Capítulo 21. Sobre “el pan supersustancial” o “cotidiano”
El pan de cada día
21.1. A continuación [se dice]: “Danos hoy nuestro pan epioysin” (Mt 6,11), es decir supersustancial, que otro evangelista ha llamado “cotidiano” (Lc 11,3). El primer adjetivo indica la noble cualidad de esta sustancia, que la pone por encima de cualquier otra Y que, en la sublimidad de su magnificencia y en el poder de santificar, supera a todas las criaturas; el segundo, en cambio, indica el uso que es necesario hacer de él y su utilidad. Por lo tanto, cuando se dice cotidiano significa que sin él no podemos vivir ni siquiera un día de nuestra vida espiritual.
Pan cotidiano para la vida eterna
21.2. Cuando dice “hoy”, señala que es necesario alimentarse todos los días y que no basta haberlo recibido ayer, si no nos fuera dado también hoy. La necesidad cotidiana que nosotros tenemos de este pan nos enseña que debemos dirigir continuamente a Dios esta oración, pues no hay día en el cual no sea para nosotros necesario fortalecer el corazón de nuestro hombre interior comiendo y recibiendo este [pan]. Sin embargo la palabra “hoy” se puede entender también en referencia a la vida presente. Y entonces: “Danos este pan mientras estamos en este mundo. Sabemos bien, en efecto, que en el mundo venidero le será dado aquellos que lo hayan merecido, pero nosotros te rogamos que nos lo des hoy, porque quien no lo haya recibido en esta vida, tampoco podrá ser partícipe de aquella otra.
Capítulo 22. Sobre las palabras: “Perdona nuestras deudas” y lo que sigue
La bondad de Dios
22.1. “Y perdona nuestra deudas así como nosotros también perdonamos a nuestros deudores” (Mt 6,12). ¡Oh inefable clemencia de Dios! No solo nos ha dado un modelo de oración y nos ha enseñado cómo comportarnos de una forma aceptable a Él, por medio de las peticiones de la fórmula que nos dio, en virtud de la cual nos ordena orar siempre, arrancando al mismo tiempo las raíces de la ira y de la tristeza, sino que también da aquellos que oran una ocasión y les muestra la vía por la cual son invitados, para que se manifieste sobre ellos un juicio divino clemente y misericordioso; en cierto modo, nos ofrece la posibilidad de temperar la sentencia de nuestro juez, persuadiéndolo a perdonar nuestros pecados con el ejemplo de nuestra indulgencia cuando decimos: “Perdónanos, como también nosotros perdonamos”.
Pedir perdón
22.2. Por eso, confiando firmemente en esta oración, pedirá perdón con la certeza de ser escuchado quienquiera que haya perdonado a sus deudores, no a los de su Señor. Algunos de nosotros, en efecto, cosa pésima, acostumbran a mostrarse suaves e indulgentes cuando se trata de ofensas hechas a Dios, aunque sean muy graves. Pero cuando las ofensas son contra nosotros, entonces queremos ser resarcidos con severidad y de forma inexorable.
Debemos ser clementes
22.3. Por eso es cierto que quien no haya perdonado de corazón al hermano que lo ha ofendido, impetrando con su propia súplica no poder perdonarlo, sino condenarlo, solicitará un juicio más severo para sí mismo diciendo: “Perdóname como yo he perdonado”. Y cuando sea tratado de acuerdo a su petición, ¿qué otra consecuencia tendrá sino aquella de una ira implacable y de una condena sin remisión? Por tanto, si queremos ser juzgados con clemencia, también nosotros tenemos que ser clementes con aquellos que nos han ofendido. Pues tanto nos será perdonado cuánto nosotros hayamos perdonado a aquellos que nos han hecho en mal, de cualquier naturaleza que sea.
22.4. Muchos temen esto, y por eso, cuando esta oración es cantada en la iglesia por todo el pueblo reunido, omiten esta frase callando, por temor de declararse culpables más que justificarse, no comprendiendo que es en vano que se ingenian para engañar de esta forma al Juez de todo . Porque Él ha querido mostrar anticipadamente cómo juzgará a quienes le suplican. Puesto que Él no desea ser duro e inexorable con ellos, ha indicado la modalidad de su juicio, porque, como queremos ser juzgados por Él, del mismo modo juzguemos nuestros hermanos, si es que han cometido algo contra nosotros, “pues el juicio es sin misericordia para aquel que no tuvo misericordia” (St 2,13).
