Inicio » Content » II. DOCTRINA ESPIRITUAL (3)

Santa Gertrudis de Hefta, talla de madera policromada (48x17x 24cm) proveniente de las misiones jesuíticas guaraníes (siglos XVII-XVIII), actualmente en la iglesia parroquial de San Pedro de Durazno, diócesis de Florida, Uruguay. Según la tradición oral, la imagen estuvo vinculada al pueblo de San Borja del Yí, fundado por misioneros indígenas (1833-1862). La devoción tuvo origen en el Puesto y Capilla Santa Gertrudis de las Estancias Jesúiticas del Yapeyú, ubicados en la confluencia de los ríos Tacuarembó y Coñapirú al norte del actual Minas de Corrales (1737 o 1749).

Fuente:  Memoria de la Exposición: Uruguay en guaraní: presencia indígena misionera. Tallas de madera y otros objetos arqueológicos (S. XVII-XVIII y XIX), testimonios de la presencia indígena procedente de las misiones jesuíticas en el actual territorio de Uruguay, Intendencia de Montevideo y Museo de arte precolombino e indígena (MAPI), 2014. Catálogo publicado en http://www.inac.gub.uy/innovaportal/file/9673/1/informe_baja.pdf

 

 

por Pierre DOYÈRE, OSB †[1]

3. Pensamiento Teológico

En esta misma perspectiva cristocéntrica[2] se deben situar las grandes devociones de santa Gertrudis. Para ella, como para san Bernardo, la eucaristía tiene un lugar esencial. Es el sacramento de la unión. Un detalle es característico: incluso antes de la conversión, algunos toques, un sufrimiento sensible, le habrían hecho como presentir, a veces, la unión mística; pero tiene el cuidado de precisar que estos momentos están siempre en relación con la santa comunión. En adelante, las “revelaciones” sobre la comunión, sobre la preparación a la comunión, sobre las gracias de oración ligadas a la comunión, son innumerables. La eucaristía es, con mucho, uno de los temas principales de sus confidencias sobre las larguezas del amor divino, porque ella es el don esencial de este amor.

Y porque ella es el memorial del sacrificio redentor, impone una devoción delicada hacia la Pasión y las llagas, prendas de la Pasión. Esta devoción no basta explicarla por la emoción de la sensibilidad. No es que todo “dolorismo” esté ausente. No se puede reprochar a la amante una verdadera piedad ante los sufrimientos de su amado (L II, 4)[3] y Gertrudis es demasiado mujer para que su amor no se incline a la compasión, para, aún si no hay necesidad, al menos alegrarse de poder ser compasiva: ¡qué delicadeza en la gracia de Esto Mihi[4], que reserva el refugio del corazón de Gertrudis a la tristeza de Cristo en sus ultrajes! Cuando su oración pide los estigmas en su corazón, es porque estos la mantienen con más seguridad en el dolor de la compasión y en el fuego del amor. Al amor, en efecto, tiende la devoción a las llagas; y porque estas son las prendas del amor y de su obra victoriosa, aparecen sobre todo, desde el mismo encuentro del 27 de enero, como las marcas de honor, las joyas que adornan y distinguen la humanidad del Señor.

El culto al Sagrado Corazón tiene el mismo acento. Este deriva de la llaga, de la herida recibida en el costado derecho, donde el golpe penetra profundamente para alcanzar el corazón, fuente del amor infinito. Todo el lirismo de santa Gertrudis, magnificando el Corazón Sagrado en la meditación y la alabanza del rol mediador de Cristo, se esclarece vivamente si se está atento a esta doctrina, que es la suya, que hace del corazón el centro de todo el ser. El corazón, sede de la persona humano-divina del Señor, derrama, a través de la llaga, como una corriente viva, el don de su ser divino, el Don mismo: del Corazón del Hijo, donde ella reside en plenitud, la dulzura del Espíritu se destila en nuestras almas, para realizar entre el Señor y nosotros la incorporación, la unión, el aglutinamiento. Fuertes con esta virtud sin desfallecimiento y este ardor inextinguible, nosotros podemos hacer nuestra la oración misma de Cristo y dirigirnos al Padre por el Hijo, en el Espíritu, con una profunda paz, a pesar de las vicisitudes de aquí en la tierra (L II, 5, 18, 23; IV, 37-40).

