VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
1. Hubo un hombre de vida venerable, bendito por gracia y por nombre Benito, que desde su más tierna infancia tuvo la prudencia de un anciano. Adelantándose a su edad por sus costumbres, no entregó su espíritu a ningún placer sensual, sino que en esta tierra en la que por un tiempo hubiera podido gozar libremente, despreció, como ya marchito, el mundo con sus atractivos.
Nacido de una familia libre de la región de Nursia, fue enviado a Roma para estudiar las ciencias liberales. Pero al ver que en este estudio muchos se dejaban arrastrar por la pendiente de los vicios, retiró el pie que casi había puesto en el umbral del mundo, temiendo que, al adquirir un poco de su ciencia, también él fuera a caer por completo en un precipicio sin fondo. Abandonó por eso los estudios de las letras y dejó la casa y los bienes de su padre y deseando agradar sólo a Dios, buscó la observancia de una vida santa. Así se retiró, ignorante a sabiendas y sabiamente indocto.
2. No pude averiguar todos los detalles de su vida, pero lo poco que voy a narrar, lo sé por referencia de cuatro de sus discípulos: Constantino, un hombre del todo respetable que le sucedió en el gobierno del monasterio; Valentiniano, que durante muchos años dirigió el monasterio de Letrán; Simplicio, que fue el tercer superior de su comunidad; y Honorato, que aún actualmente gobierna el monasterio en el que había ingresado.
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
Estamos en 593. Gregorio es papa desde hace tres años. Su primera preocupación ha sido pronunciar y publicar cuarenta Homilías sobre los Evangelios de los domingos y las fiestas. Luego, en los momentos libres que le permiten su vasta correspondencia, su mala salud, sus preocupaciones pastorales y políticas –los terribles longobardos no cesan de amenazar Roma–, el antiguo monje ha vuelto a su ocupación favorita: comentar, en el pequeño círculo de sus íntimos, libros enteros de la Biblia.
Pero sus amigos no están enteramente satisfechos con esta enseñanza espiritual con una base escriturística. Desean además otra cosa: hermosas historias de milagros parecidas a las que Gregorio ha relatado en algunas de sus Homilías. Para satisfacer este pedido, el papa interrumpe sus comentarios bíblicos y comienza a componer una obra sobre los milagros realizados en Italia en época reciente. En el Primer Libro, acaba de presentar, dialogando con su viejo amigo el diácono Pedro, una docena de santos, autores de uno o varios prodigios. Ahora trata de un personaje de estatura excepcional, al cual dará un relieve extraordinario al consagrarle todo el Libro Segundo: un cierto Benito de Nursia, fundador de monasterios en Subiaco y Montecasino.
¿Por qué tiene Benito esta importancia sin igual a los ojos de Gregorio? Sin duda a raíz de los informes particularmente numerosos que ha recogido acerca de él, pero también, como veremos, porque el antiguo monje convertido en pastor de la Iglesia, envuelve en esa figura de santo monje y de abad lo mejor de su propia experiencia, de su saber espiritual y de sus aspiraciones.
El principio de la Vida de Benito que hemos reproducido más arriba, contiene dos relatos de partidas, separados por una lista de testigos. No vamos a detenernos en ella, pero notemos por esta sola vez, su alcance y su valor. Esta lista nos garantiza la historicidad sustancial de la Vida. Benito no es un héroe de leyenda, salido de la imaginación popular o de los sueños religiosos del mismo Gregorio. Los lugares donde vivió, los monasterios que fundó, los superiores que lo sucedieron, todo eso de pública notoriedad, atestigua su existencia y corrobora su biografía. Muchos de los detalles, incluso algunos de los milagros, pueden ser inventados, pero los datos esenciales de su curriculum están firmemente establecidos.
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“Hubo un varón llamado Benito”. Este comienzo nos trae a la memoria la presentación de Juan Bautista en el Prólogo del Cuarto Evangelio, y también el principio de dos obras del Antiguo Testamento sobre las cuales Gregorio dejó bellos comentarios: el Primer Libro de Samuel y el Libro de Job. Es un hecho significativo. Así como un compositor dibuja al comienzo del pentagrama la clave de sol o la clave de fa que permitirá descifrar su música, Gregorio nos entrega en esta primera fórmula netamente escriturística, la “clave” de su Vida de Benito. Esta deberá ser leída en constante referencia a la Sagrada Escritura, porque está totalmente compuesta, si se puede decir así, en “clave de Biblia”. Esa manera totalmente escriturística de considerar al héroe aparece de golpe en este Prólogo. La única cosa que allí se trata es su salida del mundo y su entrada al servicio de Dios. Su patria, su familia acomodada, sus estudios literarios en Roma sólo se mencionan para situar ese acto inicial de su conversión monástica. Lo que precedió no tiene interés para Gregorio. Lo único que cuenta es la ruptura con el mundo, el abandono de todo para “agradar sólo a Dios”, la decisión de “buscar el hábito de la vida monástica”. Como sucede con Abraham e Isaías, la Virgen María y los Apóstoles, y con tantos otros personajes de la Historia sagrada, el telón se levanta sobre Benito recién en el instante de su vocación.