Capítulo 23. Sobre las palabras: “No nos hagas caer en la tentación”
La tentación
23.1. A continuación sigue: “Y no nos hagas caer en la tentación” (Mt 6,13), de [esta petición] nace una cuestión importante. Porque si oramos para no ser sometidos a la prueba, ¿cómo se probará que reside en nosotros la virtud de la constancia según aquella frase que dice: “Todo hombre que no ha sido tentado, no ha sido probado” (cf. Si 34,10)? Y también: “Feliz el hombre que soporta la tentación” (St 1,12; cf. Dn 12,12). Por tanto las palabras: “No nos hagas caer en la tentación no significan: “No permitas que nunca seamos tentados”, sino: “No permitas que, cuando sobrevenga la tentación, seamos superados por ella”.
Tentados, pero no vencidos
23.2. Job, en efecto, fue tentado (cf. Jb 1—2), pero cayeron en la tentación, porque no llegó a aquella voluntad, a la que era atraído por el tentador, hablando impíamente. Abraham fue tentado (cf. Gn 22,1-18), José fue tentado (cf. Gn 39,7-13), pero ninguno de ellos cayó en la tentación, porque ninguno consintió al tentador.
“Líbranos del mal”
23.2a. A continuación dice: “Pero líbranos del mal” (Mt 6,13), es decir: “No permitas que nosotros seamos tentados por el diablo por encima de nuestras fuerzas[1], sino haz que con la tentación nos sea dada también la forma de superarla[2], para que podamos soportarla” (1 Co 10,13).
Capítulo 24. Sobre que no debemos pedir otras cosas respecto de la medida que está contenida en la oración del Señor
Concluye en este capítulo el comentario al Padrenuestro. “Se trata de una página de exégesis bíblica ‘tradicional’ basada sobre la lectura e interpretación continua y puntual de todos los versículos, en este caso, de un pasaje bíblico, habitualmente de un libro entero”[3].
Una oración que no busca el propio beneficio
24. Miren, por consiguiente, qué medida y forma de la oración nos ha sido propuesta por el Juez, al que, por medio de ella, se debe suplicar. En esta [oración] no se contiene ninguna petición de riquezas, ninguna mención a los honores, ninguna pretensión de poder y grandeza, ninguna mención a la salud corpórea ni a la existencia temporal. El Creador de las realidades eternas, en efecto, exige que a Él no le sea pedido nada caduco, vulgar, o temporal. Por tanto, más que congraciarse con el propio Juez incurre en una ofensa de su grandeza y munificencia quien, dejadas de lado estas peticiones, que se refieren los valores eternos, prefiere pedirle algo transitorio y caduco, arriesgando así de incurrir, con su oración interesada, más en una ofensa que no en el favor del Juez.
Capítulo 25. Sobre la cualidad de la oración más sublime
En vez del Espíritu, mencionado por Isaac precedentemente (Conf. IX,15.2), en este capítulo se habla de “la luz celestial”, que desempeña idéntica función, es decir, la de agente divino. Es llamativa la evocación de Cristo en agonía, “que completa lo que se ha dicho sobre las diversas formas de oración practicadas por Jesús (Conf. IX,17.1-4), de las que solo la oración sacerdotal (Jn 17,1-26) presenta alguna analogía con la oración de fuego (Conf. IX,15.2). Se ilustra de este modo, un tanto inesperado, la intensidad psíquica de la oración de fuego”[4].
La oración de fuego
25. Esta oración, si bien parece contener toda plenitud de la perfección, porque ha sido instituida y fijada por la autoridad misma del Señor, sin embargo, conduce, a quien le es familiar[5], a una condición que hemos recordado precedentemente como la más sublime y lo guía, a través de un nivel superior, a aquella [oración de] fuego y, para decirlo adecuadamente, a aquella oración inefable conocida y experimentada por muy pocos. Esta transciende toda humana comprensión y no se distingue, quiero decir, por el sonido de la voz o por el movimiento de la lengua o por la pronunciación de alguna palabra, sino cuando la mente es iluminada por la infusión de aquella luz celestial y no la manifiesta con las pobres palabras humanas; pero, reunidas todas las capacidades espirituales, las derrama como de una fuente muy copiosa y la ofrece de una forma inefable a Dios[6], produciendo, con aquel solo movimiento, lo que la mente, vuelta a sí misma, no sería capaz de expresar fácilmente con palabras ni de recordar[7]. También nuestro Señor indica esta condición de igual manera con la fórmula de aquellas súplicas que Él mismo ha descrito que derramó en silencio cuando se retiró solo a la montaña (cf. Lc 5,16; 6,12); y cuando en la oración durante su agonía derramó gotas de sangre, como un ejemplo de inimitable intensidad (cf. Lc 22,44).
[1] Lit.: por encima de lo que podemos.
[2] Lit.: sino haz cuando [venga] la tentación también la salida.
[3] Conversazioni, p. 627, nota 21.
[4] Vogüé, p. 254 y notas 512-513.
[5] Lit.: a sus domesticos.
[6] Lit.: y la eructa de una forma inefable a Dios.
[7] Lit.: recorrer con diligencia.