La doctrina del Corazón sede del ser, tiene su fuente en la Sagrada Escritura y la edad media occidental la ha recibido, en suma,  por vías bastante oscuras, a través de Orígenes y los primeros Padres. Ella permite comprender cómo los pasajes que expresan el vínculo de los corazones exigen una interpretación mucho menos afectiva, que la que la sensibilidad moderna se inclina a darles. Así, el reposo de san Juan sobre el pecho de Jesús y toda la devoción que Gertrudis tiene hacia el evangelista se ven singularmente esclarecidas. En fin, no carece de interés señalar que esta doctrina constituye uno de los componentes esenciales de la mística y de la piedad hesycastas.

La irradiación del culto del Sagrado Corazón ha provocado numerosos estudios sobre el rol de Matilde y de Gertrudis, y sobre los aspectos teológicos de su devoción. Del mismo modo, no hace mucho, la teología de la liturgia en Santa Gertrudis ha sido objeto de un importante estudio[5]. La angelología, la mariología, la eclesiología, la doctrina de la salvación y la escatología, merecerían también atención, así como la teología del sacramento de la penitencia. Estos serían, por ejemplo, buenos temas para tesis, que habrían de investigar las influencias que se ejercen sobre el pensamiento teológico de Helfta, especialmente la de los victorinos[6]. Esto haría remontar hasta Orígenes, fuente cierta de varias de las posiciones de la espiritualidad medieval, por ejemplo, en su referencia a la teología del Verbo[7].

Bien entendido, no se trata de exigir a los escritos gerturdianos una doctrina teológica más o menos sistemáticamente elaborada y metódicamente expuesta, sino reconocer que esta doctrina existe y que aflora en muchos pasajes de las “Revelaciones”, pues la experiencia mística no ha destruido la cultura inicial del espíritu (de Gertrudis); ella se apoya, por el contrario, sobre ésta y, al mismo tiempo, la ilumina.

El sentido de la Iglesia, de la comunión de los santos -justos de aquí abajo, almas del purgatorio, habitantes de la corte celeste-, es muy agudo en la espiritualidad gertrudiana. Sin duda, esta actitud se ve facilitada en la santa, por las disposiciones naturales de sociabilidad, de fraternidad, de piedad, “no solamente hacia los hombres sino en relación con toda creatura” (L I, 8), pero su inspiración profunda es de calidad doctrinal y mística, y deriva de la vida de unión con Cristo, jefe del Cuerpo Místico. La relación con el prójimo es doble, y la santa la vive con la misma intensidad, bajo uno y otro aspecto: lo que ella da y lo que recibe. Lo que ella da es, en primer lugar, el testimonio del amor divino y de sus abundantes larguezas: por el relato de sus gracias, despierta el sentido místico en las almas, humildemente estimadas todas más dignas que ella de recibirlas y de hacerlas fructificar; este es también su crédito junto al Esposo, sobre el cuál ella apoya esta certeza de una mediación eficaz en la oración, el consejo, e incluso el perdón[8], mediación que ella sabe que debe ejercer aún después de su muerte; y para las almas alejadas de Dios, que ella quiere devolver a Cristo, da también la virtud de su propia piedad, para santificar sus reclamos inconcientes (L IV,6). Lo que ella recibe es una participación en todos los méritos de las almas a las que sus revelaciones habrán enriquecido espiritualmente, ya que el Señor ha querido este rodeo, para suplir, tanto su indigencia como su pecado.

