Inicio » Content » JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia IX, capítulos 34.4-36)

Capítulo 34. Respuesta: sobre las diversas causas por las que las oraciones escuchadas (continuación)

 

Una oración llena de gran confianza

34.4. Por consiguiente, si al contemplar nuestras miserias nosotros debemos admitir que estamos privados de todas aquellas virtudes de las que hemos hablado antes y que no poseemos aquel laudable consenso entre dos almas (cf. Mt 18,19), ni aquella fe que es comparada a las semillas de mostaza (Mc 17,20), y aquella obra de misericordia que el profeta describe (cf. Is 58,6), no podremos poseer aquella inoportunidad (cf. Lc 11,8) que Él concede a todos aquellos que la quieren por la sola razón que el Señor ha prometido conceder lo que se le pida. Por esto nuestras oraciones deben ser insistentes y sin aquella hesitación que tiene su origen en la falta de fe, y no debemos dudar de ninguna manera que, persistiendo en ella, tendremos, según Dios, todas las cosas que hemos pedido.

 

Seamos inoportunos

34.5. Puesto que el Señor quiere concedernos aquello que es eterno y celestial, en cierto modo nos exhorta a obligarlo con nuestra inoportunidad: Él no solo no desdeña o rechaza a quienes lo importunan, sino que los recibe y los alaba, prometiendo concederles benévolamente todo aquello que desean con perseverancia, diciendo así: “Piden y se les dará, busquen y encontrarán; golpeen y se les abrirá. Pues quien pide, recibe; quien busca, encuentra; y a quien golpea se le abrirá” (Lc 11,9-10). Y de nuevo: “Todo lo que pillan en la oración, si creen, lo recibirán. Nada será imposible para ustedes” (Mt 21,22; 17,20).

 

Oremos infatigablemente

34.6. Y en consecuencia si nos faltaran todas las causas de las que antes hablamos para ser escuchados, que al menos nos anime el celo de la inoportunidad: ésta está en poder de quienquiera la desee y no depende ni necesita de méritos o esfuerzos especiales. Tengamos por cierto, sin embargo, que nuestra oración no será escuchada mientras abriguemos en nuestro interior la menor duda de que será recibida favorablemente[1]. Que sea necesario suplicar infatigablemente al Señor nos lo enseña también el ejemplo de aquel beato Daniel, que fue escuchado desde el primer día en que comenzó a orar, pero obtuvo respuesta a su petición después del vigésimo primer día (cf. Dn 10,2-4).

 

Sobre las oraciones que tardan en ser escuchadas por el Señor

34.7. Se sigue entonces que también nosotros no debemos disminuir el ardor de nuestras oraciones si experimentamos que la escucha [de nuestra súplica] se demora. Puede suceder o que la gracia de la dispensación sea diferida, conforme a los planes del Señor, o que el ángel enviado a traernos el don divino, aunque se haya alejado de la presencia del Omnipotente, sea demorado por el diablo que se le opone. Sin duda, él no podrá ofrecer el don que lleva para transmitir si a su llegada encuentra que no se está perseverando en la demanda que se había hecho. Esto le habría sucedido incluso al profeta mencionado antes, si él, con virtud incomparable, no hubiese perseverado en la oración por veintiún días.

 

Plena confianza en el Señor

34.8. No permitamos, por tanto, que la desesperación nos aleje de la confianza de la fe. Cuando pensemos no haber obtenido aquello por lo que habíamos rezado, no dudemos de la solemne promesa del Señor que dijo: “Cualquier cosa que pidan en la oración, si tienen fe, la recibirán” (Mt 21,22). Debemos recordar las palabras del bienaventurado evangelista Juan, por las que cualquier ambigüedad en esta cuestión queda claramente resuelta: “Esta es, dice, la confianza que tenemos en Él, pues cualquier cosa que le pidamos según su voluntad, Él nos escucha” (1 Jn 5,14).

 

Dios vela por nuestra salvación

34.9. En consecuencia, Él nos ordena tener plena y segura confianza en que somos escuchados solo en aquellas cosas que están en conformidad no con nuestra conveniencia y comodidad, sino con la voluntad del Señor. En la plegaria misma del Padrenuestro somos instruidos para tener esto en cuenta y decir: “Que se haga tu voluntad” (Mt 6,10), esto es, la suya, no la nuestra. Porque si recordamos el texto del Apóstol que dice que “nosotros no sabemos orar como conviene” (Rm 8,26), nos damos cuenta que, a veces, pedimos cosas que son contrarias a nuestra salvación, y lo que pedimos nos es perfectamente denegado por Aquel que ve lo que nos conviene con mayor claridad y veracidad que nosotros mismos.

 

El modelo de oración que Jesús nos regaló

34.10. Sin duda, este es lo que le sucedió también al maestro de los gentiles, cuando rezó para que le fuera alejado el ángel de Satanás que le fue dado, por decisión del Señor, a fin de que lo abofeteara para su propio bien: “Tres veces he rogado al Señor para que lo aleje de mí. Y Él me dijo: ‘Te basta mi gracia, pues [mi fuerza] triunfa en la debilidad’ (2 Co 12,8-9). Por eso nuestro Señor cuando oraba en el hombre que había asumido, para ofrecernos con su propio ejemplo, como hizo asimismo en otras cosas, la forma de rezar, así se expresó cuando oraba: “Padre, si es posible, aleja de mí este cáliz, pero no como yo quiero, sino como tú quieres” (Mt 26,39), aun cuando su voluntad no discrepara de la voluntad del Padre.

