Inicio » Content » JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia I, capítulos 20-23)

Capítulo 20. Sobre el discernimiento de los pensamientos comparado con el arte del hábil cambista

Casiano nos propone una comparación que ciertamente no es de Jesús mismo. En efecto, se trata de un agraphon, es decir, un dicho atribuido a Él, pero que no aparece como tal en los evangelios.

Un antecedente importante es la utilización de idéntico recurso por parte de Orígenes: «… Siclo es un nombre de la moneda del Señor, y en muchos lugares de las Escrituras se recuerda la denominación de los diversos nombres de la moneda del Señor. Pero una es llamada de valor, la otra sin valor (cf. Sal 11 [12],7; Jr 6,30). De valor era aquella moneda que el padre de familia “a punto de salir de viaje, llamando a sus servidores, le dio a cada uno según su capacidad” (cf. Mt 25,14-15). De valor era aquella moneda, llamada denario, que pactó con los asalariados y que dio desde los últimos hasta los primeros (cf. Mt 20,8-9). Pero te conviene saber que hay también otra moneda, sin valor. Oye al profeta diciendo: “El dinero de ustedes no tiene valor” (Jr 6,30). Por consiguiente, porque hay una moneda de valor y otra sin valor, por eso dice el Apóstol a los cambistas expertos: “Prueben, afirma, todas las cosas, guardando lo que es bueno” (cf. 1 Ts 5,21). Puesto que solo nuestro Señor Jesucristo es quien puede enseñarte este arte, por el que sepas discernir cuál es esa moneda que tiene la imagen del verdadero rey; cuál sea la falsificada y que, como dice la gente, fue hecha fuera de la ley[1]; que ciertamente tiene el nombre del rey, pero no posee la verdadera figura real. En efecto, son muchos los que tienen el nombre de Cristo, pero no tienen la verdad de Cristo»[2]. Llama de inmediato la atención que Orígenes también lo aplica al discernimiento, aunque de una forma más amplia, es decir, no limitado al ámbito de la vida monástica[3].

El discernimiento es esencial para el seguimiento de Cristo en la vida monástica. Sin él fácilmente seremos engañados por el demonio, tanto en la lectio divina como en la realización de las demás practicas propias de nuestra vocación. Porque el Maligno siempre está intentando arrastrarnos hacia los extremos: por exceso o por defecto.

 

Una comparación para comprender mejor en qué consiste el ejercicio del discernimiento

20.1. «Por eso es conveniente atenernos siempre a esta triple disposición y examinar con sagaz discernimiento todos los pensamientos que emergen en nuestro corazón, indagando en primer término sus orígenes, sus causas y sus autores. Para así establecer, en mérito a quienes nos los sugieren, cómo podemos considerarlos. De modo que nos convirtamos, según el precepto del Señor, en hábiles cambistas; cuya gran pericia y técnica es examinar cuál sea el oro purísimo, aquel que el vulgo suele llamar obrizus[4], y cuál, en cambio, el que ha sido menos depurado por el fuego, para de esa forma no dejarse engañar, a través de una investigación atentísima, si con una vil moneda de bronce recubierta con una pátina de oro refulgente se quiere imitar una moneda preciosa. Por tanto, deben reconocer sabiamente no solo los rostros de los tiranos representados sobre las monedas, sino también distinguir, con una habilidad todavía más sagaz, las monedas que ciertamente tienen la imagen del soberano, pero cuya representación no ha sido figurada de manera legítima[5]. Además, deben investigar diligentemente, sirviéndose de la balanza, no sea que hayan sido acuñadas con un peso inferior al legal.

 

“Prueben los espíritus”

20.2. Las palabras del Evangelio demuestran que nosotros debemos considerar todas estas cosas de una forma espiritual. Ante todo, debemos examinar con atención todo aquello que se insinúa en nuestros corazones, sobre todo si se introduce alguna doctrina, y entonces mirar con atención si ha sido purificada con el fuego celestial del Espíritu Santo; o bien, si siendo parte de la falsa religión de los judíos, o procediendo del tumor de la filosofía secular, se muestra piadosa solo en la superficie. Podremos realizar esto si hacemos nuestro el mensaje apostólico: “No le crean a cualquier espíritu, sino prueben si los espíritus vienen de Dios” (1 Jn 4,1).

