Inicio » Content » JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia I, capítulos 12-14)

Capítulo 12. Pregunta sobre la perseverancia en la contemplación espiritual

Dos son los interrogantes que propone Germán: a) sobre la posibilidad de permanecer constantemente en la contemplación; b) sobre el grado de unión con Dios que podemos alcanzar.

 

Germán: “¿Quién, entonces, encerrado en la frágil carne, puede estar siempre absorto en esa contemplación (theoria) que nunca piense en la llegada de un hermano, o en visitar a los enfermos, o en el trabajo manual, o en demostrar hospitalidad a los peregrinos y visitantes? ¿Y quién no será solicitado por la atención y el cuidado de su propio cuerpo? También queremos saber en qué grado puede la mente estar unida al Dios invisible e incomprensible”.

 

Capítulo 13. Respuesta sobre la dirección del corazón hacia Dios; y sobre el reino de Dios y sobre el reino del diablo

Respecto a la posibilidad de permanecer en constante actitud de contemplación, abba Moisés sostiene que ello no es posible lograrlo de manera perfecta en esta vida. Pero podemos ya comenzar a experimentar, o mejor atisbar, tal realidad si somos capaces de habitar en nuestro interior. Nos presenta entonces un tema que será muy importante en el ámbito del monacato cristiano, y que san Gregorio Magno llamará: “habitare secum” (habitar consigo mismo: Diálogos, II,3,5). Sin embargo, nuestro texto parece seguir más de cerca a Orígenes (ver la cita propuesta en nota al final del § 2). Casiano, por su parte, resalta, a partir del pasaje de Lucas 17,21, la necesidad de fijar nuestra mirada en Cristo, que habita en “el santuario interior de nuestra alma”. Y, a continuación, desarrolla su reflexión mediante una cita de la Carta a los Romanos, que pone de manifiesto cuáles son los signos que confirman la presencia del reino de Dios en nuestro interior; es decir, el grado de unión con Dios que podemos alcanzar.

Conviene tener presente que el vocablo entos en Lc 17,21, puede traducirse dentro de, pero también en medio de, o entre ustedes. De hecho, la mayor parte de las traducciones hodiernas suelen optar por estas dos últimas formas, ya que así se resalta mejor la condición de los interlocutores. En la enseñanza de Jesús el Reino, que concierne a todo el pueblo, está presente, de hecho, en su acción de salvación (cf. Lc 11,20). Por otra parte, la traducción dentro de ustedes o en ustedes, corre el riesgo de reducir el Reino de Dios a una realidad íntima.

Un dato relevante es la utilización, por parte de Casiano, de algunos textos del libro del profeta Isaías para representar el gozo sin fin de la vida eterna.

 

13.1. «Estar unidos a Dios incesantemente y adheridos estrechamente a Él en su contemplación, es, como dices, imposible para una persona que está encerrada en la fragilidad de la carne. Pero necesitamos saber dónde debemos fijar la atención de nuestra mente y hacia qué objetivo siempre debemos volver a dirigir la mirada de nuestra alma. Y cuando nuestra mente sea capaz de alcanzarlo, se alegrará; y cuando se distraiga de él, se dolerá y suspirará, comprendiendo que ha caído lejos del sumo bien, al darse cuenta que se ha separado de la contemplación, y juzgará como fornicación incluso un solo momento de separación de la contemplación de Cristo.

 

El reino de Dios está dentro nuestro

13.2. Cuando perdamos la visión de Él, aunque por un momento, inmediatamente volvamos de nuevo los ojos de nuestro corazón hacia Él, como si de nuevo fijáramos la mente sobre una línea muy recta. Porque todo reside en el santuario interior del alma. Allí, después que el diablo sea expulsado y los vicios ya no reinen más, se establece el reino de Dios en nosotros, como dice el evangelista: “El reino de Dios no viene a la vista de todos[1], ni dirán: ‘Está aquí o está allí’. Pues en verdad les digo que el reino de Dios está dentro de ustedes” (Lc 17,20-21). Pero dentro nuestro no puede haber nada más que el conocimiento o la ignorancia de la verdad, y la amistad con los vicios o con las virtudes, por medio de los cuales preparamos un reino en el corazón o para el diablo o para Cristo[2].

