VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
4. De camino, el fugitivo fue descubierto por un monje llamado Román quien le preguntó adónde iba. Al enterarse de sus aspiraciones, guardó su secreto y le prestó su ayuda; le dio el hábito de la vida monástica y lo asistió en la medida de lo posible.
Al llegar al lugar deseado, el hombre de Dios se retiró a una cueva estrechísima, en la que permaneció durante tres años, ignorado de los hombres con excepción del monje Román.
5. Román vivía no lejos de allí, en un monasterio bajo la regla del abad Adeodato; piadosamente sustraía algunas horas a la vigilancia de su abad, y en días convenidos llevaba a Benito el pan que podía quitar furtivamente de su comida. Pero desde el monasterio de Román no había ningún camino hacia la cueva, porque encima de ella, en lo alto, sobresalía una enorme roca. Por eso Román, desde la misma roca, hacía bajar el pan atado a una cuerda larguísima, a la que había sujetado también una campanilla para que, a su sonido, el hombre de Dios se diera cuenta cuándo Román le pasaba el pan, y saliera a recogerlo. Mas el antiguo enemigo, envidioso de la caridad del uno y de la refección del otro, al observar un día el pan que bajaba, arrojó una piedra y rompió la campanilla. Sin embargo, Román no dejó de ayudar a Benito con medios adecuados.
6. Pero Dios omnipotente quiso que Román descansara ya de su tarea, y que la vida de Benito se diera a conocer como ejemplo a los hombres, a fin de que la luz puesta sobre el candelero resplandeciera e iluminara a todos los que están en la casa. Cierto presbítero que vivía lejos de allí, había preparado su comida para la fiesta de Pascua. El Señor se le apareció en una visión y le dijo: “Tú te estás preparando manjares deliciosos, y en tal lugar mi siervo se ve atormentado por el hambre”. En seguida el presbítero se levantó, y en la misma solemnidad de Pascua, se puso en marcha hacia aquel lugar con los alimentos que se había preparado. Buscando al hombre de Dios a través de montañas escarpadas, valles profundos y de las hondonadas de aquellas tierras, lo encontró escondido en la cueva.
7. Rezaron juntos y bendijeron al Señor omnipotente, se sentaron y después de agradables coloquios sobre la vida eterna, el presbítero que había ido le dijo: “Levántate y comamos, porque hoy es Pascua”. El hombre de Dios le respondió: “Sé que es Pascua, porque he merecido verte”. Es que, viviendo alejado de los hombres, ignoraba que aquel día era la solemnidad de la Pascua. El venerable presbítero siguió insistiendo: “Ciertamente, hoy es el día pascual de la resurrección del Señor. De ninguna manera te conviene seguir ayunando, ya que he sido enviado con el fin de que juntos comamos los dones del Señor omnipotente”. Bendiciendo entonces a Dios, tomaron el alimento. Y así, terminada la comida y la conversación, el presbítero regresó a su iglesia.
8. Por aquel entonces, unos pastores también lo encontraron escondido en la cueva. Viéndolo por entre los arbustos y vestido con pieles, creyeron que era algún animal. Pero al conocer más de cerca al servidor de Dios, los instintos feroces de muchos de ellos se convirtieron a la virtud de la piedad. Así, su nombre se difundió por los alrededores y él, ya desde entonces, empezó a ser frecuentado por muchos. Ellos le llevaban el sustento del cuerpo, y de su boca recibían en su corazón alimentos de vida.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
Ningún hombre es una isla. Al internarse en un aislamiento absoluto, Benito depende de un confidente, el monje Román, que le ha dado el hábito y le procura el sustento. Por medio de la vestición que lo hizo nacer a la vida monástica, Benito en cierto modo se ha convertido en su hijo. Por medio del pan que le conserva la vida, permanece en una relación filial con ese padre que lo alimenta. Así, este monje discreto y generoso ocupa el lugar de la nodriza que Benito acaba de abandonar. A la ternura con que lo amaba la primera, sucede la “caridad” con que lo rodea el segundo.
