Inicio » Content » GREGORIO MAGNO: "LIBRO SEGUNDO DE LOS DIÁLOGOS" (Capítulo I,1-3)
VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
 
 
 
1. Cuando, después de haber abandonado los estudios de las letras, decidió retirarse al desierto, le siguió sólo su nodriza que lo amaba entrañablemente. Llegaron a un lugar llamado Enfide donde se detuvieron, invitados por la caridad de muchas personas honradas, y se establecieron junto a la iglesia de san Pedro. La nodriza de Benito pidió prestado a las vecinas un tamiz para limpiar trigo; lo dejó incautamente sobre una mesa, y por accidente se cayó y se partió en dos. En cuanto la nodriza volvió y lo encontró así, empezó a llorar desconsoladamente al ver roto el utensilio que había pedido prestado.

2. Pero Benito, joven piadoso y compasivo, viendo a su nodriza anegada en lágrimas, se compadeció de su dolor. Llevó consigo los dos pedazos del tamiz roto y se entregó a la oración con lágrimas. Al levantarse de la oración, encontró a su lado el tamiz tan intacto que hubiera sido imposible notar en él la menor señal de rotura. En seguida consoló cariñosamente a su nodriza y le devolvió entero el tamiz que se había llevado roto.

 
Toda la gente del lugar se enteró del hecho, y fue tan grande su admiración que los habitantes del pueblo colgaron el tamiz en el pórtico de la iglesia, para que todos los presentes y sus descendientes pudieran conocer con cuánta perfección el joven Benito había comenzado su vida religiosa. El tamiz quedó expuesto allí a la vista de todos durante muchos años, y hasta estos tiempos de los Longobardos estuvo colgado sobre la puerta de la iglesia.

3. Pero Benito prefería sufrir las injurias del mundo a recibir sus alabanzas, y agobiarse de trabajos por Dios antes que envanecerse por los halagos de esta vida. Huyó pues a escondidas de su nodriza y se dirigió hacia la soledad de un lugar desierto llamado Subiaco, que dista de la ciudad de Roma unas cuarenta millas. Allí manan aguas frescas y trasparentes en tal abundancia, que primero se juntan en un extenso lago y luego se deslizan formando un río. 
 
 
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
 
El primer milagro de Benito nos hace pensar en las bodas de Caná. Así como Jesús hizo allí su “primer signo” respondiendo a una sugestión de su madre(1), Benito inaugura aquí su carrera de taumaturgo con un gesto de compasión hacia aquella sirvienta que era un poco una madre para él. Maestro y discípulo se encuentran en la misma situación intermedia, entre la familia que acaban de dejar y la obra de Dios que van a emprender. El primer acto del poder divino que manifiesta la consagración de ambos, queda semi-envuelto en las relaciones naturales de su pasado, como si la influencia materna los engendrara por segunda vez para que nazcan a su nueva vida. Pero el prodigio que realizan así, bajo el influjo del afecto, da como resultado el corte definitivo de esa relación filial. Jesús entra en su vida pública, Benito huye a su desierto. Ambos se alejan -aparentemente para no retornar- de la amante figura de sus primeros años. Esta sin embargo reaparece imprevistamente, cuando la muerte se acerca, en las últimas páginas del relato(2).
 
Más adelante volveremos a hablar de este primer milagro y de sus efectos. Ahora solamente destaquemos lo que nos revela del corazón de Benito. Este joven renunciante, dispuesto a una ruptura radical, no es un alma dura, un ser inhumano. En él, la ternura se combina con el espíritu religioso más absoluto.
 
* * *
 
Benito se aleja en secreto de Effide (hoy Affile) adonde se había dirigido cuando partió de la Ciudad, y “se marcha al desierto” de Subiaco. Situadas al Este de Roma, las dos localidades distan menos de 10 kilómetros una de otra. Benito, dirigiéndose hacia el Norte, llega rápidamente al estrecho valle del Anio, en el que Nerón había construido en otro tiempo una represa y donde había arreglado el lago que da su nombre a Sublacus-Subiaco. Sobre las dos riberas se extendía una magnífica “villa” imperial, con un suntuoso “puente de mármol” que unía los dos lados. Es el puente que Benito debió cruzar, viniendo de Affile, para llegar a la ribera derecha. Allí, a unos 75 kilómetros de Roma(3) el joven aspirante a ermitaño encontrará la soledad que desea. Tanto en aquel tiempo como hoy, bastaba escalar la pendiente muy empinada de esa garganta para estar enseguida lejos de todo lugar habitado. En su gruta, a más de 600 metros de altura, con el lago a sus pies(4) y una roca abrupta sobre él, Benito se encuentra en un verdadero desierto.
 