 

La alegría sin fin

13.3. También el Apóstol describe las características de este reino cuando dice: “Porque el reino de Dios no es cuestión de comida o bebida, sino de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Rm 14,17). Por tanto, si el reino de Dios está dentro nuestro, y este mismo reino de Dios es “justicia, paz y alegría”, entonces quien vive en estas realidades indudablemente está en el reino de Dios. Por el contrario, quien está en la injusticia, en la discordia y en la tristeza, que producen muerte, está establecido en el reino del diablo, en el infierno y en la muerte. Estos son, en efecto, los signos que distinguen el reino de Dios del reino del diablo. De hecho, si observamos con la elevada mirada de nuestra mente aquel estado en que habitan las celestiales y supremas virtudes que son verdaderamente del reino de Dios, ¿qué otra cosa se puede pensar que sea si no la perpetua y continua alegría.

 

El Señor nos habla y enseña por medio de la Sagrada Escritura

13.4. Pues, ¿qué es tan propio y tan conforme a la verdadera bienaventuranza como la continua tranquilidad y la alegría perpetua?

13.4a. Y para que estén más convencidos de que esto que decimos no es una conjetura mía, sino que me baso en la autoridad del Señor mismo, escúchenlo a Él describiendo de una forma muy clara la cualidad y la condición de aquel mundo: “He aquí, dice (el Señor), que yo creo cielos nuevos, y una tierra nueva, y no recordarán las cosas antiguas, ni a ellas ascenderá el corazón, sino que se alegrarán y exultarán en ellas, las que yo creo” (Is 65,17-18). Y de nuevo: “Encontrarán gozo y alegría en ellas, acción de gracias y voz de alabanza. Y será mes tras mes, y sábado tras sábado” (Is 51,3 y 66,23). Y otra vez: “Tendrán gozo y alegría, huirán el dolor y el gemido” (Is 35,10).

13.5. Y si todavía quieren conocer más claramente aquella forma de vida y aquella ciudad de los santos, oigan estas palabras que la voz del Señor dirige a Jerusalén: “Y pondré, dice (el Señor), la paz como tu manifestación, y como superiores tuyos a la justicia. No se oirá más hablar de iniquidad en tu tierra, ni de desolación y destrucción en tus confines. La salvación ocupará tus murallas y la alabanza tus puertas. El sol no será más tu luz durante el día, ni te iluminará el esplendor de la luna, sino que el Señor será tu luz sempiterna, y tu Dios será tu gloria. Tu sol no se pondrá, ni la luna disminuirá, sino que el Señor será tu luz eterna y terminarán los días de tu luto” (Is 60,17-20).

 

La verdadera alegría

13.6. Por esto el bienaventurado Apóstol no dice genérica y simplemente que toda alegría sea el reino de Dios, sino que de una forma puntual y precisa solo aquello que es en el Espíritu Santo. Pues sabía que hay otra alegría, vituperable, sobre la que dice: “Este mundo se alegrará” (Jn 16,20); y: “Ay de ustedes que ríen, porque llorarán” (Lc 6,25).

 

“La expresión reino de los cielos indica aquel tiempo, después del fin del mundo, cuando Dios, Cristo y sus santos reinarán sobre todas las cosas”. Y Casiano parece no hacer caso de la diversa formulación de la expresión reino de los cielos, de Mateo, reino de Dios, propia de Lucas[3].

 

El reino de los cielos

13.6a. El reino de los cielos ciertamente debe ser comprendido de una triple forma[4]: a) es decir, que los cielos, esto es, los santos, reinarán y a ellos estarán sometidos los demás, según aquello: “Tú recibe el gobierno de cinco ciudades, y tú de diez” (Lc 19.19. 17). Y según aquello que se dice a los discípulos: “Se sentarán sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19,28); b) o que los cielos mismos comenzarán a ser gobernados por Cristo[5], cuando finalmente Dios, sometiéndole todas las cosas, comenzará a ser todo en todos (cf. 1 Co 15,28); c) o que ciertamente los santos reinarán en los cielos con el Señor».