La suplencia es, en efecto, uno de los temas favoritos de Helfta[9]. Es particularmente expresivo de su espiritualidad de unión. Sin duda, cuanto más los dones de contemplación esclarecen, con su luz sobrenatural, la inteligencia ya penetrante de Santa Gertrudis, más le parece incomprensible el destino de la creatura, que quiere introducir hasta El, un Creador, no obstante, inaccesible. El sentimiento de una tal distancia se acrecienta todavía, en las circunstancias donde el alma experimenta sus límites: horas de enfermedad y debilidad, flaquezas e imperfecciones del humor, tentaciones mismas. A quien ha percibido una vez este estado de cosas, el respeto de la trascendencia o la simple lógica, imponen una actitud de abandono total a la acción del único ser capaz de realizar la unión: el Cristo. Por la alabanza, la adoración al amor y la vida de Cristo, la  humanidad puede, por fin, osar un gesto que sea digno de la majestad divina. Este es, para el ama esposa de Cristo, su verdadera riqueza, su único recurso. Sus flaquezas, sus negligencias, la obligan entonces a dirigirse a Dios, solo en nombre de la virtud de Cristo, por los méritos de su oración y de su vida. Una tal confianza delata la humildad radical de los místicos. Cuando ellos confiesan su miseria en términos que expresan una humillación extrema, hagiógrafos y moralistas no dejan  de poner en guardia contra la exageración imputable a la calidad misma de su virtud de humildad. Allí hay un malentendido. El santo se ubica en la perspectiva de un ideal de perfección propuesto a su esfuerzo, para medir luego, si se ha acercado a éste, o incluso, si lo ha aceptado. La miseria que él gime y que le es revelada en la luz por la cual él percibe -por más confusamente que sea- la trascendencia divina, no es la de su virtud, ni aún la de su intención. Más profunda y absolutamente, es la miseria de su ser, no como conocimiento abstracto y metafísico, sino como reacción vital ante la presencia del Ser divino. Tal vez un moralista se defiende mal, de trazar aquí una curva de la perfección, a partir de la ascesis, para tender a la contemplación, “de la humildad al éxtasis”: en un místico, la verdadera humildad no está a la raíz del éxtasis, sino que es su fruto. Esta relación ha sido bien percibida, gracias a una luz especial, por la autora del Libro I, quien comprende que es la grandeza misma de los dones divinos, la que hizo la humildad de Gertrudis. Cuanto más grande es la acción de Dios en ella, más se abaja hasta lo más profundo de la humildad, por el reconocimiento de su propia debilidad (L I, 4).  

La riqueza doctrinal de las Revelaciones no había escapado a los primeros editores de Colonia, que tuvieron cuidado de señalar, en el título mismo de la obra, que estos libros contenían la esencia de toda la perfección cristiana: “totius christianae perfectionis summam complectentes”. La beatitud a la cuál conduce esta perfección no es otra que el acceso eterno a la vida divina, es decir, a la vida Trinitaria. Jamás Gertrudis pierde de vista esta cima, donde debe consumarse, en la gloria, la unión con el Verbo; y para adorar a la Trinidad, tiene términos de gran belleza teológica. Es de lamentar que los autores del Oficio del 17 de noviembre no hayan sabido dar lugar a esta doxología gertrudiana de la fulgida semperque tranquilla Trinitas[10]. Es de notar también la frecuencia de invocaciones a la Santísima Trinidad, por la evocación del Poder, la Sabiduría, y la Bondad, y este estilo es un rasgo de semejanza con los autores victorinos.

Para ser plenamente percibida, esta enseñanza teológica demanda que el lector la acoja en sí, dócil a las condiciones mismas de composición y de espíritu del los escritos gertrudianos[11]. La monja no está atraída hacia los “temas” teológicos para satisfacer una complacencia de saber, sino para encontrar en ellos el alimento de su vida espiritual y de su oración; y no aborda estos temas más que en la medida en que hacen parte de una confidencia espiritual. Como se ha señalado a propósito de Elredo de Rievaulx: “se impide la plena inteligencia de la meditación medieval, monástica y cisterciense, si arbitrariamente, se la aísla del conjunto de la disciplina en la que ella se integra”[12].

Por otra parte, si a los ojos de los historiadores de la espiritualidad, teólogos y místicos parecen a veces oponerse, es porque no hablan siempre el mismo lenguaje. Pero el conflicto no es más que aparente: las dos disciplinas tienen el mismo objeto. Por eso, los grandes místicos, como Santa Gertrudis, son de verdad teólogos, y, como se ha dicho a propósito de San Bernardo, son ellos quienes, en los siglos XII y XIII, han protegido y salvado los valores teológicos tradicionales y defendido la autoridad de los Padres[13].

