por lo cual el alma percibe estar totalmente inmersa en Dios.

En el capítulo XXI Gertrudis examina nuevamente la dimensión afectiva a través de las efusiones, especificando que el beso divino sobrepasa infinitamente el humano[8]. Aún más, es superior a toda visión, porque se percibe el amor esponsal de Dios con relación a su creatura. Esta relación no solo se instaura entre la dimensión humana y la divina, sino entre los dones mismos que Dios concede. El don del beso o del abrazo se refieren a la voluntad del creyente, que es atraída por el amor. Mientras las visiones se refieren a la esfera intelectual, el amor dirige todas las facultades a sumergirse en Dios. Se podría hablar de un conocimiento amoroso del Dios Trinidad, en cuanto la monja hace referencia a las personas divinas, entre las cuales reina el mutuo amor. Los abrazos y los besos, como las otras expresiones del amor, no están determinados por la capacidad humana, las circunstancias de lugar o de tiempo, sino que dependen directamente del beneplácito de Dios, que concede tales dones cuando y como quiere.

Para indicar que el alma está toda orientada a Dios, Gertrudis utiliza el símbolo del vellón, descrito en la Sagrada Escritura: “Mi alma, semejante a un vellón expuesto sobre la era de la caridad y todo impregnado del rocío celestial”[9]. El vellón de Gedeón evoca la disponibilidad de la creatura para dejarse inundar del rocío divino. Se podría describir con este ejemplo simbólico la pasividad receptiva del alma que se abre, con la mente y con el corazón, a recibir la presencia inhabitante de Dios. De este modo se especifica más la relación que Dios instaura con la creatura. La disponibilidad de esta última debe ser total, para que Dios pueda trabajar en las facultades del alma. No basta sentir el amor esponsal, sino que el alma debe disponerse a limpiar todas sus dimensiones de posibles zonas oscuras. De las palabras de Jesús resulta claro el proceso de iluminación de toda el alma: “Como yo soy imagen de la sustancia del Padre en la divinidad, tú serás figura de mi sustancia en cuanto a la humanidad, recibiendo en tu alma divinizada las emisiones de mi divinidad como recibe el aire los rayos solares. Penetrada hasta la médula por su fuerza unitiva, quedarás preparada para una unión más íntima conmigo”[10]. El alma deificada recibe a todo Dios, o más bien es habilitada a acogerlo, como los rayos del sol atraviesan el aire y lo permean totalmente. De esta comparación ofrecida por Dios mismo, Gertrudis extrae su alabanza al Altísimo, haciendo uso de los símbolos que evocan la relaciones entre las personas divinas.

El símbolo del perfume, por el cual el Padre es el bálsamo, el Hijo es el vaso y el Espíritu Santo es el testimonio del amor divino, el aroma que se expande por todo el universo. Tal simbología típicamente femenina, parte de las páginas bíblicas y se concretiza en el imaginario de la monja que observa cómo el perfume es signo de la oración misma que se dirige a la Santísima Trinidad. Es un símbolo ambivalente, porque evoca la presencia trinitaria y por lo tanto la divinidad, y al mismo tiempo, es indicativo de la oración del creyente, que se eleva de la tierra al cielo, como el suave aroma del perfume.

Del ámbito del trabajo proviene el símbolo de la brasa de fuego[11]. En esta simbología, la brasa de fuego es consumidora y el horno es ardiente, volviendo a retomar la misión del Hijo y del Espíritu Santo. El fuego consumidor es Jesucristo, que difunde en el alma la gracia de Dios para reformar a la creatura a su semejantísima imagen. El fuego ardiente es el Espíritu Santo que la hace llegar a la visión beatífica.

 

Conclusiones

La unión con la Santísima Trinidad es el fin de las revelaciones de Santa Gertrudis, vividas en la cotidianidad litúrgica y sacramental. Las relaciones entre las personas divinas manifiestan cómo Dios se relaciona con el creyente. Así, por aquel mismo amor, la creatura crece hasta retornar nuevamente al seno de la Santísima Trinidad, gracias al sacrificio supletorio de Jesucristo y a la misión santificadora del Espíritu Santo. Para describir a la Trinidad [Gertrudis] utiliza, de manera original, términos y adjetivos que evocan la unidad y la Trinidad de las personas divinas, como por ejemplo “sabia misericordia y misericordiosa sabiduría”. El juego lingüístico permite a la monja expresar, de manera simple, la perijóresis divina. La reciprocidad de las personas divinas se infunde en el corazón de la creatura, por lo cual entra en su familiaridad, percibiendo todo su amor. En efecto Gertrudis, hace la experiencia de la familiaridad divina. Sus visiones y locuciones son solo un medio para conocer en profundidad, cuanto sea posible, la esencia divina. El simbolismo trinitario ayuda a pasar de la realidad creada a la invisibilidad de las cosas celestiales. La inteligencia es la facultad que Dios ha dado al hombre para que pueda entrar en esa familiaridad. El intelecto espiritual se abre a la unión con Dios, conmoviendo las otras facultades del creyente. El creyente es captado por las realidades celestes, transformando así todas las realidades humanas.

 


[1] Francisco Asti es sacerdote, Profesor ordinario de Teología y Decano de la Pontificia Facultad de Teología de la Italia Septentrional Santo Tomás, Consultor teólogo de la Congregación para las Causas de los Santos y Párroco del Santísimo Redentor, en Nápoles.

[2] Continuamos publicando aquí la traducción íntegra de las actas del Congreso: “SANTA GERTRUDE LA GRANDE, “DE GRAMMATICA FACTA THEOLOGA”. Atti del Convegno organizzato da Istituto Monastico della Facoltà di Teologia Pontificio Ateneo Sant’Anselmo, Roma, 13-15 aprile 2018. A cura di Bernard Sawicki, O.S.B., Ruberval Monteiro, O.S.B., ROMA 2019”, Studia Anselmiana 178, Pontificio Ateneo S. Anselmo, Roma 2019. Agradecemos el permiso de Studia Anselmiana. Tradujo la hna. Ana Laura Forastieri, OCSO. Cfr. el programa del Congreso en: http://surco.org/content/congreso-santa-gertrudis-grande-grammatica-facta-theologa

[3] Cf. Sister Mary Jeremy, “Similitudines” in The Writings of Saint Gertrude of Helfta, in Mediaeval Studies 19 (1957) 48-54; R. Maisonneuve, Les mystiques chrétiens et leur visions de Dieu un et trinité, Cerf, Paris 2000.

[4] Santa Gertrudis, Le revelationi, L. II, XX, 129. Gertrude d’Helfta, Le Héraut, L. II, XX, 1, 4.

[5] L. II, XVIII, 126-127. Gertrude d’Helfta, Le Héraut, L. II, XVIII.

[6] Cf. M. Farina, “Una mistica al femminile. La simbolica nuziale nella ricomprensione femminile della castità evangelica”, en Ricerche teologiche 6 (1995) 291-318.

[7] Santa Gertrudis, Le revelationi, L. II, III, 94. Gertrude d’Helfta, Le Héraut, L. II, 4, 15-21.

[8] L. II, XXI; 138. Gertrude d’Helfta, Le Héraut, L. II, XXI, 4, 10-32.

[9] L. II, VI, 102. Gertrude d’Helfta, Le Héraut, L. II, VI, 2, 2.

[10] L. II, VI, 103. Gertrude d’Helfta, Le Héraut, L. II, VI, 3, 1-10.

[11] L. II, VII, 104-105. Gertrude d’Helfta, Le Héraut, L. II, VII.