 

Capítulo 14. Sobre la inmortalidad del alma

Llama de inmediato la atención el hecho de que este capítulo comienza desarrollando el tema que se mencionaba en el título del precedente: el reino de Dios y el del diablo (párrafos 1-2). Para luego pasar al tema propuesto en el encabezado: la inmortalidad del alma, sus características y condiciones peculiares. Es importante advertir que, en casi todos los párrafos, apoya su argumentación en textos bíblicos, especialmente del NT.

Es posible sintetizar este capítulo refiriéndolo todo él al tema de la meta final: el reino de los cielos, o la vida eterna que nos aguarda a los creyentes en Cristo (cf. § 10).

 

El reino de Dios y el reino del diablo

14.1. «Por esta razón todo el que vive en un cuerpo sabe que debe comprometerse con esa labor especial o ese servicio que se ha procurado para sí mismo en esta vida como partícipe y trabajador, y no debe dudar que en la vida eterna será copartícipe de aquel del que ahora quiso ser siervo y compañero, conforme a lo que dice el Señor: “Si alguien quiere servirme, que me siga, y donde yo esté, allí también estará mi servidor” (Jn 12,26). Porque, así como el reino del diablo se gana conviviendo con los vicios, así el reino de Dios se posee con la pureza de corazón y el conocimiento espiritual por medio de la práctica de las virtudes.

14.2. Y donde esté el reino de Dios, allí sin duda está la vida eterna, y donde esté el reino del diablo, allí -no hay que dudarlo- hay muerte e infierno. Quien allí está no puede alabar al Señor, como dice el profeta: “No te alabarán los muertos, Señor, ni todos los que descienden al infierno -sin duda el infierno del pecado-. Pero nosotros, dice, que vivimos -ciertamente no para los vicios, ni para este mundo, sino para Dios- bendeciremos al Señor desde ahora y para siempre” (Sal 113B [115],25-26 [17-18]). Porque “¿en la muerte quién se acuerda de Dios, y en el infierno (del pecado) quién confesará al Señor?” (cf. Sal 6,6).

 

Coherencia de vida

14.3. Nadie. Nadie, en efecto, aunque confiese mil veces que es cristiano y monje, confiesa a Dios cuando peca. Nadie que haga cosas que el Señor condena se acuerda de Dios; nadie puede declararse en verdad siervo de aquel cuyas admoniciones desprecia con insolente contumacia.

14.3a. Es en esta muerte que aquella viuda, “que vive en los placeres”, el beato Apóstol dice que “la viuda que vive en los placeres, viviendo, está muerta” (1 Tm 5,6). Son muchos, por consiguiente, los que, viviendo en este cuerpo, están muertos y, yaciendo en el infierno, no pueden alabar a Dios; por el contrario, están los que, muertos en el cuerpo, bendicen y alaban a Dios en el espíritu, según aquello: “Espíritus y almas de los justos bendigan al Señor” (Dn 3,86); y: “Todo espíritu alabe al Señor” (Sal 150,6).

 

“Un Dios de vivientes”

14.4. Y en el Apocalipsis las almas de los que fueron asesinados no solo alaban al Señor, sino que también, se dice, lo interpelan (cf. Ap 6,9-10). Y asimismo en el Evangelio el Señor claramente dice a los saduceos: “¿No leyeron lo que está dicho por Dios hablando de ustedes: ‘Soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob’? Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes” (Mt 22,31-32; cf. Ex 3,6). Todos, en efecto, viven para Él. Sobre quienes también dice el Apóstol: “Por esto Dios no se avergüenza en llamarse su Dios: porque les tiene preparada una ciudad” (Hb 11,16).

 

La parábola de Lázaro y el rico

14.4a. Ahora bien, que estas almas ni están inactivas ni son incapaces de sentir algo después de haber sido separadas del cuerpo, se demuestra en el Evangelio por medio de la parábola que nos habla del pobre Lázaro y del rico que se vestía de púrpura. Uno de ellos es llevado a un muy bienaventurado lugar, al reposo del seno de Abraham, en tanto que el otro está sometido al insoportable calor del fuego eterno (cf. Lc 16,19-31).