 

El peligro de las seducciones espirituales y materiales

20.3. Algo semejante les sucede a quienes, después de la profesión monástica, se dejan seducir por las palabras brillantes y por ciertas doctrinas de los filósofos. Al escucharlas, en un primer momento, son percibidas como piadosos pensamientos en consonancia con la religión, como falaz oro reluciente, que seduce superficialmente; al igual que sucede con las monedas de bronce falsas, y, engañados, después los dejan desnudos y miserables para siempre, siendo de nuevo llamados hacia el estrépito secular, arrastrados a los errores heréticos y las creencias presuntuosas.

20.3a. Lo que también leemos en el libro de Jesús Nave le sucedió a Achor[6], éste, deseando un lingote de oro del campamento de los filisteos, lo robó, fue golpeado con el anatema y mereció la condena de la muerte eterna (cf. Jos 7,10-25)[7].

 

La mala interpretación de las Escrituras que nos propone el Maligno

20.4. En segundo lugar, nos conviene investigar con solicitud, para que no nos engañe una mala interpretación de las Escrituras, que confunde el oro purísimo con la preciosidad del metal.

20.4a. En esto también el muy astuto diablo intentó engañar al Señor Salvador, como si fuera un simple hombre. Trató de hacer una adaptación, corrompiendo con una astuta interpretación realidades que habitualmente deben ser comprendidas como aplicadas solo recta y particularmente a Él, que no necesita la protección de los ángeles, cuando dice: “Pues mandará sus ángeles para que te guarden en todos tus caminos” (Sal 90 [91],11); y: “Te llevarán en sus manos, para que tu pie no tropiece contra la piedra” (Mt 4,6; Sal 90 [91],11-12). Cambia entonces con astucia las preciosas palabras de la Escritura y les da un sentido contrario y dañino, presenta el rostro del tirano bajo la máscara del oro falso.

 

Otras artimañas del diablo

20.4b. También intenta engañarnos con monedas falsas, exhortándonos a hacer ciertas obras de piedad, que, como no tienen el legítimo cuño de los ancianos, nos conducen hacia los vicios bajo la apariencia de virtud; y así nos conducen a un mal final, engañándonos con un inmoderado e inapropiado ayuno, o con muchas vigilias, o con una oración desordenada, o con una excesiva lectura.

20.5. En ocasiones nos persuade a interceder o a realizar visitas piadosas para sacarnos del claustro espiritual del monasterio y del secreto de la querida quietud; incluso nos sugiere preocuparnos y hacernos cargo de las mujeres religiosas y que han sido abandonadas; y por medio de trampas de esta naturaleza separa al monje, atrapado con vanas preocupaciones, de sus ocupaciones. Otras veces, nos instiga a desear el santo ministerio clerical bajo el pretexto de edificar a muchos y por amor a la ganancia espiritual, apartándonos de la humildad y la severidad de este propósito.

 

Es necesario cortar con aquello que nos aparta de nuestra profesión monástica

20.6. Aunque estas cosas sean contrarias a nuestra salvación y a nuestra profesión, sin embargo, engañan fácilmente a los inexpertos e incautos con el velo de una cierta misericordia y religiosidad.

20.6a. Estas cosas en realidad son imitaciones de la moneda del verdadero rey, porque aparecen muy piadosas en una primera mirada, pero no han sido acuñadas con (la impronta) de las monedas de curso legal, es decir, adornadas con los aprobados y católicos Padres, ni provienen de la fábrica central y pública de sus conferencias, sino que han sido fabricadas clandestinamente, por medio de un fraude de los demonios y han sido ofrecidas a los inexpertos e ignorantes para su detrimento. Aunque parecen buenas y necesarias en un primer momento, luego comienzan a tener un efecto negativo en la solidez de nuestra profesión; y en cierto modo debilitan el entero cuerpo de nuestra orientación. Con razón, entonces, son cortadas y expulsadas, como cualquier otra cosa que, aunque sea necesaria y parezca cumplir un servicio provechoso, como la mano derecha o un pie, provoca escándalo.