Gregorio es incluso a este respecto, más radical que la mayoría de los grandes hagiógrafos que lo precedieron. Los biógrafos respectivos nos han conservado algunos rasgos de la infancia de Antonio, Martín, Ambrosio o Cesario. Aquí, nada semejante. Solamente nos enteramos de que Benito niño tenía una “cordura de anciano” –expresión que resuena extrañamente en nuestro mundo que busca más bien una nueva juventud cuando envejece–. Por lo demás, esta evocación de un “niño” precozmente anciano (en el lenguaje de la época se es todavía “niño” a los dieciocho años) apunta ya al retiro del mundo que se relata luego. No se trata de los años anteriores que, lo repetimos, a Gregorio no le interesan. Recién al final del Libro, nos enteramos de que Benito tenía una hermana, Escolástica, que había sido consagrada a Dios desde su infancia, signo de una familia profundamente cristiana.
Concentremos, por lo tanto, junto con el biógrafo, toda nuestra atención en el gesto de ruptura y de compromiso efectuado por este joven. Él mismo ha realizado su consagración a Dios, por medio de una decisión totalmente personal, contra los designios de sus padres. ¿Podemos hablar de “vocación”? Al comenzar, Gregorio menciona sin duda la “gracia”, con la que el santo fue “bendito” (éste es el sentido de Benedictus, Benito, en latín), pero la continuación del Prólogo no menciona un llamado divino claramente significado y percibido como tal, ni ningún acontecimiento particular. La partida de Benito parece ser más bien el resultado de una deliberación sapiencial, cuyo móvil es una percepción tranquila y aguda de la caducidad del mundo, como la que tienen ciertos seres muy jóvenes, junto a la repulsión que inspira el espectáculo del desorden moral en un alma recta. Los entretenimientos viciosos de sus camaradas revelan a Benito que él ha sido hecho para otra cosa. En lugar de buscar su placer en la carne, él desea agradar a Dios.
Por tanto, en este relato, ni vemos a Jesús que camina por el borde del lago y llama a su discípulo, ni escuchamos la voz del Evangelio proclamado en la iglesia durante la liturgia y que un domingo le habló a Antonio al corazón. Y sin embargo, cuando Gregorio dice que Benito “abandonó la casa y los bienes de su padre”, pensamos en los Apóstoles que dejaron sus redes, su barca y a su padre con quien estaban pescando.
La antigua aventura vuelve a comenzar, la aventura de Abraham “que sale de su país, de su parentela y de la casa de su padre” por orden del Señor.
En cuanto a la admirable fórmula que expresa el significado positivo de este éxodo –“deseando agradar sólo a Dios”– evoca por su parte a dos figuras de las Cartas de san Pablo: la virgen que se preocupa únicamente de agradar al Señor y el soldado de Cristo, liberado de las preocupaciones de este mundo para agradar a aquel que lo ha enrolado(1). “Dios solo”: divisa bíblica que resume el gran mandamiento dado a Israel y resplandece en el centro de una de las más bellas doxologías del Nuevo Testamento(2).
Renunciar a las creaturas por el Creador, dejar todo para ser sólo de Dios: esta decisión del adolescente que se aleja de Roma corresponde exactamente al análisis de la vocación monástica que realizará Gregorio algunos años más tarde en una página inolvidable(3). Para él la figura del monje posee dos rasgos esenciales: un vigoroso desprecio del mundo y una aspiración poderosa, exclusiva, unificante de ver a Dios. Este segundo elemento es todavía más característico que el primero, ya que por medio de él el monje deviene verdaderamente lo que dice su nombre: un ser interiormente unificado, un hombre de unidad. ¿Acaso el griego monos de donde viene monachus, no significa “uno”? Lo que hace al “monje” es su único amor, su única pasión por ver a Dios.
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De manera que el abandono del mundo y la búsqueda de Dios solo, hacen de Benito el tipo perfecto del aspirante a monje. Sin embargo el segundo aspecto de esta conversión religiosa está presentado aquí como el deseo, no de “ver a Dios”, sino de “agradar a Dios”. Esta diferencia no es desdeñable, sobre todo para el lector moderno siempre pronto a sospechar que toda búsqueda de contemplación es egoísta. Esta sospecha, ya sea fundada o no, aquí en todo caso no tiene objeto. Nada menos egoísta que el deseo de Benito: hacer lo que agrada a Dios.
