Capítulo 23. Cómo contener la abundancia de los humores genitales
En el inicio de este capítulo, Casiano compara las poluciones nocturnas a otras actividades corporales, como son la digestión o la expulsión de los líquidos por medio de la orina. Ya directamente en relación a las poluciones nocturnas, no en todos los textos propone la misma frecuencia que en el presente pasaje (cf. Inst. VI,20). Y esta temática la tratará de forma específica en la Conferencia XXII.
23.1. Es necesario que lo depositado una vez en nuestras entrañas por la abundancia de los alimentos sea removido y expulsado, por la misma ley de la naturaleza que no permite a ningún tipo de humor superfluo, que le sea dañino y contrario, residir en su interior. Y por eso siempre debemos moderar nuestro cuerpo con una parsimonia racional y equilibrada, incluso cuando estamos en una situación naturalmente necesaria en la que no podemos evitar tener que hacernos cargo de la carne; por ello, que a lo menos raramente y no más de tres veces al año, nos veamos manchados con esta impureza. Sin embargo, que no sea una falsa imagen, índice de una oculta voluptuosidad, lo que el quieto sopor produce sin ningún prurito.
23.2. Por tanto, esta es la temperada igualdad de la continencia, sobre la que ya hablamos, que es comprobada por el juicio de los padres; para que la refección cotidiana con los panes de cada día deje vivir el hambre, conservando el alma y el cuerpo idéntico estado, para que la mente no desfallezca por la fatiga del ayuno o se vea gravada por la saciedad. Con tanta frugalidad sucede que, en ocasiones, después de la caída del sol, una persona no sepa o no recuerde haber comido.
Capítulo 24. Sobre el trabajo equilibrado de la refección y sobre la voracidad del hermano Benjamín
Aunque no sabemos en concreto quién sea el monje que presenta Casiano en su ejemplo, la finalidad del relato es diáfana: el desprecio de una regla aprobada y recomendada por los ancianos en la vida monástica, termina en un completo desastre.
El peligro que se sigue de despreciar el gran don del discernimiento
24.1. Esta medida no se observa sin esfuerzo, de modo que quienes ignoran la perfección del discernimiento también prefieren prolongar el ayuno por dos días y reservar para mañana lo que deberían haber comido hoy, a fin de que, llegada la hora de la refección, puedan saciarse a su antojo.
24.1a. Tal fue hace poco, ustedes lo saben, la práctica pertinaz de su compatriota, Benjamín. Recibiendo cada día dos panes secos no permanecía fiel a una continua penitencia con igual moderación, sino que prefería prolongar el ayuno por dos días, para que, en el momento de la refección, la glotonería de su vientre fuera llenada con la medida de una doble refección; es decir, que gozara de la deseada saciedad comiendo cuatro panes secos, compensando de cierta forma la saciedad de su vientre con los dos días de ayuno.
24.2. Sin duda, ustedes recuerdan qué fin pondrá término al propósito de quien se atiene con obstinación y la pertinacia de su mente a las propias creencias antes que a las tradiciones de los ancianos: abandonado el desierto volvió a caer en la vana filosofía de este mundo y en la vanidad del siglo. Su caso convalida con el ejemplo las palabras de los ancianos, y su ruina a todos enseña que nadie puede ascender a la cima de la perfección confiando en sus creencias o en su propio juicio, pero ni siquiera no ser engañado por la perniciosa ilusión del diablo».
Capítulo 25. Pregunta: ¿cómo es posible atenerse siempre a la misma medida?
25. Germán: “¿Cómo, entonces, podemos custodiar ininterrumpidamente esta medida? De hecho, algunas veces, pasada ya la hora nona, cuando llega el tiempo del ayuno, si arriban hermanos es necesario agregar algo a la medida establecida y habitual, o por cierto la humanidad que se nos ordena mostrar a todos, se evitaría por completo”.
Capítulo 26. Respuesta: no exceder el modo de la refección
Si bien la respuesta de Moisés podría decirse que es de compromiso, la enseñanza es clara: buscar siempre armonizar “la regla” con los sagrados deberes de la hospitalidad.
Una hospitalidad que no infringe la medida de la continencia
26.1. Moisés: «Una y otra necesidad pueden ser observadas de un modo y con una solicitud iguales. En efecto, debemos custodiar con mucho cuidado la medida del alimento a causa de la continencia y de la pureza; y del mismo modo exhibir la humanidad y la exhortación de la caridad con los hermanos que llegan, porque sería bastante absurdo que, ofreciendo la mesa a un hermano, o sea a Cristo mismo (cf. Mt 25,31-46), no tomaras el alimento junto con él, o hicieras otra cosa durante su refección.
26.2. Por eso en nada seremos encontrados reprensibles, si mantenemos esta costumbre, esto es, que, a la hora de nona, de los dos panes secos, que nos corresponden conforme a la medida canónica, tomemos un pan, mientras reservamos el otro para el atardecer, por si llega algún hermano, para que lo comamos con él, no añadiendo nada a la medida acostumbrada. Y así mostraremos los obsequios de la humanidad, sin relajar en nada el rigor de la continencia. En cambio, si nadie llega, comeremos libremente esto conforme al débito de la medida canónica.
Una condición física que consiente una buena participación en las oraciones comunitarias
26.3. Por medio de esta parquedad el estómago no podrá estar sobrecargado, pues ha comido un pan seco a la hora de nona, lo cual suele suceder con quien, creyendo atenerse a una más estricta abstinencia, difiere toda la refección hasta el atardecer. De hecho, el poco tiempo transcurrido desde la recepción de una comida, no permite encontrarse con una mente aguda y ágil en las oraciones vespertinas y nocturnas. Y por tal motivo se ha concedido la hora nona como tiempo más cómodo y útil para la refección. El monje alimentándose en ese momento, no solo estará despierto y ágil en las vigilias nocturnas, sino también, ya digerido el alimento, se encontrará muy apto también en las solemnidades vespertinas mismas».
Conclusión de la presente conferencia
26.4. San Moisés nos alimentó preparándonos un doble banquete de enseñanzas, demostrándonos no solo la gracia y la fuerza del discernimiento con la presente erudición de las palabras, sino también, en la discusión precedente, la razón de la renuncia, como también la meta y el fin de nuestro propósito. Lo que antes seguíamos con tanto fervor de espíritu y celo de Dios, por así decirlo, con los ojos cerrados, lo ha expuesto a una muy clara luz y nos ha hecho sentir cuánto nos habíamos alejado de la pureza de corazón y de la justa dirección, puesto que también la disciplina de todas las artes visibles que están en este mundo no puede subsistir sin un objetivo inmediato y no puede ser alcanzado sin tener un fin manifiesto en vista.