Santa Gertrudis, litografía del grabador madrileño Juan Moreno Tejada (1739-1805). El autor del dibujo es Pablo Alabern y Molés (1804-1860), según catálogo de estampas de Antonio Correa, Calcografía Nacional, Madrid. Aparece en el libro del P. Juan de Castañiza (Madrid 1804) Vida de la prodigiosa virgen Santa Gertrudis la Magna,
Abadía Benedictina de Santo Domingo de Silos.
Jacques Maritain[1]
¿Buscamos, en fin, el camino de una espiritualidad menos mecanizada y menos humanizada que la de algunos métodos modernos?[2], santa Gertrudis, en el Heraldo como en los Ejercicios, nos guiará también con eficacia. Hay a este respecto una palabra admirable, y que viene de Dios mismo: «Habiendo una persona preguntado al Señor lo que le más le agradaba en esta elegida suya, Él le respondió: “La libertad de su corazón”». Y la narradora agrega:
«Esta persona manifestó gran asombro y pareció dar poca importancia a esta virtud: “Pensé -dijo ella- oh Señor, que por efecto de tu gracia, esta alma había llegado a una inteligencia sublime de tus santos misterios y poseía un amor muy ardiente”. “Sí, así es -respondió el Señor- y esto es el resultado de la libertad de su corazón. Este bien es tan grande que conduce a la perfección más alta: a toda hora yo encuentro a mi amada lista para recibir mis dones: porque ella no soporta en su alma absolutamente nada que pueda impedir mi acción”»[3].
“La Obediencia -dice san Benito-[4] es agradable a Dios y dulce a los hombres, cuando lo que se ordena se ejecuta sin vacilación, sin tardanza, sin tibieza, sin temor (non trepide, non tarde, non tepide). Aquellos que no aman nada más que Cristo (...) dejando inmediatamente todo lo suyo y renunciando a su propia voluntad, dejan lo que tenían entre manos e interrumpiendo lo que estaban haciendo, los vemos que siguen con un pie tan rápido la voz del que manda (...), que no hay ningún intervalo entre la orden del superior y la acción del discípulo”.
Santa Gertrudis practicaba una obediencia similar, no sólo con respecto a sus superiores humanos sino también, interiormente, con respecto al Espíritu Santo; es así cómo llegó a esta perfecta libertad de corazón, que el Señor elogia en ella.
En su bello libro sobre los grandes santos dominicos, el R. P. Gardeil glorifica en cada uno de ellos una manifestación particularmente espléndida de tal o cual de los dones del Espíritu Santo. Se podría decir que la vida interior de santa Gertrudis, totalmente fundada en la soberana eficacia de la gracia y en la libertad del beneplácito divino, no es sino una canción espiritual, cuya melodía son los siete sagrados espíritus. Ella nos muestra de manera sensible, ilustrada con los carismas más radiantes, lo que los teólogos entienden por el “régimen de los dones”, cuando nos dicen que la contemplación infusa y el “estado místico” suponen esencialmente la vida bajo el régimen habitual y predominante de estos dones del Espíritu Santo que cada uno de nosotros ha recibido en el bautismo, pero que no rigen en su plenitud más que en los Santos.
Pero en la vida y en la misión de Gertrudis se debe aún admirar un secreto más profundo. Antes que santa Margarita María, ella es la confidente de los misterios del Sagrado Corazón, ella los ha penetrado, ella tuvo la experiencia mística de ellos en un grado incomparable.
Sabemos que un día, el santo Apóstol Juan se muestra a sus ojos:
«Ella le preguntó por qué no había consignado en su Evangelio los secretos cuya confidencia recibió cuando reposó, en la última cena, en el corazón de su Maestro. “Mi misión -dijo san Juan- era escribir para la joven Iglesia, una sola palabra del Verbo increado de Dios Padre, palabra que podía ser suficiente para todos los hombres hasta el fin del mundo, sin que ninguno, sin embargo, la comprendiera jamás plenamente. Pero el lenguaje de estos santos latidos del corazón del Señor está reservado para los últimos tiempos, para que el mundo, envejecido y enfriado en el amor divino, se caldee otra vez con la revelación de estos misterios”»[5].
Frigescente Mundo[6]. En los tiempos de san Francisco de Asís y de santo Domingo, enviados para calentar la tierra, la Iglesia ya sentía el frío de ganar el mundo. ¿Santa Gertrudis aplica a su propio tiempo de las palabras del evangelista? Sea como sea, el santo siglo de san Juan Eudes y santa Margarita María conoció una realización más brillante.
Si es cierto que el misterio del Sagrado Corazón es como el corazón del misterio de la Encarnación, éste debe tener la misma inmensidad y también sus múltiples aspectos. Este interesa al orden político y temporal de las naciones, porque Cristo debe reinar en ellas. Se impone a la religión de la Iglesia, y Margarita María tiene la misión de reclamar para él un culto público. Irradia sobre la comunión de los santos, y por eso todos los deseos de reparación se concentran en torno a él. Finalmente domina la vida interior y las ascensiones invisibles de las almas.
Es sobre todo bajo este aspecto, como maestro de vida espiritual y de oración, que el corazón del Señor se revela a Gertrudis y para Gertrudis. Es su ternura humana y divina que le ha encargado que nos comunicara su llamamiento a la unión íntima con Él; ella nos enseña así, las disposiciones que Él pide para esta unión, en particular esta ilimitada confianza que constituye el brillante ornamento de Gertrudis misma[7], y que debe ser nuestra locura, a falta de un modo más heroico y menos proporcionado a nuestra debilidad, de practicar la locura de la Cruz.
Continuará
[1] Jacques et Raïssa Maritain eran oblatos de la Abadía benedictina de Oosterhout, y Raisa había tomado como nombre de oblata el de Gertrudis.
[2] Continuamos publicando este artículo editado en 1922 por la Abadía benedictina de Oesterhout en la Revista Revue des Jeunes 32. Tradujo la Hna. Ana Laura Forastieri, ocso.
[3] L I 11,7.
[4] Regla de san Benito, capítulo 5,14. 8. 9.
[5] L IV 4,4.
[6] El mundo que se enfría.
[7] Cfr. L IV 15,1: “(…) Contemplo tu corazón y me deleito con el armonioso sonido de tus dulcísimos deseos con los que incesantemente me cautivas. Me extasía la grata amenidad de tus variados afectos con los que me enamoras; aspiro esa segura confianza con la que me anhelas con todos los impulsos de tu corazón; me subyuga dulcemente el reflujo de la ternura de tu corazón con el que deseas el bien de la salvación eterna para todos los hombres. Es más, me tienes abierto el nobilísimo tesoro de tu corazón, desde donde puedo distribuir a todos en abundancia tu buena voluntad con la que haces el bien a los necesitados”.