“Marcharse al desierto”. Este era ya su proyecto, como recordaremos, cuando se alejaba de Roma(5). En efecto, ésta es la gestión inicial de toda vida monástica, es el primer paso que debe dar cualquiera que quiera llevar el nombre de monje. El autor de los Diálogos lo sabe bien: “Si se nos denomina monjes, es porque, renunciando al mundo, nos hemos marchado a la soledad para llevar allí una vida retirada”(6). Indudablemente Gregorio no está satisfecho con esta interpretación común de la palabra monachus, y propone otra más profunda, que define al monje por su deseo de Dios exclusivo y unificante(7). Pero la opinión común no se equivoca. El preámbulo obligatorio de toda conversión monástica es, sin duda, la salida del mundo y el marcharse hacia una cierta soledad. El camino del monje hacia Dios comienza necesariamente con este movimiento físico.
 
“Benito se marchó al desierto”. Esta marcha de Affile a Subiaco, ¿es entonces el simple cumplimiento del proyecto concebido en el momento de la partida de Roma? No, porque entretanto se produjo un acontecimiento que le da una urgencia y un significado nuevos. Benito ha realizado un milagro, y ahora es admirado y venerado por toda la población de Effide. Y precisamente ahora quiere huir de esa gloria. Ya no se trata únicamente de dejar el mundo, como lo haría cualquier aspirante a la vida monástica, sino de desembarazarse de una reputación de santidad. Para lograr esto, se impone una desaparición total. De ahora en más, Benito quiere vivir “desconocido de los hombres”.
 
De allí la característica propia de los tres años que pasará en la gruta de Subiaco. Para Gregorio, el rasgo distintivo de este período es el incógnito total en el que se encierra Benito. Más tarde, cuando el joven superior vuelva a la soledad luego del fracaso de su abadiato, se hablará de “habitar consigo”, de vivir bajo la mirada de Dios, de salir de sí por la contemplación y el éxtasis. Por el momento, este aspecto contemplativo de la vida solitaria no aparece en absoluto. Lo único que le interesa al biógrafo es la ignorancia mutua del ermitaño y de los hombres. Nadie sabe donde está y él no sabe ni siquiera que es el día de Pascua.
 
Esta vida totalmente escondida, es la respuesta heroica de Benito a una tentación de vanagloria. Si ésta no hubiera existido, habría sido tan radical su decisión original de “marcharse al desierto”? Quizás habría entrado en una comunidad, o hubiera habitado solo en un lugar accesible y conocido. Como dice Gregorio, “las alabanzas del mundo”. “los favores de esta vida”, provocados por el prodigio de Effide, le hicieron tomar la determinación de ese sacrificio absoluto de toda relación humana.
 
La amplitud de la reacción, nos hace medir la gravedad del peligro. Aunque Gregorio no insiste en ello, es evidente que Benito en ese momento pasó por una prueba. De modo que su entrada en la vida monástica está acompañada por un combate interior, y toma la forma de una victoria espiritual sobre uno de los demonios más temibles que atormentan el alma humana.
 
A partir de ese momento, nos quedamos tranquilos. Este “niño dotado de una cordura de anciano”, este principiante que “ha comenzado con la perfección”, no por eso deja de ser un hombre como los demás que debe hacer un esfuerzo para evitar el pecado, para permanecer fiel, para progresar hacia Dios. Su historia no es, como tantas vidas de santos medievales, un insípido panegírico en el que el héroe avanza sin lucha de virtud en virtud. La Vida de Benito -por lo menos la primera parte (caps. 1-8)- desarrolla una serie de crisis que lo hacen pasar por todas las grandes tentaciones que conoce el hombre. Luego de la vanagloria vendrá la lujuria y más tarde, en dos oportunidades, la cólera, la violencia, el odio.
 
