VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
XXIII.1. GREGORIO: Ninguna palabra suya, Pedro, ni siquiera en sus conversaciones habituales, estaba desprovista de eficacia milagrosa, porque al tener su corazón siempre fijo en las realidades de lo alto, en modo alguno podían caer en vano las palabras de su boca. Y si alguna vez decía algo, no ya como una orden sino tan sólo como una amenaza, su palabra tenía tanta fuerza como si la hubiera pronunciado a modo de sentencia y no dubitativa o condicionalmente.
2. No lejos de su monasterio vivían en casa propia dos religiosas de noble linaje, a las que un hombre piadoso proveía de lo necesario para el sustento material. Pero como en algunos la nobleza de estirpe suele originar bajeza de espíritu -pues al recordar que han sido más que otros, están menos dispuestos a menospreciarse en este mundo- las mencionadas religiosas todavía no habían aprendido a dominar perfectamente su lengua con el freno de su hábito, y con frecuencia provocaban con palabras ofensivas la ira de ese hombre piadoso que les prestaba servicio en sus necesidades materiales.
3. Éste, después de tolerar durante mucho tiempo tal situación, se dirigió al hombre de Dios, y le contó las muchas afrentas que tenía que escuchar. Al oír estas acusaciones contra ellas, el hombre de Dios les mandó decir en seguida: “Corrijan su lengua, porque si no se enmiendan, las excomulgaré”. En rigor, él no pronunció una sentencia de excomunión sino tan sólo una amenaza.
4. Pero ellas no modificaron en nada su conducta. A los pocos días murieron y fueron sepultadas en la iglesia. Y cuando allí se celebraba la misa solemne y el diácono, según el uso, decía en voz alta: “Si alguien está excomulgado, que se retire”, la nodriza de estas religiosas que solía ofrecer al Señor la oblación por ellas, las veía abandonar sus sepulcros y salir de la iglesia. Como repetidas veces observara que a la voz del diácono salían fuera sin poder permanecer dentro de la iglesia, recordó lo que el hombre de Dios les había ordenado cuando aún vivían. En efecto, había dicho que si no corregían sus costumbres y sus palabras, las privaría de la comunión.
5. Con gran tristeza se comunicó esto al servidor de Dios. Él, sin pérdida de tiempo, entregó de su mano una ofrenda, diciendo: “Vayan y hagan ofrecer al Señor por ellas esta oblación, y en adelante ya no estarán excomulgadas”. Una vez que se inmoló la ofrenda por ellas, aunque el diácono dijera, según la costumbre, que los excomulgados debían salir de la iglesia, ya no se las vio abandonar el lugar. Con lo cual quedó indudablemente manifiesto que, si ellas no se retiraban más con los que estaban privados de la comunión, era porque la habían recuperado del Señor, por mediación del servidor del Señor.
6. PEDRO: Es verdaderamente admirable que un hombre, por más venerable y santo que fuera, viviendo aún en esta carne corruptible, haya podido absolver a unas almas que ya se hallaban ante el tribunal invisible.
GREGORIO: ¿Acaso, Pedro, no vivía aún en esta carne aquel que oía las palabras: “Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 16, 19)? Este poder de atar y desatar lo poseen ahora aquellos a quienes incumbe la dirección espiritual en virtud de su fe y sus costumbres. Mas para que el hombre terreno pueda tener un poder tan grande, el Creador del cielo y de la tierra vino desde el cielo. Y para que la carne pueda juzgar también a los espíritus, Dios hecho carne a causa de los hombres se dignó concederle este poder. Así nuestra debilidad se elevó por encima de sí misma, porque la fuerza de Dios se hizo débil por debajo de sí.