 

El diablo odia “la fuerza del discernimiento”

20.7. Es mejor, en efecto, quedarse sin el miembro de un precepto, es decir, sin su práctica y su fruto, y estar sano y fuerte en los otros miembros, y entrar en el reino de los cielos débil, que, incurrir en algún escándalo, por haberse atenido escrupulosamente al mandamiento, separándonos con una forma de vida perjudicial de la regla del rigor y de la disciplina propia del propósito elegido. Esto nos conduciría a un tal daño que, no pudiendo compensar las pérdidas futuras, conduciría todo lo que ganamos en el pasado y todas nuestras obras a ser cremados en el fuego de la gehena.

8. Sobre este género de ilusiones se habla también en el libro de los Proverbios: “Hay caminos que parecen rectos al hombre, pero que al final llegan a lo profundo del infierno” (Pr 16,25 LXX). Y de nuevo: “El maligno daña cuando se mezcla con el justo” (Pr 11,15 LXX). Es decir, el diablo engaña cuando se oculta bajo el color de la santidad, pero “odia el sonido de la tutela” (Pr 11,15 LXX), esto es, la fuerza del discernimiento, que procede de las palabras y admoniciones de los ancianos».

 

Capítulo 21. Sobre la ilusión del abad Juan

Con el recurso a un llamativo ejemplo en negativo de uno de los grandes abbas del desierto egipcio, Casiano ilustra cómo debe proceder un buen cambista. Con qué atención y cuidadosa diligencia debe examinar los pensamientos que llegan a su corazón. Nos ofrece así una guía importante para nuestro discernimiento: a) cuidadoso examen de lo que la mente nos ordena hacer; b) utilizar la balanza de nuestro corazón, en el sentido bíblico de este vocablo, es decir, como sede de la reflexión; c) nuestro pensamiento-acción, ¿contribuye al bien común, se encuadra dentro de un saludable temor de Dios, tiene un sentido “integro”, es decir, de rectitud, de justicia?; d) confrontar siempre con la conducta y el testimonio de los profetas y los Apóstoles. Esta presentación será ampliada y completada en el capítulo siguiente.

 

También los monjes venerables pueden equivocar su discernimiento

21.1. «Sobre esto sabemos también como abba Juan, que habita en Lyco[8], fue víctima de una semejante ilusión. En efecto, cuando postergó la comida por espacio de dos días, a pesar de tener el cuerpo exhausto y debilitado, al día siguiente, cuando se preparaba para comer, se le presentó el diablo bajo forma de un etíope negro, quien, abrazándole las rodillas, le dijo: “Perdóname, porque he sido yo quien te ha infligido este cansancio”. Aquel hombre, tan grande y perfecto en la práctica del discernimiento, comprendió que había sido engañado por la astucia del diablo al practicar tal aparente moderación de una forma inadecuada. Y un semejante ayuno había sometido su cuerpo cansado a una fatiga no necesaria, e incluso nociva para su espíritu. Había sido engañado por una moneda falsa, mientras quería venerar en ella la imagen del verdadero rey, poco se preocupó si había sido legítimamente acuñada.

 

El proceso de discernimiento de los pensamientos

21.2. Pero la cosa más importante que este avezado cambista debe observar, que, como dijimos atañe a la comprobación del peso, se realizará si examinamos escrupulosamente lo que nuestro entendimiento nos sugirió hacer, considerándolo atentamente y poniéndolo sobre la balanza de nuestro corazón, para ver si en verdad corresponde al perfecto peso del bien común, si tiene peso suficiente en relación con el temor de Dios y si tiene sentido íntegro; o si, por el contrario, es muy liviano por causa de la humana ostentación o por una presunción de novedad; o si una vanagloria inane no disminuyó o causó la corrosión de su valor. Y así, consultando de inmediato el examen público del peso, es decir, confrontándolo con la conducta y el testimonio de los profetas y los Apóstoles, lo podremos conservar íntegro y perfecto, y conforme con estos, o bien lo podremos rechazar como imperfecto y dañino, porque no está en consonancia con el peso, la prudencia y diligencia de aquellos».

 

Capítulo 22. Sobre las cuatro formas de discernimiento

Primero se nos presentan nuevamente, pero de un modo más ordenado, los cuatro criterios fundamentales de un buen discernimiento: distinguir el metal verdadero del falso; descubrir las monedas falsas; rechazar lo que se disfraza de apariencia bíblica; hacer a un lado todo lo que no proviene de la enseñanza y ejemplo de los ancianos. En la práctica del discernimiento se deben combinar la acción personal con la Tradición bíblica y eclesial.

