Desposorios místicos de Santa Gertrudis, anónimo, estilo cuzqueño del siglo XVII, Museo histórico nacional del Cabildo, Salta, Argentina.
por Pierre DOYÈRE, OSB †[1]
1. La “Conversión”[2]
La tarde del 27 de enero de 1281, después de Completas, en el dormitorio, se produce la visión inicial a la vida mística (de santa Gertrudis)[3]. Esta pone fin a una crisis cuyo período agudo ocupa todo el Adviento precedente. ¿De qué naturaleza fue esta melancolía? ¿Nada más que la depresión de un espíritu cuya curiosidad ferviente comienza a defraudarla o fastidiarla, donde se mezcla la turbación incierta de un corazón abrumado por la soledad? Se estaría tentado de creer esto, por el tono mismo con que santa Gertrudis hace, nueve años más tarde, la confidencia. Poco importa, por otra parte; nos basta que haya tenido aquí un giro decisivo. De aquí en adelante, y sea lo que fuere de aquéllas horas ocultas, una luz nueva esclarece su fe, un ritmo nuevo pulsa su amor.
En el capítulo I del Libro II, inmediatamente después del relato de este encuentro, la edición de Lanspergius y todas las que derivan de ella, traen un pasaje donde la santa agradece a Dios por haberla retirado -por esta llamada insigne- del amor desordenado a las letras humanas y curado del atractivo por lo creado, para hacerle encontrar el gusto por Él solo. Algunos de los manuscritos conocidos no traen este texto. ¿Pertenecerá éste al manuscrito (l) del cuál se sirvió Lanspergius? Es más razonable que se trate de una glosa del editor, en el espíritu de ciertas reflexiones del Libro I. Sea lo que fuere, la glosa es oportuna y sitúa bien el carácter de la conversión del 27 de enero. Esta no es la vuelta a Dios de un alma entregada al pecado o solamente cegada por la indiferencia de distracciones frívolas: es el pasaje del intelectualismo a la vida mística. Hasta aquí, en el ardor de su juventud estudiosa, aunque se ocupaba de muchas cosas de Dios, lo hacía como objeto apasionante de una ciencia, hasta que su fe se hubo complacido en subrayar la trascendencia; en la regularidad de su observancia monástica, desde hacía veinte años, era al Señor a quien ella servía, pero más bien como cumplimento de un deber de estado.
En aquel “lunes salvífico” todo se trastornó. Ese Dios que la teología se esfuerza en analizar, en todo caso, es un ser viviente, una persona presente, un amor –su amor-, que quiere revelarse a las almas como el amigo al amigo, como el esposo a la esposa. Más convincente que todos los discursos y las conclusiones teológicas, este conocimiento se perfecciona en la simplicidad plena de una contemplación, de una posesión indecibles. Conocimiento de unión, del cuál ninguna luz intelectual puede dar idea a quien no ha hecho la experiencia. Y porque este conocimiento es amor, es por él que el fardo de Cristo es dulce y su yugo ligero; el cuál, sin él, tiene el peso de todo fardo y de todo yugo.
Este descubrimiento no viene, como normalmente, al término de una evolución del pensamiento, sino bajo el efecto de una gracia propia; y esta gracia es tal, que todo lo que la precede no le parece al alma más que pecado, vicio, ceguera, tinieblas, orgullo, traición, de suerte que hay en definitiva para el alma un retorno a Dios, una conversión.
2. Cristocentrismo
La visión del 27 de enero, por lo tanto, ha revelado a Gertrudis el secreto de la mística cristiana: el lazo de amor con la persona de Cristo, viviente y presente en lo más íntimo del alma, in íntimis, in visceribus, in interioribus cordis. La vida de oración es ahora muy abierta y muy rica, pero también muy simple, pues está como movida por un solo principio: la unión con el Hijo de Dios. De aquí recibe su carácter de afectividad y de interiorización y toda la orientación de su piedad: el culto hacia la humanidad del Señor, la Eucaristía, Nuestra Señora, la Iglesia, el cuerpo místico.