Esta asistencia secreta, fiel, llena de abnegación que presta al aprendiz de ermitaño un cenobita del monasterio vecino, es uno de los bellos episodios de esta Vida. La existencia de Benito depende de esa abnegación que cuesta a Román parte de su ración de pan. Esta historia nos hace pensar en dos pasajes de la Regla del Maestro, esa obra vasta que es la fuente principal de la Regla benedictina y que presenta más de un punto de contacto con los relatos de Gregorio sobre Subiaco.
En el cap. 27, el Maestro permite al monje generoso renunciar a una porción de su pan y de su vino durante la comida, y entregar la parte sacrificada al mayordomo para que se la dé a algún pobre(1). Por otra parte, según el capítulo 23, toda la comunidad ve descender su pan del cielo cada día, ya que al empezar la comida, se encuentra en una canasta suspendida del techo, de donde se lo hace descender por medio de una cuerda y una polea(2). Este escenario ingenuo, que simboliza el origen providencial de la “ración de los obreros de Dios”, nos recuerda curiosamente el pan descendido por una cuerda en la gruta de Subiaco.
Pero más allá de la Regla del Maestro, la situación de Benito recuerda sobre todo ciertas historias de los Padres del desierto. En primer lugar, la de Antonio que fue abastecido de pan de esa manera durante toda la primera parte de su existencia. Durante los veinte años que permaneció encerrado en una fortaleza en ruinas, se lo pasaban dos veces por año por el techo(3). Sólo más tarde, cuando se retiró al desierto interior, decidió hacerse él mismo su pan para evitar este trabajo a los que lo sustentaban. Por su parte, Sulpicio Severo relata que, cuando un monje del valle del Nilo abandonó su comunidad con autorización de su superior para vivir en el desierto a algunas millas de allí el abad de vez en cuando le hacía llevar pan del monasterio(4).
Esta situación del ermitaño alimentado por sus hermanos cenobitas, se parece mucho a la de Benito, pero con la diferencia de que este último lleva una existencia clandestina a la sombra del monasterio de Adeodato, que el mismo abad ni se imagina. Aquí también hay una evidente anomalía, que sólo se justifica en un caso excepcional. Habida cuenta de esta extraña circunstancia, no es menos cierto que el anacoreta de Subiaco vive en los alrededores de un monasterio cenobita y depende de él. El mismo pan con que se alimenta lo ganan, lo confeccionan y se lo procuran los cenobitas. No se puede estar más separado y a la vez ser más dependiente de una comunidad.
La asociación de Román y de Benito se reproducirá cien veces en la historia monástica hasta nuestros días, bajo formas menos heroicas y menos pintorescas. Y cuando una mano invisible intenta cortar el cordón umbilical para que el joven solitario muera de hambre, esa historia de campanilla rota está bien en la línea del diablo en todas las épocas. El hecho de romper el vínculo de la caridad que une a los hombres -sobre todo si son hombres de Dios-, el hecho de enemistar a cenobitas y ermitaños, es una tarea bien digna de él. Pero salieron victoriosos, dice Gregorio, el corazón y la inteligencia de Román. Hasta que Dios sacó la luz de la gruta, siguió sirviendo en la oscuridad.
* * *
El doble descubrimiento del hombre de Dios, en primer lugar por un sacerdote y luego por los pastores, se parece singularmente a los evangelios de la infancia de Cristo. El primero de estos hechos, debido a una revelación, se debe comparar con la ida de los magos a Belén conducidos por la estrella. En cuanto al segundo hecho, si bien no ha sido provocado por ningún anuncio sobrenatural, sin embargo la identidad de personas -pastores en ambos casos- basta para fundamentar su comparación con Navidad. De este modo, así como Mateo y Lucas condujeron a sabios y simples hacia el recién nacido en el pesebre, Gregorio hace desfilar al clero y a los fieles, en correcto orden jerárquico, por esa gruta donde se escondía una nueva santidad.