 

Cristo cumple la voluntad del Padre

34.11. “Porque Él vino a salvar lo que estaba perdido, y entregar su vida para la redención de una multitud” (Mt 18,11; 20,28). Sobre esto Él mismo dice: “Nadie me quita la vida, sino que yo mismo la doy. Tengo poder para darla, y tengo poder para recuperarla” (Jn 10,18). Y con respecto a la unidad de voluntad que Él siempre tiene con su Padre, así canta de su persona el bienaventurado David en el salmo treinta y nueve: “Dios mío, he deseado hacer tu voluntad” (Sal 39 [40],9). En efecto, si sobre el Padre leemos: “Dios ha amado tanto el mundo que le dio a su Hijo único” (Jn 3,16), y lo mismo hallaremos sobre el Hijo: “Se entregó a sí mismo por nuestros pecados” (Ga 1,4).

 

La perfecta unidad del Padre y del Hijo

34.12. Y del mismo modo se dice sobre el Padre: “Que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rm 8,32); y asimismo se dice del Hijo: “Fue ofrecido porque Él mismo quiso” (cf. Is 53,7). La voluntad del Padre y la del Hijo deben entenderse como tan completamente unidas que su operación, incluso en el misterio de la resurrección del Señor, como se nos enseña, estaban en armonía. Pues, como lo declara el bienaventurado Apóstol, el Padre realizó la resurrección del cuerpo cuando dice: “Dios Padre lo resucitó de entre los muertos” (Ga 1,1). Así, el Hijo también da testimonio de que su cuerpo resucitará cuando dice: “Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar” (Jn 2,19).

 

Cómo se debe concluir la oración

34.13. Por tanto, instruidos por los ejemplos del Señor sobre los que hemos hablado, también nosotros debemos concluir todas nuestras súplicas con una oración semejante y agregar siempre esta frase a todas nuestras peticiones: “Sin embargo, no como yo quiero, sino como tú quieres” (Mt 26,39). Es, por consiguiente, evidente que aquel que suplica con el ánimo atento no pueda observar aquella triple inclinación que suele practicarse en las comunidades de los hermanos como conclusión de la synaxis.

 

Capítulo 35. Sobre que la oración debe hacerse dentro de la celda y con la puerta cerrada

 

La oración interior

35.1. Ante todo, se debe observar con mucha diligencia aquel precepto evangélico según el cual, entrando en nuestra celda, después de haber cerrado la puerta, oremos a nuestro Padre (cf. Mt 6,6). Esto debe ser realizado de la siguiente manera: nosotros suplicamos estando dentro de nuestra celda cuando, alejando completamente nuestro corazón del estrépito de todos los pensamientos y de las preocupaciones, elevamos en secreto nuestras oraciones al Señor y, por así decir, con una intimidad familiar.

 

La oración del corazón

35.2. Cerrada la puerta (cf. Mt 6,6), oramos cuando, con los labios apretados y en completo silencio, elevamos nuestras súplicas a aquel que escruta no las palabras, sino los corazones. Oramos en secreto (cf. Mt 6,6) cuando, con el corazón y la mente absortos, presentamos únicamente a Dios nuestras súplicas, de modo que ni siquiera las potestades adversas podrán conocer la naturaleza de nuestras peticiones.

 

Una oración silenciosa

35.3. Por eso debemos orar en absoluto silencio, no solo para no molestar a los hermanos que están cerca con nuestros susurros y nuestros clamores y distraer la mente de aquellos que oran, sino también para que la intención de nuestra petición permanezca oculta a nuestros enemigos, los cuales nos insidian especialmente cuando oramos. De esta manera cumpliremos aquel precepto: “Custodia las puertas de tu boca de la que duerme en tu seno” (Mi 7,5).

 

Capítulo 36. Sobre la conveniencia de que la oración sea breve y silenciosa

 

La oración en espíritu y verdad

36.1. Por este motivo debemos orar con frecuencia para estar seguros, pero brevemente, no sea que, si nos alargamos, el enemigo que nos acecha pueda introducir algo en nuestro corazón. Este es el verdadero sacrificio, pues “el sacrificio para Dios es un espíritu contrito” (Sal 50 [51],19), esta es la ofrenda salvífica, estas son la libaciones puras, este es el sacrificio de justicia (cf. Sal 50 [51],21), este es el sacrificio de alabanza (Sal 49 [50],23), estas son las verdaderas y pingües ofrendas, estos son los medulosos holocaustos (Sal 65 [66],15), que son ofrecidos por los corazones contritos y humillados. Mientras presentemos estas cosas con la disciplina y la diligencia de espíritu, de las que ya hemos hablado, cuando nos hayamos fortalecido en la virtud podremos ser capaces de cantar: “Que mi oración suba hacia ti como incienso; la elevación de mis manos como sacrificio vespertino” (Sal 140 [141],2).

 

Conclusión de la conferencia

36.2. El aproximarse de aquella hora y de la noche, nos aconseja terminar nuestra tarea con la debida devoción. Y, a pesar de los límites de nuestra pequeñez, mucho parece ser lo que hemos tratado sobre este argumento, y la conversación se ha prolongado mucho; sin embargo, creemos que, dada la sublimidad y la dificultad de la materia, de todos modos, es poco lo que hemos dicho».

 

Un deseo de saber más

36.3. Estupefactos, más que satisfechos, por estas palabras de san Isaac, celebrada la synaxis vespertina, hicimos reposar un poco nuestros miembros con el sueño. Con el deseo de regresar al amanecer, deseosos de una más amplia exposición, nos fuimos a nuestra habitación, alegres por las enseñanzas recibidas y por las seguridades de cuanto se nos había prometido. En efecto, comprendimos la excelencia de la oración, pero también que todavía no habíamos adquirido, con aquellas exposiciones, el orden y la fuerza con que podíamos obtenerla y mantenerla permanentemente.

 


[1] El texto latino dice: “Pro certo autem non exaudiendum se supplicans quisque non dubitet, cum se dubitaverit exaudiri”.