El trabajo del discernimiento es comparable al del agricultor que ara con gran cuidado su tierra, para así purificarla y prepararla adecuadamente, quitando toda lo que la hace estéril. Pero nuestro arado es muy especial: la cruz de Cristo.

La imagen del “arado de la cruz de Cristo” es tradicional[9], por así denominarla. Por medio de ella se señala la importancia que tiene, en el seguimiento del Señor Jesús, el compromiso con su misterio pascual. La cruz de Cristo es la garantía de nuestro triunfo sobre el actuar del demonio. Igualmente, el simbolismo del arado se realiza en cada cristiano, en tanto que, por la cruz de Cristo, estamos crucificados para el mundo. El siguiente texto de Orígenes es muy elocuente al respecto:

«Tú también, oh oyente, sé el campesino de tu alma, emplea el arado... Pero cuando “tú hayas puesto la mano en el arado, no mires hacia atrás” (Lc 9,62), es decir, después que hayas tomado tu cruz, y hayas seguido a Cristo (cf. Mt 16,24), después de haber renunciado al mundo y a esas cosas que están en el mundo, no mires hacia atrás, no busques lo que tú, por Cristo, has considerado como estiércol (cf. Flp 3,8). Pues si tú tienes siempre la mano en ese arado, confiadamente podrás decir: “Lejos de mí gloriarme, si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo” (Ga 6,14), si tú dices esto, “diez mil caerán a tu derecha, y mil a tu izquierda, pero no se te acercarán” (Sal 90 [91],7)»[10].

 

Cuatro normas para un correcto discernimiento

22.1. «En consecuencia, el discernimiento nos es necesario en las cuatro formas que dijimos[11]; esto es, en primer lugar, no se nos debe ocultar si la materia es de oro verdadero o falso; en segundo término, debemos reprobar aquellos pensamientos que simulan obras de piedad como monedas adulteradas o falsas, porque contienen una falsa imagen real no legítimamente acuñada. Igualmente, también rechazamos aquellas que discernimos muestran, en el oro muy precioso de las Escrituras, de una forma malvada y herética, no el rostro del verdadero rey, sino el del tirano. Y recusamos como monedas viles, dañinas y más livianas, aquellas cuyo peso y valor, roído por la herrumbre de la vanidad, no puede compararse con el peso modelo[12] de los ancianos. Para no caer en esto, siendo defraudados de todos nuestros trabajos, méritos y estipendios, se nos amonesta a observar un precepto del Señor de gran fuerza: “No atesoren sus tesoros en la tierra, donde la herrumbre y la polilla los consumen, y donde los ladrones socavan y roban” (Mt 6,19).

 

El arado de la cruz de Cristo

22.2. Porque cualquier acción que hayamos realizado por la gloria humana, sepámoslo bien que, según lo que dice el Señor, hemos acumulado “un tesoro sobre la tierra” (Mt 6,19); y, en consecuencia, estando oculto o sepultado bajo tierra, será robado por diversos demonios, o consumido por la herrumbre de la vanagloria, o devorado por las polillas del orgullo, sin reportar ninguna utilidad o beneficio a quien lo ha escondido. Por eso todos los repliegues de nuestro corazón deben ser permanentemente escrutados y los vestigios de cualquier cosa que en ellos entre deben ser muy sagazmente examinados, no sea que alguna bestia inteligente, un león o un dragón, los haya atravesado, dejando impresas ocultamente sus huellas perniciosas. Esos accesos en nuestros corazones pueden, por la negligencia de nuestros pensamientos, quedar abiertos también a otros, en lo más íntimo de nuestros pechos. Y así, a toda hora y en todo momento, debemos arar la tierra de nuestro corazón con el arado evangélico; esto es, con el continuo recuerdo de la cruz del Señor. De esta forma podremos extirpar de nosotros ya sean los cubículos de las bestias feroces, ya sean los escondites de las serpientes venenosas».

 

Capítulo 23. Sobre el discurso del maestro según el mérito del que escucha

Se concluye esta primera conferencia con la promesa, por parte de abba Moisés, de proseguir el desarrollo del tema, que ha despertado fuertemente el interés de sus dos interlocutores.