Esta aspiración, vasta como la inmensidad divina, se traduce en lo inmediato en una búsqueda singularmente precisa y limitada: la del hábito monástico. Esta voluntad de tomar “el hábito de la vida monástica” significa dos cosas. En primer lugar, que Benito reconoce en esa vida religiosa tradicional, cuyo signo público desde hace mucho tiempo, es el hábito, el camino del Evangelio por el cual se agrada a Dios. Este camino no está por inventarse. Ya existe, jalonado en lo esencial por las reglas de la ascesis y por los ejemplos de los ancianos, cuya fuente es la palabra de Dios viviente en las Escrituras. El joven buscador de Dios no es por lo tanto un francotirador. Al pedir el hábito monástico, pretende afiliarse a una tradición.
Al mismo tiempo, el hábito manifestará su propósito irrevocable de renunciar al mundo y de servir a Dios. Tomar el hábito es profesar abiertamente la vida monástica, es comprometerse a los ojos de todos, es comprometerse definitivamente. Al señalar esta resuelta gestión de Benito, Gregorio piensa visiblemente en su propia ruptura con el mundo, unos veinte años atrás, que no ha sido, desgraciadamente, tan neta y franca. De ello se acusa en la Carta-Prefacio de los Morales, dirigida a su amigo Leandro de Sevilla(4). Gregorio, patricio de fortuna y alto funcionario, “durante mucho tiempo ha diferido” la conversión a la que se sentía llamado. Todos sus deseos iban ya hacia el cielo y la eternidad, pero “creyó preferible conservar el hábito secular”, porque “algunas costumbres inveteradas le impedían cambiar su aspecto exterior”. “Serviría al mundo sólo en apariencia”, pensaba. De hecho, se dio cuenta de que la “apariencia” tiene más importancia de lo que se cree. Su propio espíritu no resistió a las preocupaciones mundanas que lo acosaban y finalmente debió “dejar el mundo” definitivamente y “arribar al puerto del monasterio” para salvar lo mejor de sí mismo.
Al buscar inmediatamente el hábito de la vida religiosa, Benito da prueba entonces de esa precoz madurez por la cual Gregorio lo honra. Y así llegamos a las últimas palabras de este primer párrafo: “Se retiró, ignorante a sabiendas y sabiamente indocto”. Esta doble antítesis, cuya forma recuerda la paradoja inicial del “niño-anciano”, alude particularmente a la interrupción de los estudios literarios comenzados en Roma, a la renuncia a la “ciencia de este mundo”. Pensamos en la “sabiduría de este mundo” que denuncia san Pablo, en Cristo crucificado, que es simultáneamente “locura para los paganos, sabiduría para los elegidos”(5).
Asimismo, al hablar de otro personaje de los Diálogos, Sanctulus de Nursia, un sacerdote que apenas sabía leer pero que expuso heroicamente su vida para salvar a un condenado a muerte, Gregorio dice que su “docta ignorancia” es sujeto de confusión para nuestra “ciencia erróneamente docta”(6). Sin embargo, la ignorancia crasa e involuntaria de ese santo sacerdote, incapaz incluso de leer la Escritura, es diferente de la de Benito, deliberada y bastante relativa: esta ignorancia no le impedirá dedicarse a la lectura(7), ni escribir una Regla cuya forma Gregorio estima como “brillante”(8). Al interrumpir sus estudios profanos, Benito no ha renunciado totalmente a la cultura, sino que ha optado por la cultura superior que se fundamenta en la renuncia al mundo y el don total a Dios.
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Notas:
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009, pp. 21 ss..
(**) Tomado de: Cuadernos Monásticos n. 55 (1980), pp. 407 ss. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 258 y 259. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
(1) 1 Co 7,32; 2 Tm 2,4. Además, cuando “desprecia al mundo con sus flores cual si estuviese marchito”. Benito se asemeja a los mártires celebrados por Gregorio en la Homilía sobre el Evangelio 28,3. Según ese paralelo, probablemente hay aquí una alusión al estado todavía “floreciente” del mundo romano en el tiempo que precedió a los desastres de la Guerra de los Godos y de la invasión longobarda.
(2) 1 Tm 1,17.
(3) Comentario al Primer Libro de los Reyes 1,61.
(4) Gregorio Magno, Morales sobre Job, Libros I-II.
(5) 1 Co 1,20 y 23-24.
(6) Diálogos (= Dial.) III,37,20.
(7) Dial. II. 31,2-3.
(8) Dial. II,36.