VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
XXVI. Tampoco quiero pasar en silencio lo que supe por el ilustre varón Antonio. Me contaba que un esclavo de su padre había sido atacado de elefantiasis, a tal punto que se le caía el cabello y se le hinchaba la piel, y no podía ocultar el pus cada vez más abundante. El padre de Antonio envió al enfermo al hombre de Dios, y al instante el esclavo recuperó su salud.
XXVII.1. Tampoco callaré lo que solía contar su discípulo Peregrino. Cierto día un buen cristiano, apremiado por la necesidad de cancelar una deuda, pensó que le quedaba como única solución acudir al hombre de Dios y exponerle su urgente necesidad. Llegó pues al monasterio y encontró al servidor de Dios omnipotente. Le expuso las graves molestias que sufría de parte de un acreedor al que le debía doce monedas de oro. El venerable Padre le respondió que no tenía las doce monedas, pero para consolarlo en su necesidad, le dijo con amables palabras: “Vete, y vuelve dentro de dos días, ya que hoy no tengo lo que debería darte”.
2. Durante estos dos días Benito se entregó a la oración, según su costumbre. Cuando al tercer día regresó el angustiado deudor, inesperadamente aparecieron sobre el arca del monasterio que estaba llena de trigo, trece monedas de oro. El hombre de Dios mandó traerlas y se las entregó al afligido solicitante, diciéndole que devolviera las doce y se guardara una para sus propios gastos.
3. Pero volvamos ahora a lo que me contaron los discípulos ya mencionados en la introducción de este libro.
Un hombre sentía mortal envidia hacia un adversario suyo, y su odio llegó a tal punto que puso veneno en su bebida sin que aquél se diera cuenta. Aunque el veneno no llegó a quitarle la vida, le cambió el color de la piel, de modo que aparecieron en su cuerpo unas manchas como de lepra. Pero al ser llevado al hombre de Dios, de inmediato recobró la salud: en cuanto el santo lo tocó, desaparecieron todas las manchas de su piel.
XXVIII.1. También por aquel tiempo en que la falta de alimentos afligía gravemente la Campania, el hombre de Dios había distribuido entre diferentes necesitados todo lo que había en su monasterio, al punto de que no quedaba casi nada en la despensa, con excepción de un poco de aceite en un frasco de cristal.
En aquel momento se presentó un subdiácono, de nombre Agapito, pidiendo insistentemente que le dieran un poco de aceite. El hombre de Dios que se había propuesto dar todo en la tierra para recuperar todo en el cielo, ordenó que se diera al solicitante ese poco de aceite que había quedado. El monje encargado de la despensa, aunque ciertamente oyó la orden, difirió su cumplimiento.
2. Cuando poco después Benito preguntó si se había entregado lo que él había dispuesto, el monje respondió que no lo había dado, pues de haberlo entregado no hubiera quedado nada para los hermanos. Entonces, airado, Benito mandó a otros hermanos que arrojaran por la ventana el frasco de cristal con el resto de aceite, para que nada quedara en el monasterio contra la obediencia. Y así se hizo.
Ahora bien, debajo de aquella ventana se abría un gran precipicio erizado de enormes rocas. El frasco naturalmente fue a dar a las rocas, pero quedó intacto como si no hubiera sido arrojado, de modo que ni el frasco se rompió ni el aceite se derramó. El hombre de Dios mandó recoger el frasco, y entero como estaba lo entregó al subdiácono. Entonces, después de haber reunido a los hermanos, reprendió delante de todos al monje desobediente por su falta de fe y su soberbia.
XXIX.1. Después de hacer esta reprensión, se entregó a la oración con los hermanos. En el mismo lugar donde estaba rezando con ellos, había una tinaja de aceite, vacía y tapada. Como el hombre santo persistiera en la oración, la tapa de la tinaja empezó a levantarse empujada por el aceite que subía. Removida y quitada la tapa, el aceite que seguía subiendo desbordó y empezó a inundar el piso del recinto donde estaban postrados. Al ver esto, el servidor de Dios Benito de inmediato puso fin a la oración, y el aceite dejó de correr por el piso.
2. Entonces volvió a amonestar al hermano desconfiado y desobediente para que aprendiera a tener fe y humildad. Y el hermano, corregido saludablemente, se avergonzó, pues el venerable Padre acababa de mostrar con milagros ese mismo poder de Dios omnipotente que antes le había insinuado al reprenderlo. Así en adelante nadie podría dudar de las promesas de quien, en un instante, en lugar de un frasco de cristal casi vacío, había devuelto una tinaja llena de aceite.
XXX.1. Un día, mientras que Benito se dirigía hacia el oratorio de san Juan, situado en lo más alto de la montaña, le salió al encuentro el antiguo enemigo disfrazado de veterinario, llevando un vaso de cuerno y un lazo. Al preguntarle: “¿Adónde vas?”, él contestó: “Me voy a ver a los hermanos, para darles un brebaje”. Entonces el venerable Benito se fue a rezar. Y cuando terminó su oración, volvió de inmediato.