Continuará

 

 


[1] Dom Pierre Doyère, OSB, monje de San Pablo de Wisques, fue el impulsor de la revisión y fijación del texto latino de las obras completas de santa Gertrudis y su principal traductor al francés. Murió el 18 de marzo de 1966, durante la preparación de la edición crítica de los libros I a III del Legatus Divinae Pietatis; dos discípulos suyos continuaron la tarea y la obra fue publicada en 1968 por Sources chrétiennes (Gertrude D’Helfta, Œuvres Spirituelles II, L’Héraut [Livres I-II] SCh N° 139 y Œuvres Spirituelles III, L’Héraut [Livre III] SCh N° 143 – Paris, Les Éditions du Cerf, 1968). La fijación del texto de los libros IV y V del Legatus es obra de Jean-Marie Clément, monje benedictino de Steenbrugge, y la traducción al francés, de las monjas de Wisques. La aparición de la edición crítica del Legatus supuso un punto de inflexión decisivo en los estudios gertrudianos; magna empresa, cuyo mérito debe reconocerse a Dom Pierre Doyére: las líneas marcadas en su estudio introductorio (que aquí publicamos por secciones y traducido al español), han orientado los estudios gertrudianos de los últimos cuarenta años y aún no han sido superadas.

[2] Continuamos la publicación de la Introducción de Pierre Doyère, a la edición crítica latín-francés de las obras de santa Gertrudis. Cfr. «Introduction» a Gertrude D’Helfta, Œuvres Spirituelles II, L’Héraut (Livres I-II,) Sources chrétiennes N° 139 – Paris, Les Éditions du Cerf, 1968, pp. 9-91. Tradujo la Hna. Ana Laura Forastieri, ocso, del Monasterio de la Madre de Cristo, Hinojo, Argentina.

[3] L designa el Legatus divinae pietatis (“El Heraldo de la misericordia divina”), en número romano se indica el libro y en número arábigo, el capítulo, según la numeración de la edición crítica de Sources Chrétiennes (cfr. nota 2).

[4] Cfr. Pierre Doyére, « Appendice IV: Esto mihi», en: Gertrude D’Helfta, Œuvres Spirituelles III, L’Héraut (Livre III,) SCh N° 143 – Paris, Les Éditions du Cerf, 1968. (Será publicado en esta misma página, oportunamente).

[5] Cfr. Cipriano Vagaggini, Il senso teologico della liturgia, Roma, 1957, capítulo XXII, pp. 592-642. Adaptación francesa por Ph. Roullard y Robert Gantoy, osb, con el título de: Initiation théologique a la liturgie, Bruges-Paris 1960-1963, t. II, pp. 207-239. (N. de T.: Versión española: El sentido teológico de la liturgia, Madrid, B.A.C. 1965).

[6] Cfr. Pierre Doyère, «Apéndice III: Affectiones animae», en: Gertrude D’Helfta, Œuvres Spirituelles III, L’Héraut (Livre III,) SCh N° 143 – Paris, Les Éditions du Cerf, 1968. (Será publicado en esta misma página, oportunamente).

[7] El conocimiento de Orígenes  por santa Gertrudis, no parece directo. De hecho no se lo nombra más que una vez en la obra de Helfta y no como una “autoridad” sino como herético (cfr. Pierre Doyère, «Apéndice IV: Judas et l’enfer», en: Gertrude D’Helfta, Œuvres Spirituelles III, L’Héraut (Livre III) SCh N° 143 – Paris, Les Éditions du Cerf, 1968. (Será publicado en esta misma página, oportunamente).

[8] de los pecados (N. de T.)

[9] Cfr. La miséricorde infinie révélée a sainte Mechtilde, Maredret, 1951.

[10] “Resplandeciente y toda calma Trinidad” (N. de T.)

[11] Cfr. en esta misma página: Pierre Doyére, “El estilo de los escritos gertrudianos”: http://www.surco.org/content/estilo-escritos-gertrudianos.

[12] Ch. Dumont, Introducción a: Aelred de Rievaulx, la Vie de Recluse (SC 76, París, 1961) p. 17.

[13] Christine Mohrman: Observations sur la langue et le style de saint Bernard (Prefacio al tomo II de Sancti Bernardi Opera editada por Dom J. Leclercq, Roma, 1958, p. XIX, citado por Martin Grabmann, Geschichte der scholastichen Method, Berlin, 1957, tomo II, p. 99 y Étienne Gilson, La théologie mystique de saint Bernard, Paris, 1934, p. 44-47