VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
XXI.1. En otra ocasión había sobrevenido en la región de Campania una gran carestía, y la falta de alimentos afligía a todos. También en el monasterio de Benito ya faltaba el trigo y se habían consumido casi todos los panes, de modo que a la hora de la comida sólo se pudieron encontrar cinco. Cuando el venerable Padre los vio afligidos, procuró corregir su pusilanimidad con suave reprensión y reanimarlos con la siguiente promesa: “¿Por qué se entristece el espíritu de ustedes por la falta de pan? Hoy ciertamente hay muy poco, pero mañana lo tendrán en abundancia”.
2. En efecto, al día siguiente se encontraron delante de la puerta del monasterio doscientas fanegas de harina en unas bolsas, sin que hasta el momento presente se haya llegado a saber, a quiénes Dios omnipotente había dado la orden de regalárselas. Cuando los hermanos vieron esto dieron gracias a Dios, y aprendieron que no debían dudar de la abundancia ni siquiera en tiempo de escasez.
3. PEDRO: Dime, por favor: ¿Debemos creer que este servidor de Dios tenía siempre el espíritu de profecía, o que el espíritu de profecía llenaba su mente de tiempo en tiempo?
GREGORIO: El espíritu de profecía, Pedro, no siempre ilumina la mente de los profetas, porque así como está escrito respecto del Espíritu Santo: “Sopla donde quiere” (Jn 3,8), así también hay que entender que inspira cuando quiere. Es por esto que Natán, preguntado por el rey si podía construir el templo, primero asintió y después se lo prohibió (cf. 2 S 7,1 ss.). Y por eso Eliseo, al ver a la mujer que lloraba, ignorando el motivo, le dijo al criado que le impedía acercarse: “Déjala, porque su alma está llena de amargura, y el Señor me lo ocultó y no me lo ha revelado” (2 R 4,27).
4. Dios omnipotente lo dispone así por designio de su gran bondad. Porque cuando a veces da el espíritu de profecía y otras veces lo retira, eleva las mentes de los profetas hacia las cumbres, al par que las mantiene en la humildad, para que así, cuando reciben el espíritu, comprendan lo que son por la gracia de Dios, y en cambio cuando no lo tienen conozcan lo que son por sí mismos.
5. PEDRO: El peso de tus razones asevera que es así como tú dices. Pero te ruego que continúes el relato de todo lo que te venga a la memoria, respecto del venerable Padre Benito.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
La escena de la cardiognosis se desarrollaba en un refectorio, pero el milagro mismo no tenía relación directa con la alimentación. Situada en el mismo marco -el refectorio del monasterio-, la profecía siguiente está, por el contrario, relacionada con el alimento.
Este asunto del hambre conjurado por un prodigio se parece mucho a un episodio que será contado más adelante, entre los milagros de poder(1). Aquí el alimento dado por el Señor es la harina, allí será el aceite. Sólido y líquido: conocemos este dúo por otro doblete, el de los envenenamientos de Subiaco(2). Esto coloca una ligera diferencia entre dos milagros contemporáneos -uno y otro datan del mismo “hambre en Campania- y muy semejantes. Otra diferencia, más importante, se marca en el modo en que interviene el taumaturgo: aquí Benito se contenta con profetizar, allí se pondrá en oración y obtendrá en ardua lucha, si se puede decir así, la maravilla divina. Cada una de las dos historias ilustra así el carisma particular del que trata la sección en que se encuentra. El hambre del año 537 dio a Benito la ocasión de afirmarse como profeta y como hombre de oración poderosa.
La llegada misteriosa de las bolsas de harina, depositadas en la puerta del monasterio anónimamente, es un género de milagro que se encuentra muchas veces en las Vidas de santos anteriores. Pero habitualmente el hecho se produce de manera inopinada, sin que el santo lo haya anunciado o previsto. En esos casos, un simple acto de fe en la Providencia -“Dios nos dará lo necesario cuando quiera”(3)- ocupa el lugar de la predicción que hace aquí Benito. Este anuncio preciso -“mañana lo tendrán en abundancia”- tiene sin embargo un antecedente sumamente parecido en la Vida de Cesáreo de Arlés: a sus clérigos ya desfallecientes, el gran obispo les predice también que “Dios les dará mañana”, y al día siguiente, en efecto, llegan tres naves de trigo enviadas por los reyes burgundios(4).