7. PEDRO: La razón de tus palabras está de acuerdo con el poder de sus milagros.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
Por su gran extensión y por el breve excursus con que termina, el relato sobre las dos monjas se parece particularmente al episodio precedente. Entre el último milagro de profecía y el primero de poder, Gregorio ha querido establecer una expresa relación: uno ilustra el poder de Benito para comunicarse a distancia, el otro el poder de su lenguaje habitual. De una forma externa esta relación no sólo une los dos prodigios, sino también las dos grandes series de milagros de los que son el final y el comienzo. Transición artificial y superficial, que encubre más que mostrar una de las articulaciones mayores de la obra.
Dos monjas abren, por tanto, la serie de los milagros de poder. Otra monja está destinada a cerrarlos. Pero mientras que las dos mujeres del principio solamente padecen los efectos, terribles o benéficos, del poder del santo, la hermana de éste, al fin, le impondrá su voluntad y le hará sentir su propio poder.
Mirando así hacia delante, el episodio vagamente hace pensar en rasgos precedentes. Ante todo, estas monjas son de origen noble, y Gregorio lo dice de una forma que recuerda la presentación de Benito en el Prólogo(1), aunque la “nobleza” de esas damas las coloca claramente por encima de la condición simplemente “libre” del joven habitante de Nursia. Otro hecho que los relaciona es la presencia de una nodriza a su lado después de la renuncia, aunque Benito pronto haya dejado a la suya para desaparecer en un desierto, en tanto que las monjas conservan la de ellas y permanecen en su casa.
Sanctimoniales viviendo “no lejos del monasterio” ya hemos encontrado -a no ser que sean las mismas- algunos capítulos más arriba(2). Pero por su orgullo nobiliario, estas dos mujeres nos llevan a pensar sobre todo en el monje que sostenía la lámpara, “hijo de un magistrado”, que alimentaba pensamientos de desprecio hacia Benito mientras le servía en la mesa(3). La falta corregida allí por el santo -y esta observación vale también para los dos relatos siguientes- se mantiene en el nivel relativamente elevado al que se había llegado al final de la sección precedente. En cuanto a la forma particular que adopta el orgullo en el relato presente -ya no sólo con pensamientos, sino también con palabras- representa una novedad en la Vida de Benito, donde aún no habíamos hallado faltas (cometidas) con palabras(4). En el Libro IV, un relato macabro que se parece al presente tendrá por heroína a otra monja insolente y charlatana(5).
Este asunto de las monjas amenazadas de excomunión, víctimas de una muerte casi súbita, visiblemente excluidas de la comunión, finalmente reconciliadas por una ofrenda eucarística de la mano del santo, no sólo es uno de los más extraños de la Vida de Benito, sino que sus múltiples elementos hacen de él un milagro complejo, o para decirlo mejor, una cadena de milagros, cuyo rol respectivo y su encadenamiento deben ser considerados con cuidado.
Lo que Gregorio subraya al comienzo es el poder de la simple palabra de amenaza, que tiene todos los efectos de una verdadera sentencia. Y lo que pone de relieve al final es el poder de absolver a las almas del más allá. Pero entre estos dos prodigios, que son objeto de comentarios, hay otro que pasa casi desapercibido, por ser rápidamente narrado: la muerte de las dos mujeres, pocos días después de la reprimenda de Benito. Aunque Gregorio lo presenta como si se tratase de un hecho natural, esas dos muertes repentinas y conjugadas tienen toda la apariencia de un castigo del cielo, tal como se encuentra más de un ejemplo en los Diálogos(6), o al menos como un decreto especial de la Providencia.
Mencionado sin comentario este acontecimiento juega un papel clave en el relato. Es el que coloca a las monjas en su estado reprensible antes que ellas sean corregidas, y a continuación concede efecto a la palabra de Benito sin que él lo quiera: la condición -“si no se enmiendan”- se realiza y la amenaza se cumple automáticamente. Es él quien transporta al más allá, con las culpables, la sanción con que fueron golpeadas, de modo que Benito se encuentra haber “atado” con la excomunión a personas difuntas.