 

La promesa de Cristo al ladrón crucificado a su lado

14.5. Y si deseamos entender lo que se le dice al ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43), ¿qué otra cosa puede obviamente significar, sino que no solo las antiguas capacidades intelectuales permanecerán en sus almas, y que, si bien en una diversa condición, gozarán de una existencia acorde a sus méritos y acciones? Pues el Señor nunca le hubiera prometido eso a aquél si supiera que su alma, después de ser separada de su carne, iba a ser privada de poder sentir y disuelta en la nada. Porque no su carne, sino su alma es la que iba a entrar en el paraíso con Cristo.

14.6. Hay que evitar totalmente, es más, detestar con horror esa perversa distinción de los herejes, que no creen que Cristo pudiera estar en el paraíso el mismo día que descendió a los infiernos, y por eso separan las palabras: “En verdad, te lo digo hoy”, de: “Estarás conmigo en el paraíso”[6]. De modo que esta promesa debe ser entendida no como de una realización inmediata, después del paso de esta vida, sino que se cumpliría después del acontecimiento de la resurrección. No entendiendo que, el día anterior a su resurrección, dijo a los judíos, los cuales creían, como aquellos, que estaba sujeto a las limitaciones humanas y a la debilidad de la carne: “Nadie ha subido al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del Hombre que está en el cielo” (Jn 3,13).

 

Una vida nueva

14.7. Por esto se demuestra claramente que las almas de los muertos no solo están privadas de sus sentidos, sino también de sus afectos, es decir, de la esperanza, la tristeza, la alegría y el miedo; ellas  ya han comenzado a pregustar algo de lo que está reservado para ellas en el día del juicio final. Las almas, luego de su partida de este mundo, no se disipan en la nada, según la opinión de algunos infieles, sino que viven más plenamente y se dedican con mayor intensidad a las alabanzas de Dios.

 

La naturaleza del alma

14.8. Pero, por un momento, dejemos de lado los testimonios de las Escrituras y expongamos algo sobre la naturaleza misma del alma, según la mediocridad de nuestra inteligencia. ¿No va más allá de toda necedad, no digo fatuidad sino insania, suponer, por ligereza, que aquella preciosa parte del hombre, en la que, según el Apóstol, se encuentra la imagen y semejanza de Dios (cf. 1 Co 11,7; Col 3,10; Gn 1,26-27), se torne insensible una vez liberada del peso del cuerpo, que la condiciona en la vida presente? El alma, conteniendo en sí todo y el poder de la razón hace, con su participación, que la materia carnal se haga sensible, de muda e insensible que es. Consecuencia de este orden de la razón misma es que la mente, despojada del peso de la carne que ahora la oprime, puede restaurar mejor sus virtudes intelectuales, las que, en vez de perderlas, le serán restituidas más puras y sutiles.

 

El anhelo intenso de estar siempre junto al Señor

14.9. En tanto, el beato Apóstol reconoce como verdaderas las cosas dichas, de modo que él también opta por separarse de la carne para poder unirse más íntimamente al Señor, diciendo: “Deseo desaparecer y estar con Cristo; sería mucho mejor, porque mientras estamos en el cuerpo peregrinamos lejos del Señor” (Flp 1,23; 2 Co 5,6). Por esta razón “nos atrevemos y preferimos estar lejos del cuerpo y residiré junto al Señor. Por lo cual también nos esforzamos, ya presentes, ya ausentes (del cuerpo) serle agradables” (2 Co 5,8-9)[7]. Así, declara que la morada del alma en esta carne es peregrinación (lejos) del Señor y apartamiento de Cristo, y cree con absoluta convicción que la separación y la partida de esta carne son estar en la presencia de Cristo.

 

La promesa de la vida eterna

14.10. Y todavía de forma más evidente, el mismo Apóstol sobre este mismo muy vivaz estado de las almas dice: “Pero ustedes accedieron al monte Sión y a la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celestial y a la multitud de muchos miles de ángeles, y a la Iglesia de los primogénitos que están inscritos en los cielos, y a los espíritus de los justos perfectos” (Hb 12,22-23). Sobre estos espíritus en otro lugar dice: “Por otra parte, tenemos como correctores a nuestros padres carnales y los respetábamos, ¿no nos someteremos mucho más al Padre de los espíritus y viviremos?” (Hb 12,9)».