Dos aspectos llaman la atención. El primero, se refiere a una comprobación que hallamos a menudo en el ámbito del monacato primitivo: los monjes que responden a quienes los consultan, no hablan de lo que ellos quieren, sino que se adaptan a las necesidades del oyente. Y lo mismo puede decirse sobre las frecuentes catequesis en las comunidades cenobíticas. El segundo, estos encuentros suelen realizarse en horario nocturno. A modo de ejemplo cito dos textos: el primero es el del ámbito eremítico y se refiere a Evagrio Póntico: “He aquí cuál era su costumbre: los hermanos se reunían en torno a él el sábado y el domingo[13], examinando sus pensamientos con él durante toda la noche, escuchando sus palabras de aliento hasta el amanecer. Entonces todos se iban con alegría dando gloria a Dios, pues su enseñanza era muy dulce”[14]. El otro procede de la, así llamada, Regla de san Basilio, y está relacionado con una comunidad monástica de las que el santo visitaba: “… Ya que el Señor nos ha reunido, para que separados de las molestias causadas por las multitudes nos dediquemos un poco al silencio y al reposo, ni ocupemos nuestro espíritu en otras tareas, ni nos entreguemos de nuevo al sueño o a la restauración del cuerpo en el tiempo que queda, sino que consagremos este (tiempo) que queda de la noche a la investigación y la solicitud de las cosas mejores[15], cumpliendo lo que dice el bienaventurado David del que medita en la ley del Señor día y noche (Sal 1,2)”[16].

 

La supremacía del discernimiento

23.1. El anciano, al vernos estupefactos ante estas realidades e inflamados por un inexplicable ardor frente a las palabras de su narración, suspendió por un instante su discurso, admirado por nuestro deseo. Y de nuevo agregó:

23.1a. «Hijos míos, el interés de ustedes me ha provocado a un tan largo discurso, y el deseo de ustedes le ha suministrado un sentido más ferviente a mi conversación, para que yo mismo pueda considerar con manifiesta verdad la sed de la doctrina de perfección; de modo que todavía les diré algo sobre la excelencia y sobre la gracia del discernimiento, que entre todas las virtudes tiene la supremacía y el primado, y probar su excelencia y utilidad, no solo con ejemplos de la vida cotidiana, sino también por medio de las preguntas y respuestas de los antiguos padres.

 

Los ancianos monjes no hablan de lo que quieren, sino que se adaptan a quienes los interrogan

23.2. Con frecuencia he recordado que cuando se me pide hablar sobre estos temas con gemidos y lágrimas, también yo, aunque deseoso de impartirles una enseñanza, me he encontrado en dificultad, no solo por mi falta de ideas, sino que también me faltaban las palabras mismas, al extremo de no hallar el modo de despedirlos con al menos un mínimo consuelo. De estos indicios se reconoce con evidencia que la gracia del Señor inspira el discurso a quien debe hablar en correspondencia con el mérito y el deseo de los oyentes.

 

Conclusión de la primera conferencia de abba Moisés

23.2a. Puesto que el espacio de la noche que resta es brevísimo, no conviene proseguir para concluir (este tema), sino conceder reposo al cuerpo, al que sería necesario pagarle un precio más alto si le fuera denegado un módico descanso. Reservaremos la íntegra exposición ordenada de la narración para el examen del día, o mejor, de la noche[17].

23.3. Corresponde, en efecto, que cuantos ofrecen óptimos consejos a quienes los consultan sobre el discernimiento sepan, ante todo, dar prueba de su sabiduría, mostrando que son capaces de practicar lo que enseñan con el ejemplo y la paciencia, de modo que, tratando sobre esta virtud, que es la madre de la moderación, no incurran en algún vicio que le es contrario; esto sería conculcar de hecho y con las obras la naturaleza y eficacia de la discreción que se encarece con las palabras. Bueno será entonces que el bien del discernimiento, que hemos decidido investigar todavía más, con la ayuda del Señor, nos beneficie a nosotros desde el inicio para no exceder la medida del discurso y la cantidad de tiempo dedicado a la discusión sobre su excelencia y moderación, por las que se reconoce ser la primera de las virtudes».