Si Gregorio pasa por sobre este evento capital es porque el santo no es claramente responsable y su poder no se pone en evidencia por este hecho, al menos directamente. Pero no hay que engañarse: en la muerte de las dos monjas, es el deus ex machina quien condiciona todo el proceso maravilloso. Sin ese golpe de escena providencial no tendríamos ninguno de los dos milagros celebrados por Gregorio: la amenaza eficaz como una verdadera sentencia, y la absolución de las almas del más allá.
Hay otro hecho maravilloso que Gregorio presenta como natural: la visión de las dos almas concedida a la nodriza. Esta persona común, a la cual el narrador no le atribuye ningún mérito particular, es gratificada con una clarividencia preternatural que hace pensar en el carisma de Benito mismo. Como el santo, en Subiaco, había visto y hecho ver por la oración al “niño negro”, como sólo él lo veía, (y) en Montecasino al diablo cara a cara, como lo obtendrá también orando, dos capítulos después, para que uno de sus monjes vea “el dragón”; aquí una mujer ve con sus ojos, no al diablo, sino dos fantasmas de almas angustiadas. Y las ve como naturalmente, sin tener necesidad, al parecer, de sus propias oraciones o las del santo.
Es por tanto “purificando el ojo del espíritu por una fe pura y una oración prolongada” que se llega a ver un alma que ha salido de su cuerpo, objeto invisible a los ojos corporales, dirá Gregorio al comienzo del Libro IV; citando en primer lugar la visión del alma de Germán de Capua concedida a Benito(7). El último libro de los Diálogos estará lleno de fenómenos análogos, tanto que el lector -y puede ser que Gregorio mismo- terminará por olvidar las altas exigencias de purificación mencionadas al comienzo. Visiones y sueños, demonios y (difuntos) que retornan abundan, al extremo de dar la extraña impresión de una comunicación incesante de este mundo con el otro, de una presencia casi inmediata de los espíritus en nuestro universo carnal.
El hecho narrado aquí es un primer ejemplo de ese modo fantástico que se desencadenará en el Libro IV. Allí como en el presente (capítulo), el lector se preguntará sin cesar si se encuentra ante representaciones puramente fantásticas, o ante objetos más o menos consistentes, pero Gregorio se cuida con esmero, habitualmente(8), de responder a esa cuestión.
Dos historias del Libro IV se parecen particularmente a la presente. Son relatos de almas en pena que se muestran para pedir la ayuda de los vivientes. Un obispo y un sacerdote son requeridos por fantasmas y obtienen su liberación del purgatorio, bien por varios días de oración insistente(9) (instante), bien por la celebración de Misas, acompañadas de lágrimas, durante una semana(10).
En este último caso, el medio instrumentado es parecido al de Benito. Pero éste no necesita de siete Misas para obtener sus fines. Ni tampoco de las treinta Misas que Gregorio mismo hará celebrar por uno de sus monjes muerto en desgracia(11). Una sola hostia que da de su mano y hace ofrecer en el altar basta para obtener el resultado.
La comparación con esos casos del Libro IV pone entonces de relieve, al parecer, el poder superior de nuestro santo. Con todo, mirando más atentamente las circunstancias son muy diferentes, como para quitar valor a tal comparación. Si bien se trata de almas de difuntos en desgracia, las de las monjas no se encuentran expresamente en el purgatorio, sino apartadas de la comunión de la Iglesia. Y lo que pone fin a su pena no es una intercesión sacerdotal, apoyada o no sobre el sacrificio eucarístico, sino el simple levantamiento de la excomunión, significada por la ofrenda del santo.
Pero permanece el hecho que esta absolución de difuntos constituye una auténtica maravilla, de la que Pedro y Gregorio admiran juntos su singularidad. Es grande, en efecto, y más aún de lo que nosotros pensamos. Para medirla, hay que recordar las declaraciones del papa Gelasio sobre Acacio. Este obispo de Constantinopla había muerto un siglo antes (468) en ruptura de comunión con Roma. El episcopado oriental, que le permanecía fiel, pidió a la Santa Sede que fuera absuelto. Por dos veces, Gelasio declaró que le era imposible, fundándose justamente sobre la palabra de Cristo a Pedro que Gregorio cita en este (capítulo): “Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”(12). Acacio no estaba ya más “en la tierra”, el papa no podía “desatarlo”.