En la Vida de Benito misma el episodio tiene también un precedente. Se recordará cómo el joven ermitaño de Subiaco fue milagrosamente obsequiado, el día de Pascua, por un sacerdote que el Señor le había enviado con ese fin. Recibida entonces sólo para Benito, la ayuda providencial se extiende ahora a toda su comunidad.
Más allá de estos precedentes hagiográficos, ¿el milagro tiene alguna raíz en la Biblia? Un detalle al menos hace pensar en el Evangelio. Cuando Gregorio relata que los hermanos tenían únicamente, ese día, cinco panes para la comida, se piensa de inmediato en la escena de la multiplicación de los panes, en la que los cuatro evangelistas testimonian de común acuerdo que no había más que cinco panes antes del milagro(5). Éste, en los evangelios, se produce inmediatamente. En los Diálogos, al contrario, ocurre al día siguiente, porque Benito es aquí el profeta que predice el futuro, no un taumaturgo que obra con poder.
Al final de esta pequeña historia, Gregorio hace un excursus, bastante breve en sí mismo, pero que sobrepasa a dicha narración en extensión. Esa hermosa meditación sobre los límites del don de profecía, no tiene ningún vínculo preciso con el relato. Se trata de una simple cuestión teórica que se le ocurre a Pedro y que muy bien podría haber planteado en cualquiera de los relatos anteriores. En realidad se trata de un pequeño problema que Gregorio ya trató más ampliamente en los Morales y que volverá a poner sobre el tapete en las Homilías sobre Ezequiel. La solución estaba ya preparada, el trozo prefabricado sólo tenía que ser insertado en los Diálogos.
Por eso, Gregorio reduce la demostración a dos ejemplos: Natán y Eliseo(6), pero la enriquece con una “prueba” bíblica nueva, tomada de la palabra de Cristo en san Juan: “El Espíritu Santo sopla donde quiere”(7). Sobre todo desarrolla la idea, apenas esbozada en otra parte, del provecho espiritual que el profeta saca de esa limitación impuesta a sus dones. Se reencuentra así un tema que es apreciado entre nosotros: la humildad. Los Diálogos están esmaltados de anotaciones sobre esta virtud, particularmente indispensable a quienes Dios designa, por los milagros, ante las miradas de los hombres.
Es, por tanto, bueno para el profeta verse en ocasiones privado de su carisma, abandonado a su debilidad de hombre ignorante. Ya el largo excursus del capítulo 16 señalaba la estricta subordinación del saber profético a la voluntad de Dios que revela: el profeta puede decir sólo lo que oye del Señor, y queda en silencio desde el momento en que Dios calla. Pero de esta observación Gregorio no había sacado en aquel momento ninguna conclusión moral. Ahora, muestra que tales impotencias al profeta le son provechosas, porque lo humillan. La “dispensación de la bondad divina”, que le procura esas noches beneficiosas, será de nuevo celebrada por Gregorio a raíz de otro género de humillación: los pequeños defectos que Dios permite incluso en grandes santos, a fin de mantenerlos en vilo. Ángel u hombre, la criatura espiritual progresa retrocediendo, gana perdiendo: tal el poder paradojal e inestimable de la humildad(8).
Notas:
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Trad. de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 132-134 (Vie monastique, 14).
(1) Dial. II,28-29.
(2) Dial. II,3,4 (vino) y 8,2 (pan). Comparar II,18 y III,14,9.
(3) Así, por ejemplo, la Vita Frontonii 3, PL 73,4440 A (texto que parece subyacente a Dial. II,1,6).
(4) Vita Caesarii II,7-8, PL 67,1027-1028. Aquí, sin embargo, los agentes de la Providencia son conocidos.
(5) Mt 14,17 y paralelos.
(6) Cf. 2 S 7,1-7; 2 R 4,27. Ver Morales 2,89; Homilías sobre Ezequiel I,1,15-16.
(7) Jn 3,8. Sobre la utilización de este texto por Gregorio y otros, ver nuestras observaciones en La Règle de saint Benoît, t. VII, Paris 1977, pp. 391-395.