***
“La soledad espanta a un alma de veinte años”. Benito no tiene todavía veinte años, y la soledad con la que se enfrenta, espanta de muy distinto modo que la que asustaba a Célimène. A ella se une la alimentación reducida a un poco de pan, el ayuno perpetuo, el “sufrimiento del hambre”. Sus vestidos son pieles de animales, su casa un antro de bestias. Esta extremada austeridad, supone una fortaleza de alma y un equilibrio espiritual poco comunes, donde la gracia de Dios se despliega poderosamente. Y como es natural, a su vez se revela el otro polo del universo invisible: una intervención del diablo, todavía limitada, anuncia la oposición que sube de las profundidades contra esa vida demasiado santa.
 
Volvemos a encontrar todas estas características completadas con algunas otras, en el retrato de los anacoretas que aparecían, un siglo antes, en el pequeño escrito anónimo titulado Consultas de Zaqueo y Apolonio. Después de describir a los monjes que viven en comunidad, el autor presentaba a “aquellos que tienen la más alta observancia”, los anacoretas o ermitaños, de la siguiente manera(8):
 
“Estos monjes viven solos en el desierto, en lugares desolados y abandonados y pasan su vida en un aislamiento que justifica plenamente su nombre. Se protegen del sol y de la lluvia en habitaciones talladas en la misma roca o en grutas subterráneas. Se alimentan únicamente con pan duro y se desalteran con agua pura. Su vestido está hecho con pieles o pelos de cabra. Pasan toda su vida luchando en el alma y en el cuerpo. Son pura oración incesante elevada a Dios, súplicas que suben hasta él como un sacrificio. Si de vez en cuando cesa la oración, la remplaza la salmodia que celebra la alabanza divina, a fin de reanimar la alegría del alma entregándose a un gozo religioso. Por lo demás, los diferentes demonios se aprietan como una muchedumbre alrededor de ellos y las maquinaciones de estos espíritus impuros prueban a menudo la constancia del ermitaño, que sale victoriosa de estos encuentros. El ayuno es incesante y las noches se pasan sin dormir. El cuerpo se extiende directamente sobre la tierra o se arroja algunos instantes en la piedra dura El tiempo que dedican al reposo es tan corto, que parecen desear más bien ofender y echar al sueño que entregarse a él”.
 
Este cuadro nos puede dar una idea de lo que Benito vivió o trató de vivir durante tres años. Pero el mismo Gregorio dice cómo veía él la vida solitaria. Además de los Diálogos, donde aparecen en escena varios ermitaños y recluidos, tenemos una carta suya dirigida a un tal Secundinus, recluido en el norte de Italia(9). A los cincuenta años pasados, este hombre se quejaba de padecer tentaciones de la carne. Nada más natural, responde Gregorio, ya que la vida monástica solitaria es una provocación especial, un abierto desafío al diablo. Este no puede dejar de habérselas particularmente con ese combatiente que sale de las líneas para presentarle un combate singular. Y lo que particularmente excita al Adversario, es la intensidad con la que el recluso aspira al cielo. El “amor a la patria celeste”, “el fervor del deseo del cielo”, es lo que exaspera al diablo y le da todo su valor, a los ojos de Gregorio, a la vida del ermitaño.
 
En otra parte, en su Comentario al Libro de los Reyes, el Papa vuelve sobre el tema de la relación entre vida común y vida solitaria. Las dos existencias, comparadas en la carta a Secundinus con el combate entre ejércitos y el combate singular respectivamente, están simbolizadas aquí por los dos tipos de sacrificio de la Antigua Alianza: la “víctima” ordinaria y el holocausto(10). En la vida comunitaria se ofrecen “víctimas”, realizando generosamente sacrificios personales que van más allá de la observancia ordinaria. Pero el que se retira de la vida común y de la acción para entregarse en secreto a una contemplación amante, ése se ofrece en holocausto porque se abandona íntegramente a las llamas del amor divino.
 
Este paralelo cobra todo su sentido si lo comparamos con otros pasajes de la obra gregoriana, donde las mismas imágenes sacrificiales simbolizan la vida del cristiano secular y la del monje(11). Así el monje es con respecto al simple fiel, lo que el ermitaño es con respecto al cenobita. Tanto para Gregorio como para el autor de las Consultas, la vida solitaria es la forma de existencia más entregada a Dios, el grado más eminente de vida cristiana.
 