“En la tierra”: para Gelasio, estas palabras se aplican a las personas juzgadas y significan que Pedro y sus sucesores pueden absolver las almas de los vivientes, y sólo a ellas. Para Gregorio, se aplican a la persona que juzga, por lo que subrayan la condición terrenal del hombre “carnal” y “débil”. Por medio de esta nueva exégesis, que reproducirá en un pasaje de su Comentario a los Reyes(13), el papa de fines del siglo VI revierte sin ruido la tesis de su predecesor. Gelasio negaba que le fuera posible absolver a Acacio. Gregorio afirma que Benito absolvió totalmente a las monjas.
Así el mismo texto del Evangelio sirve de fundamento a dos tesis contrarias. Pero aquí hay más que una simple cuestión exegética. La nueva interpretación corresponde a un progreso doctrinal, que aparecerá en el Libro IV. Siguiendo a Agustín, Gregorio desarrollará una doctrina del purgatorio, reconociéndole a la Iglesia una amplia posibilidad de intervención en favor de los difuntos. Sin identificarse con la cuestión del purgatorio, ésta de la suerte de los difuntos excomulgados está en conexión. No sorprende, por tanto, que Gregorio se muestre más abierto que Gelasio, cuya actitud negativa era todavía, a mediados del siglo VI, la misma del papa Virgilio(14).
Por lo demás, estos dos predecesores de Gregorio hablan en su condición de pontífices romanos, responsables de la doctrina y de la disciplina eclesiástica. En las cuestiones graves que incumbían a toda la Iglesia, como la de Acacio y sus semejantes, es necesario mantenerse en el minimum de los principios ciertos y de los poderes incontestables. Aquí, por el contrario, Gregorio pone en escena a un simple abad, que amenazó excomulgar a dos monjas. Y ese abad es un santo, cuyos poderes, de orden carismático, desbordan las normas usuales(15). Presentándolo como “vicario de Pedro”, Gregorio cuida de hacer notar que ocupa el lugar del Apóstol “por su fe y sus costumbres”. Como la amenaza inicial debía su fuerza sorprendente al hecho que Benito “tenía su corazón suspendido en lo alto” -en los cielos, junto a Dios-, así también su poder de desatar hasta en el más allá provenía, sin duda, de esa cualidad excepcional de fe y costumbres que le constituía como un verdadero sucesor espiritual del Pedro.
No es la primera vez que encontramos, en esta biografía, al Príncipe de los Apóstoles. En Subiaco ya Benito lo había hecho revivir por el milagro de la marcha sobre las aguas, y más tarde, Gregorio había evocado su “vuelta en sí” al salir de la prisión, modelo de las experiencias de Benito después de sus éxtasis(17). Es por ese modo de imitación carismática que nuestro santo, aquí, “ocupa el lugar” del gran Apóstol, como antes había ocupado el de Pablo(18).
Pero por encima de esos hombres de Dios, es al hombre-Dios mismo con quien Gregorio relaciona los poderes de su héroe. La frase de conclusión descuella por su particular belleza entre todos los pasajes que vibran por su fe en Cristo. Más aún que en el excursus precedente, el de este capítulo claramente envía a la conclusión del ciclo de Subiaco, donde la recapitulación de los cinco prodigios imitados del Antiguo y del Nuevo Testamento se dirige a la gloria de Cristo, fuente única e inmediata de los milagros de Benito al igual que la de sus modelos bíblicos(19). También ahora como antes Gregorio canta el abajamiento del Dios hecho carne(20), causa de exaltación para los hombres nacidos de la tierra. Y en los dos pasajes el Prólogo del cuarto evangelio sugiere las fórmulas de esa glorificación de Cristo.