 

Algunas costumbres de los monjes egipcios

23.4. Al poner punto final a la conferencia con estas palabras, el bienaventurado Moisés nos animó con tales palabras, aunque estuviésemos todavía ávidos de sus palabras, a que intentáramos dormir un poco. Nos invitó a acostarnos sobre las pequeñas esteras (psiathium; psiathiis[18]) en las que estábamos sentados y, en vez de almohadas, poner bajo nuestras cabezas unas embrimias (embrimium; embrimiis[19]), hechas con el papiro más grueso, que se reúne en largos y finos manojos, entretejidos a intervalos de pie y medio. Son, a la vez, banquillos muy bajos, y de ellos se sirven los hermanos como de escaños para la synaxis[20], y, al mismo tiempo, de cabezal donde reclinar la cabeza para dormir. En este caso, cuando se utiliza como almohadilla, no resulta demasiado dura, sino manejable y cómoda.

23.5. En realidad, se prestan admirablemente a estos diversos usos de los monjes, pues, además de ser bastante versátiles, tienen todavía la ventaja de exigir poco trabajo y de ser económicos, ya que los papiros crecen por doquier en las riberas del Nilo. Asimismo, son fáciles de transportar de una a otra parte por ser materia ligera y dúctil

3.25a. De este modo, siguiendo el consejo del anciano, nos dispusimos finalmente a degustar la onerosa quietud del sueño, tanto era la alegría que sentíamos por la conferencia oída, cuanta la expectación por la espera de la que nos había prometido.

 


[1] Lit.: fuera del sello o marca de la moneda (extra monetam formata).

[2] Orígenes. Homilías sobre el Levítico, III,8; SCh 286, pp. 156-159.

[3] Ver un comentario más amplio en Vogüé, pp. 183-186.

[4] Transliteración del griego obryzon: oro puro, probado en el crisol. Cf. Jb 28,15; 2 Cro 3,5 (Blaise, p. 566).

[5] O: no ha sido hecha según las reglas del arte non (non legitime figurata).

[6] Se trata del episodio narrado en el libro de Josué (Jesús Navé). Translitero el nombre Achor, tal como está en el texto de Casiano. En nuestras versiones lo encontramos con el nombre de Akán.

[7] Resuena nuevamente en este ejemplo la influencia de Orígenes; cf. Homilías sobre el libro de Josué, VII,7.2-3; SCh 71, pp. 214-217: «Ciertamente mucha belleza hay en las palabras de los filósofos y mucha pulcritud en los discursos de los rétores, quienes son todos de la ciudad de Jericó, esto es en los hombres del mundo. Por ende, si encuentras entre los filósofos doctrinas perversas adornadas con las afirmaciones de los discursos vistosos, esta es la lengua de oro (traducción literal de la LXX: glossan chrysen). Pero mira que no te engañe el fulgor de sus obras, no te seduzca la belleza de su áureo lenguaje. Recuerda que Jesús declaró anatema todo el oro que fuera encontrado en Jericó. Si leyeras los versos modulados por un poeta, y las resplandecientes poesías compuestas para los dioses y las diosas, no te deleites en la suavidad de la elocuencia; si la tomas y la pones en tu carpa, si la introduces en tu corazón esas cosas que ellos afirman, mancharás a toda la Iglesia del Señor. Esto hicieron los infelices Valentín y Basílides, esto hizo Marción. Robaron esas lenguas de oro de Jericó e intentaron introducir en nuestras Iglesias las falsas doctrinas de los filósofos y así manchar a toda la Iglesia del Señor. Pero nosotros sigamos el ejemplo de los padres que nos precedieron, examinemos diligentemente si alguien no tiene escondida en su carpa la lengua de Jericó, y quitemos el mal de nosotros mismos…».