Hay que subrayar que volveremos a encontrar esta escala de valores, generalmente admitida en esa edad de oro del monaquismo, en la Regla del mismo san Benito. El primer capítulo sobre las diversas especies de monjes, describe sucesivamente a los cenobitas y a los ermitaños, presentando a estos últimos como soldados particularmente aguerridos, capaces de enfrentar al diablo sin la ayuda de nadie. Pero este esquema que ya hemos encontrado en la carta de Gregorio a Secundinus, aparece aquí con una nota de gran importancia, que nos plantea un espinoso problema. Según Benito, el ermitaño auténtico es aquel que ha sido largamente probado en la vida común. Se debe combatir en las “filas de los hermanos” de un monasterio cenobita, antes de afrontar el “singular combate del yermo” con alguna posibilidad de éxito.
 
Este entrenamiento comunitario que Benito en su Regla declara indispensable, pareciera justamente haberle faltado a él. Contrariamente a lo que él mismo prescribirá, lo vemos abrazar directamente la vida solitaria, sin pasar previamente por la vida común. ¿Deberemos concluir quizás que el capítulo primero de la Regla expresa una especie de arrepentimiento, como si Benito, instruido por su propia experiencia, advirtiera a sus discípulos contra una anacoresis prematura? Eso sería desconocer el carácter tradicional de este tema. La necesidad de una iniciación comunitaria ya es afirmada por Jerónimo, Casiano, el Maestro; y evidentemente es de estos autores y no de su experiencia personal que Benito ha tomado esa idea.
 
Por lo tanto, el contraste entre la vida del santo y su Regla debe explicarse de otra manera. Sin pretender soslayar la contradicción, podemos observar que Benito ya ha alcanzado, según Gregorio, una especie de “perfección” en el momento de hacerse monje. Por otra parte, el milagro de Effide. que ha revelado esta madurez precoz, invita al joven taumaturgo a desaparecer completamente para escapar a la fama. El caso de Benito, por lo tanto, de cualquier manera que se lo encare, es extraordinario y obligaba a trastornar el procedimiento normal.
 
Por otra parte, ¿tenía este procedimiento un carácter normativo a los ojos de Gregorio? ¿Incluso lo conocería? En sus escritos nunca habla de él. Sin embargo, tenemos motivo para creer que Gregorio había leído -y sin duda retenido en su memoria- los textos que prescribían formar al ermitaño en una comunidad. La Regla benedictina, que cita formalmente en dos oportunidades, bastaba en todo caso para informarlo sobre el particular. Pero no se preocupa en absoluto de conformar la Vida de Benito con su Regla. Su intención no es presentar la persona del santo como una encarnación de su doctrina. así como tampoco Benito había expuesto en su primer capítulo la teoría de su propia existencia. Este es un punto importante que debemos retener. La Vida de Benito y su Regla son dos cosas distintas, dos escritos que proponen el mismo objetivo, pero que tienden a él por itinerarios bastantes diferentes.
 
Notas:
 
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Tomado de: Cuadernos Monásticos 55 (1980), pp. 412 ss. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 258 y 259. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
(1) Jn 2,12.
(2) Jn. 19,25-27. En Dial. II,33-34, la figura femenina del final, Escolástica, ya no es la misma del principio, pero hay una evidente analogía entre estas dos mujeres desbordantes de un afecto que se relaciona con los vínculos de sangre y con la infancia de Benito.
(3) O sea alrededor de 50 millas romanas. Gregorio se queda corto en su estimación (40 millas, 60 kilómetros), al menos en el caso que se refiera a la ruta, que tanto en aquel tiempo como en la actualidad, sigue el curso del Anio desde Tivoli. La distancia, en línea recta, es de alrededor de 52 kms (35 millas).
(4) Este lago era alimentado no solamente por las fuentes locales, que son lo único que Gregorio menciona, sino sobre todo por el Anio. Este afluente del Tíber no fluye hacia Roma únicamente al salir del lago, sino que tiene su fuente a unos veinte kilómetros más arriba de Subiaco.
(5) Diálogos I,1.
(6) Comentario al Primer Libro de los Reyes I,61.
(7) Ibid. Ver más arriba.
(8) Cons. Zac. III 3
(9) Epístolas IX,147 (IX,52).
(10) Comentario al I Libro de los Reyes VI,30.
(11) Homilías sobre Ezequiel I,12,30; II,8,16; II,9,12. 
(12) A pesar de que en Dial. II,36 dice, como veremos, que Benito “no pudo enseñar otra cosa que lo que él mismo vivió”.