Cuando se recuerda que la figura de Cristo ocupará de nuevo la última página del Libro, se advierte que el presente excursus hace, con el precedente, de enlace entre la conclusión del ciclo de Subiaco y aquella de toda la Vida. Nada de sorprendente en esto, porque estamos aquí en la unión de los milagros de profecía y de poder, en la mitad del ciclo casinense. En este poste central Gregorio ha plantado el doble jalón de una conmemoración de Cristo y del Espíritu, recuerdo de las personas divinas hacia las que conduce a su lector a través de esta historia humana. Posiblemente también conviene notar que la única mención de la Misa que ofrece la Vida de Benito se encuentra en este capítulo medianero de la gesta de Montecasino.
Notas:
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009. En la precedente entrega se presentó el texto del libro II de los Diálogos que va desde el cap. XXII,5 al cap. XXV, con la introducción general del P. de Vogüé a dicha sección. Ahora se ofrece el comentario del mismo Autor a cada uno de esos capítulos. Para facilitar la comprensión se reproduce el texto que luego viene explicado.
(**) Trad. de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 142-148 (Vie monastique, 14).
(1) Comparar Dial. II,1, Prol. 1: liberiori genere... ortus; 23,2: nobiliori genere exortare.
(2) Dial. II,19,1.
(3) Dial. II,20,1.
(4) Al menos entre los discípulos del santo, beneficiarios de sus milagros educativos, porque deben recordarse las murmuraciones de Florencio (8,1).
(5) Dial. IV,53. Todo el final del Libro IV desarrolla dos tesis conexas: la sepultura de los difuntos en las iglesias les es de poca ayuda, y pesar de su valía pueden ser expulsados (IV,52-56); la verdadera forma de auxiliarles es ofrecer por ellos el sacrificio de la Misa (IV,57-62). Esta doble demostración está delineada aquí: las monjas son expulsadas de la iglesia y socorridas por la Misa.
(6) Dial. II,8,6; III,15,7; IV,33,3 y 54,2, etc.
(7) Dial. IV,7 y 9.
(8) Algunas indicaciones sobre este tema se ofrecen en nuestra Introducción (SCh 151), pp. 150-151, ns. 36-40.
(9) Dial. IV,42,4.
(10) Dial. IV,57,7.
(11) Dial. IV,57,14-16.
(12) Mt 16,19, citado por Gelasio en el concilio romano del 495 (PL 59,190A; Collectio Avellana 103,28); Mt 18,18, citado por Gelasio, Ep. 11, PL 59,59BC (Collectio Avellana 101,8), el año anterior (494). Ver ya León, Ep. 108,3 y 167,8 (sin referencias bíblicas).
(13) Comentario sobre el libro Iº de los Reyes II,59. Correlativamente “en los cielos” no significa más, como en Gelasio “a los ojos de Dios”, sino “después de la muerte, en el más allá”.
(14) Collectio Avellana 83,215-216 (Constitución sobre los Tres Capítulos, dirigida a Justiniano el 14 de mayo de 553), donde Virgilio cita a Gelasio.
(15) Cf. Dial. I,4,8-19, donde la predicación del abad Equitio, contraria a los cánones, es justificada por los signos del cielo.
(16) Igualmente el Maestro considera a los abades, al igual que a los obispos, como sucesores de los Apóstoles. Cf. nuestro estudio Structure et gouvernememt de la communuaté monastique chez saint Benoît et autour de lui, que aparecerá en las Actas del Congreso de Norcia-Cassino (sept.-oct. 1980), especialmente parágrafos III,2,3-4.
(17) Dial. II,3,8-9 (Hch 12,11); 7,2, (Mt 14,28-29). Cf. 8,8.
(18) Dial. II,17,2.
(19) Dial. II,8,9, citando Jn 1,9. 16.
(20) Con alusión a Jn 1,14.