La visita del sacerdote, largamente relatada, se termina sin un mañana, mientras que el breve episodio del descubrimiento de los pastores pone fin definitivamente a la vida oculta de Benito. El primero de estos acontecimientos, aunque recuerda la Epifanía, tiene como marco la fiesta pascual. El Señor resucitado se muestra, como en el Evangelio, a un testigo elegido y por la visita de este testigo, Benito resucita a la vida social. Su respuesta al sacerdote -“Sé que es Pascua, porque he sido digno de verte”- manifiesta al mismo tiempo su extraordinario olvido del mundo, que va bastante más allá de la “sabia ignorancia” del Prólogo, y su fe en Cristo vivo representado no solamente por el hermano que lo visita (“Has visto a tu hermano, has visto al Señor”), sino también por la cualidad sacerdotal de éste último. De hecho, convenía que un ministro de Dios pusiera la luz en el candelabro en ese día de resurrección, a imagen del cirio en la noche pascual.
Este sacerdote viene de lejos. Sin duda esto era necesario para evocar a los magos venidos de Oriente; pero además pronto nos enteraremos de que otro sacerdote que vive muy cerca de la gruta -el propio cura del lugar- no era precisamente el hombre apropiado para este ministerio de gracia.
También un día de Pascua, un gran monje de Egipto, el abad Apolo, fue gratificado milagrosamente con una comida deliciosa, que unos desconocidos trajeron expresamente para él en respuesta a su oración(5). Pero los manjares que Dios procura a su servidor hambriento por medio del sacerdote nos hacen pensar sobre todo en la historia de otro monje egipcio, el abad Fronton. El también, junto con sus discípulos, sufría de hambre en el desierto y repentinamente recibieron suntuosas provisiones enviadas por un rico a quien Dios había mandado decir: “¡Tú festejas magníficamente en tu opulencia, y a mis servidores en el desierto les falta el pan!”(6).
Por lo tanto, al telón de fondo bíblico de esta escena se agregan antecedentes monásticos bien precisos. Y ella recuerda más ampliamente, el hallazgo de Pablo, el primer ermitaño, por Antonio y de Onufrio por el monje Pafnucio. También a raíz de una revelación se había internado Antonio en el desierto para descubrir allí a su predecesor, que vivía olvidado de los hombres desde hacía casi noventa años. Y también había sido enviado por el Señor para prestar un servicio al ermitaño moribundo: el de enterrarlo dignamente(7).
Pero a diferencia de estos viejos anacoretas, Benito es un joven cuya carrera monástica recién comienza. Al hacerlo descubrir por los visitantes maravillados, Dios no quiere salvar su memoria del olvido sino hacerle ejercer una irradiación activa. Esta primera influencia personal llega a los seglares. Ellos son quienes, en cambio, tomarán el lugar del monje Román y sustentarán a su vez al varón de Dios.
Al reanudar así, por voluntad divina, su relación con los seglares, Benito llega al término del ciclo comenzado con su partida de Effide. Había huido en aquel momento de la admiración del pueblo fiel. Su renuncia heroica a toda relación con los hombres, por medio de la cual venció la vanagloria, resulta ahora en una acción espiritual sobre los hombres. Tentación, victoria, irradiación: son los tres momentos de una dialéctica que veremos plantearse más de una vez en la gesta de Benito en Subiaco.
Notas:
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Tomado de: Cuadernos Monásticos 55 (1980), pp. 421 ss. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 258 y 259. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
(1) Regla del Maestro 27,47-51.
(2) Ibid. 23,2-3.
(3) Atanasio, Vida de Antonio 21,4-5 (cf. 8, 1 y 3). Antonio agricultor; ver 50,1-7.
(4) Sulpicio Severo, Diálogos I,10.
(5) Hist. mon. VII, PL 21,416 A-C. Ver Encuesta sobre los monjes de Egipto VIII,38-41.
(6) Vita Frontonii 5-6, PL 73,440 B-D.
(7) Jerónimo, Vida de Pablo 7-16; Vita Onuphrii, PL 73, 211-220. Por otra parte, el descubrimiento de Benito por los pastores recuerda a Cirilo de Scythopolis, Vida de Eutimio 8 (cf. Vida de Sabas 15).