[8] O: Licópolis, Ciudad situada en la ribera del Nilo, a 359 km. al sur de El Cairo, es la actual Asiut. Abba Juan de Licópolis, también llamado Juan el Vidente, es mencionado por Casiano en Inst. 4,23; CSEL 17, p. 63: “Pongamos en primer lugar a abba Juan, que vivió cerca de Lyco, una ciudad de la Tebaida y que, elevado a la gracia de la profecía en razón de su obediencia, brilló de tal manera en toda la tierra que su mérito lo hizo célebre incluso entre los reyes de este mundo. Pues viviendo, como hemos dicho, en los confines de la Tebaida, el emperador Teodosio no osaba entrar en guerra con los tiranos prepotentes sin haber sido animado previamente por sus oráculos y respuestas. Confiando en ellos, como si fueran mensajes del cielo, obtuvo la victoria sobre sus enemigos en guerras desesperadas” (trad. cit., pp. 96-97); y en la parte final de sus Conferencias (XXIV,26,16; CSEL 13, p. 710). Conocemos algunos detalles de la vida de abba Juan, que vivió entre aproximadamente los años 305-394/5, gracias a la Historia monachorum in Aegypto, capítulo 1; ed. A.-J. Festugière; Bruxelles, Société des Bollandistes, 1961, pp. 9-35 (Subsidia Hagiographica, 34); trad.: Historia de los Monjes egipcios (Introducción, traducción y notas a cargo de Dámaris Romero González e Israel Muñoz Gallarte), Córdoba (España), Asociación de Estudios de Ciencias Sociales y Humanidades – Diputación Provincial de Córdoba, 2010, pp. 47-71; y a la HL, cap. 35 (ed. cit., pp. 168-179).

[9] Cf. Justino, Apología I, 55,1. 3; SCh 507, p. 276: “Todo lo referente a la cruz fue dicho de modo simbólico... Porque el mar no se surca si ese trofeo, llamado mástil, no se alza intacto en la nave; sin ella no se ara la tierra; ni cavadores ni artesanos llevan a cabo su obra si no es por instrumentos que tienen esa figura”. E Ireneo, Adversus Haereses IV,34,4; SCh 100**, p. 868: “El mismo Señor... al final mostró el arado, es decir el hierro incrustado en el madero, para limpiar la tierra: pues el Verbo unido a la carne e incrustado en la figura humana, ha limpiado la tierra cubierta de cardos”.

[10] Homilías sobre el libro de los Jueces, IV,2.2; SCh 389, p. 122.

[11] Cf. Conf. I,20,1.

[12] Exagium “es el peso modelo al que nos ajustamos en la evaluación del peso de las monedas. Vocablo transliterado del griego, tiene el significado original de pesar [lit.: balanza]. Dada la importancia de estos modelos para contrarrestar los fraudes, al menos desde el año 383, los pesos y medidas oficiales se conservaban en las mansiones y stationes del cursus publicus, o sea en lugares de fácil acceso” (Conversazioni, pp. 182-183, nota 47).

[13] Tal era la tradición característica del monacato anacorético; cf. HL 7,5; ed. cit., p. 40.

[14] Quattre ermites égyptiens d’après les fragments coptes de l’Histoire Lausiaque (présentés par G. Bunge; traduits par A. de Vogüé), Bégrolles-en-Mauges, Abbaye de Bellefontaine, 1994, pp. 161-162 (Spiritualité orientale, nº 60).

[15] Cf. Basilio, Epístola 223,5: “¿No iba a visitar las reuniones de hermanos y pasaba la noche orando con ellos, hablando y escuchando hablar siempre sobre Dios sin espíritu de discordia?” (ed. Yves Courtonne, Paris, Les Belles Lettres, 1966, vol. III, pp. 14-15). Se trataba del tiempo que restaba después del oficio nocturno, que se celebraba hacia la medianoche. Ver RB 8,3: “Lo que resta después de las vigilias se lo utilizará para la meditación de los hermanos que necesitan aprender del salterio o de las lecturas” (SCh 182, p. 508).

[16] Regla de Basilio, prólogo, vv. 9-11; CSEL 86, p. 6.

[17] “Con este expediente literario, Casiano concluye casi siempre la transcripción del diálogo con un anciano, enviando al día siguiente, o también a la siguiente Conferencia, el desarrollo de un argumento. Si se quiere asignarle al dato un valor histórico, se podría afirmar que estos encuentros se desarrollan habitualmente por la tarde, o al anochecer, para prolongarse hasta bien entrada la noche” (Conversazioni, pp. 186-187, nota 48).

[18] Del griego psiathion o psiathos: estera o esterilla. Cf. Blaise, p. 682.

[19] Embrimia (o embrimium), cf. Blaise, p. 306.

[20] Vocablo que designaba la reunión para celebrar la liturgia de las horas en el monacato pacomiano.