Aunque casi no haya ninguna ventaja en usar nuestras categorías modernas de escuela para comprender a las almas medievales, tenemos el derecho de hablar de cristocentrismo, según el valor que San Pablo asigna al término. Basta recorrer el aparato escriturístico para constatar desde ya, por la frecuencia de referencias, cuán paulina es la espiritualidad gertrudiana; el acceso a la vida divina no es posible más que por la incorporación a Cristo, realidad misteriosa -postulada por la plenitud de la Encarnación redentora- de una unión del Verbo hecho carne con el alma regenerada, para hacerla participar de su propia vida trinitaria.
Por más afectiva que pueda parecer la vida espiritual de Helfta, se apoya sobre la más firme y la más auténtica base doctrinal, sobre un saber teológico y escriturístico, que, con un poco de atención, se reconoce bajo las efusiones y las confidencias, salvado por este medio, de todo iluminismo. La autora del Libro I tiene mucho cuidado de decirnos que sus escritos satisficieron a teólogos y espirituales (L I,1).
Gertrudis conoce las corrientes de espiritualidad puramente especulativas y esa pretensión de una experiencia de lo divino que supere la humanidad mediadora de Cristo, la cuál sería como un obstáculo a la mirada mística. No es por sentimiento o por sentimentalismo que ella contradice este camino, sino por la conciencia de una necesidad doctrinal. Ella no se puede contener de un impulso de especulación filosófica, de un momento de clarividencia intuitiva de la relación del ser con Dios. Siguiendo la observación de Castañiza, su unión con Cristo, que es el foco de toda su vida mística, tiene el carácter de un consortium physicum y no solamente de un consortium morale. En la luz de su gracia propia, se impone en su alma a la evidencia de su fe, la realidad de la Encarnación. Por la comunidad de naturaleza humana, el Verbo comunica al alma el ritmo divino de su propia vida, orientando así la mirada del alma hacia el objeto de su propia mirada, la beatitud de la “resplandeciente y toda calma Trinidad”.
Bajo esta luz, Gertrudis comprende que no hay más que un único Misterio de unión. Esta es la razón por la que a veces tiene una manera de hablar que parece evocar la totalidad de la fe: la encarnación en el seno de María, la salvación del género humano, la comunión eucarística, la experiencia mística personal: desde Navidad, principio mismo de esta Encarnación total, hasta la Ascensión, su término magnífico, donde en la persona de Cristo, la humanidad victoriosa aparece delante del rostro del Padre, donde nuestra naturaleza substancialmente se sienta junto al Padre (L II, 11,23).
Para sugerir la cualidad de esta unión, el Heraldo recurre a las imágenes más variadas y a veces bastante inesperadas: la aleación del electro, la soldadura de las dos partes de la copa, la transparencia del cristal.
Continuará
[1] Dom Pierre Doyère, OSB, monje de San Pablo de Wisques, fue el impulsor de la revisión y fijación del texto latino de las obras completas de santa Gertrudis y su principal traductor al francés. Murió el 18 de marzo de 1966, durante la preparación de la edición crítica de los libros I a III del Legatus Divinae Pietatis; dos discípulos suyos continuaron la tarea y la obra fue publicada en 1968 por Sources chrétiennes (Gertrude D’Helfta, Œuvres Spirituelles II, L’Héraut [Livres I-II] SCh N° 139 y Œuvres Spirituelles III, L’Héraut [Livre III] SCh N° 143 – Paris, Les Éditions du Cerf, 1968). La fijación del texto de los libros IV y V del Legatus es obra de Jean-Marie Clément, monje benedictino de Steenbrugge, y la traducción al francés, de las monjas de Wisques. La aparición de la edición crítica del Legatus supuso un punto de inflexión decisivo en los estudios gertrudianos; magna empresa, cuyo mérito debe reconocerse a Dom Pierre Doyére: las líneas marcadas en su estudio introductorio (que aquí publicamos por secciones y traducido al español), han orientado los estudios gertrudianos de los últimos cuarenta años y aún no han sido superadas.
[2] Retomamos aquí la publicación de la Introducción de Pierre Doyère, a la edición crítica latín-francés de las obras de santa Gertrudis. Cfr. «Introduction» a Gertrude D’Helfta, Œuvres Spirituelles II, L’Héraut (Livres I-II,) Sources chrétiennes N° 139 – Paris, Les Éditions du Cerf, 1968, pp. 9-91. Tradujo la Hna. Ana Laura Forastieri, ocso, del Monasterio de la Madre de Cristo, Hinojo, Argentina.
[3] N. de T.