 


[1] Lit.: cum observatione (paratereseos): con observación; o: con advertencia.

[2] Cf. Orígenes, Homilías sobre el libro de los Números, XXIV,2.2; SCh 461, pp. 168-171: «El que no cultiva el hombre interior, el que no siente preocupación por él, el que no lo dota de virtudes, no lo adorna de costumbres, no lo ejercita en las divinas enseñanzas, no busca la sabiduría de Dios, no se aplica a la obra de la ciencia de las Escrituras, éste no puede llamarse hombre-hombre (cf. Nm 30,3), sino solo hombre, y hombre animal (cf. 1 Co 15,44-45), porque aquel interior, al que compete más verdadera y noblemente el nombre hombre, está adormecido en él por los vicios carnales y sofocado por aplicarse a los cuidados de este mundo, hasta el punto de que ni siquiera pueda llevar el nombre de hombre. Por ello debemos intervenir mucho en cada uno de nosotros, de modo que, si uno viese en sí que el hombre interior yace oprimido por las torpezas de los pecados y por los escombros de los vicios, en seguida arranque de él todas las inmundicias, lo libre en seguida de toda sordidez de la carne y de la sangre, se convierta alguna vez a la penitencia, recupere para sí la memoria de Dios, recupere la esperanza de la salvación. Puesto que estos bienes no hay que buscarlos fuera, en otro lugar, sino que la oportunidad de la salvación está dentro de nosotros, como dijo el Señor: “He aquí que el Reino de Dios está dentro de ustedes” (Lc 17,21). Porque dentro de nosotros está la posibilidad de la conversión; en efecto, cuando, convertido, gimas, serás salvado (cf. Is 30,15), y entonces podrás cumplir dignamente tus votos al Altísimo (cf. Sal 49 [50],14) y ser llamado hombre-hombre».

[3] Conversazioni, pp. 156-157, nota 29. Con todo, se debe tener presente que Evagrio, en el Tratado Práctico, 1-2 (SCh 171, pp. 498 y 500) formula una distinción entre reino de los cielos y reino de Dios, que en la Sagrada Escritura son expresiones equivalentes. Tal distinción se encuentra ya en Orígenes: “… Pienso que ha de entenderse por reino de Dios el bienestar espiritual de la mente que regula y ordena los sabios pensamientos. El reino de Cristo consiste en las sabias palabras dirigidas a quienes escuchan, y en las buenas obras y otras virtudes que llevan a cabo. Porque el Hijo de Dios es para nosotros sabiduría y justicia (1 Co 1,30)” (Tratado de la Oración, 25; trad. en: Orígenes. Exhortación al martirio. Sobre la oración, Salamanca, Eds. Sígueme, 1991, p. 120 [Ichthys 12]). Para Evagrio entonces el reino de los cielos corresponde a la contemplación de los seres creados; y el reino de Dios, a la contemplación de Dios.

[4] Se señala con una letra cada una de las formas, para facilitar la comprensión del texto.

[5] “Aut quod ipsi caeli incipiant a Christo regnari”.

[6] Cf. Agustín de Hipona, La doctrina cristiana, III,2,2-3: “Cuando las palabras propias hacen ambigua la Santa Escritura, lo primero que se ha de ver es si puntuamos o pronunciamos mal… Consideremos algunos ejemplos. Sea el primero aquella puntuación herética: En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y Dios era. El Verbo este estaba en el principio en Dios. Escrito así, tenemos un sentido distinto al verdadero, por el cual se pretende no confesar la divinidad del Verbo. Semejante puntuación debe rechazarse en virtud de la regla de la fe, que nos prescribe confesar la igualdad de la Trinidad. Y, por lo tanto, puntuaremos de este modo... y el Verbo era Dios. Y añadamos a continuación: Éste estaba en el principio en Dios (Jn 1,1-2)”; trad. en: https://www.augustinus.it/spagnolo/dottrina_cristiana/index2.htm.

[7] La traducción literal del texto latino citado por Casiano es un poco diferente: “nos atrevemos y tenemos la buena voluntad de peregrinar más lejos del cuerpo y estar presentes al Señor. Por eso también nos esforzamos, ya ausentes, ya presentes, por serle gratos”.