El maligno espíritu, por su parte, encontró a un monje anciano que estaba sacando agua, y al momento entró en él y lo arrojó al suelo atormentándolo furiosamente. El hombre de Dios, que volvía de la oración, viendo que el anciano era torturado con tanta crueldad, le dio tan solo una bofetada, y al instante expulsó de él al maligno espíritu, de suerte que éste en adelante ya no se atrevió a atacarlo.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
[Visión de conjunto]
Entre la trilogía claramente diseñada que se ha recorrido previamente y los dos relatos con tesis que le seguirán, el grupo presente es uno de los menos coherentes de la Vida de Benito. Sin duda, estos cinco hechos maravillosos demuestran todos el poder operativo del santo, conforme al tema general de esta parte del Libro, pero su reunión parece mostrar, en gran medida, causas exteriores, y su relación no es orgánica.
Al considerar estos relatos, el hecho de conjunto que asombra es la presentación de testigos particulares para los dos primeros, seguido por un retorno al testimonio colectivo de cuatro abades que garantizan, después del Prólogo, los relatos de Gregorio. He aquí, entonces, la curación de una elefantiasis -una especie de lepra-, relatada por el secular Antonio (Aptonius), luego la historia de las trece monedas de oro conseguidas por la oración, que testimonia el monje Peregrino. En seguida, los cuatro abades retoman la palabra y narran dos hechos que extrañamente se asemejan a los precedentes: la curación de una enfermedad de piel análoga a la lepra, y una abundancia de aceite obtenida igualmente por medio de la oración.
Estas dos parejas similares de historias disparatadas, debidas a informantes directos, son doblemente insólitas. Ante todo, porque Gregorio no introduce en ninguna otra parte distintos testigos a no ser “los cuatro discípulos”, de los cuales además nunca menciona el testimonio global, invocado al comienzo de una vez por todas(1). Luego, porque agrupa de buen grado sus relatos de a dos o de a tres, pero uniéndolos por un tema común(2); aquí, al contrario, cada pareja incluye dos relatos muy diferentes -una curación y una producción ex nihilo- no estando el par sostenido más que por un nexo extrínseco, y cada uno de los dos relatos encuentra su verdadero homólogo en la otra pareja.
Este cuarteto de rimas cruzadas aparece además desarreglado por la presencia de un quinto milagro, inserto entre los dos últimos. La producción del aceite milagroso sigue, en efecto, al prodigio del recipiente de vidrio arrojado contra las rocas y que no se rompe. Los dos episodios forman un solo relato continuo, y esta secuencia histórica hace de ellos un par mucho más aparente que los que se consideraron antes. Se puede pensar en la secuencia Rigo-Totila de los capítulos 14-15. Esos dos prodigios de la sección “profecía” se suceden, según parece, con algunos días de intervalo. Aquí los milagros relativos al aceite se suceden inmediatamente, y su relación es tan estrecha que se requiere un esfuerzo de atención para captar la semejanza del segundo con el prodigio de las piezas de oro.
En cuanto al último milagro, la liberación del monje poseído, recuerda un poco las dos curaciones de lepra, tanto por su naturaleza curativa cuanto por su rapidez. Pero la originalidad de este relato es grande, y sus homólogos en la Vida se encuentran en otros pasajes. En el seno del presente conjunto, aparece aislado. Con lo que se agrava la incoherencia relativa del grupo.
Para reducir un poco esta impresión de desorden, sólo se puede invocar un hecho: la sucesión ordenada de los personajes, primero seculares, después monjes. El servidor de Antonio (Aptonius), el deudor acorralado, la víctima del veneno, estos tres primeros beneficiarios de los milagros de Benito son todos laicos. A continuación, el subdiácono Agapito también es un secular, pero el celerario del monasterio y los hermanos que oran con Benito pertenecen al mundo claustral. Finalmente, el senior poseído por el diablo también es un miembro de la comunidad. A través del asunto del aceite, en el que se vuelven a encontrar las dos categorías, se pasa sin ningún nexo de los seculares al ámbito monástico.
Concluyamos esta visión de conjunto observando que Gregorio parece guiarse, en la constitución de este grupo, por las semejanzas que ofrecen los relatos que llegan hasta él desde diversas partes. Es así que parece explicarse el conjunto de los cinco primeros milagros, habida cuenta del vínculo especial que une al cuarto con el quinto. Para la última narración, que no se relaciona con claridad a alguna de las precedentes, puede que exista, lo veremos, una relación especial con el grupo siguiente.
Notas:
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Trad. de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 155-157 (Vie monastique, 14).
(1) Se encuentra una sola mención de Valentiniano (Dial. II,3,1), y una referencia al testimonio particular de Honorato (15,4). Esta última se coloca hacia la mitad de la sección “profecía”, como el retorno a los cuatro abades aparece justo en la mitad de la sección “poder”.
(2) Ver especialmente Dial. II,12-13; 18-19; 24-25; 34-37.