Capítulo 15. Nada podemos contra los vicios sin el auxilio de Dios, ni debemos engrandecernos cuando los vencemos
El tema de la ocupación de la tierra prometida al pueblo de Israel, que ya fue presentado al final de capítulo precedente, recibe ahora un tratamiento más amplio. La base son los textos bíblicos del AT: Deuteronomio principalmente, con dos agregados tomados de los libros sapienciales. Y la enseñanza que Casiano nos quiere transmitir es: cuidado con el orgullo, atención al olvido de la gracia de Dios, sin ella nada podemos en nuestros combates contra los vicios. No podemos lanzarnos al combate sin la ayuda del Señor.
Dos testimonios bíblicos
15.1. Pero al mismo tiempo nos amonesta diciendo que no debemos engrandecernos por la victoria sobre ellos: “Después que hayas comido y te hayas saciado, cuando edifiques casas hermosas y habites en ellas, tengas ganado vacuno y rebaños de ovejas, plata y oro en abundancia y toda clase de bienes, que no se eleve tu corazón, no olvides al Señor tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre y fue tu guía en el vasto y terrible desierto” (Dt 8,12-15). También Salomón dice en los Proverbios: “Si cae tu enemigo, no te congratules, no te enorgullezcas por su caída, porque lo verá el Señor y le desagradará, y apartará su ira de él” (Pr 24,17-18 LXX). Es decir, que viendo el Señor el orgullo de tu corazón, aparte de él su ataque y tú, abandonado, de nuevo comiences a ser combatido por la pasión que antes habías superado por la gracia de Dios.
Tercer testimonio bíblico
15.2. Porque el profeta no había podido orar diciendo: “No entregues, Señor, a las fieras el alma del que confía en ti” (Sal 73 [74],19 LXX)[1], si no hubiera sabido que por su corazón ensoberbecido era entregado de nuevo a los vicios que había vencido, para ser humillado.
Cuarto testimonio bíblico
15.2a. Por consiguiente, debemos estar persuadidos por la experiencia y por lo que aprendimos de numerosos testimonios de las Escrituras, que no podemos superar con nuestras fuerzas tantos enemigos, a no ser con el auxilio de Dios, y que cada día debemos atribuirle a Él mismo nuestra suprema victoria. Así, sobre esto también nos amonesta el Señor por medio de Moisés: “No digas en tu corazón, cuando haya borrado ante ti a las naciones: ‘Por mi justicia el Señor me introdujo en la tierra para que la poseyera’, cuando fue por sus impiedades que las destruyó a ellas” (Dt 9,4).
Quinto y sexto testimonios bíblicos
15.3. “Pues no es por tus justicias y por la equidad de tu corazón que tú ingresas, para que poseas las tierras de las naciones, sino porque ellas se condujeron impíamente, y son destruidas mientras tú entras” (Dt 9,5). Pregunto, entonces, ¿qué se podría haber dicho más abiertamente contra nuestra opinión perniciosa y nuestra presunción, que todo lo que hacemos, bien por nuestro libre arbitrio, bien por nuestro esfuerzo, queremos atribuírnoslo? “No digas, afirma (la Escritura), en tu corazón, cuando el Señor tu Dios las haya borrado delante de ti: ‘Por causa de mi justicia el Señor me introdujo para que poseyera esta tierra’ (Dt 9,4)”.
La ayuda del Señor
15.4. ¿No es esto lo que se dice a quienes tienen los ojos y oídos del alma abiertos, prontos para escuchar? Cuando te lleguen los éxitos en la lucha contra los vicios carnales, y te veas liberado de su fango y de la forma de vida de este mundo, inflado, no atribuyas a tu virtud ni a tu sabiduría el éxito del combate y la victoria, creyendo que, por tus trabajos, tu ardor y el libre arbitrio de tu libertad, has obtenido la victoria sobre los espíritus malvados y los vicios carnales. Pues no hay duda que nunca habrías podido prevalecer sobre ellos si el auxilio del Señor no te hubiera fortificado y protegido.
Capítulo 16. Sobre el significado de las siete naciones de la cuales Israel recibió la tierra; y por qué en algunos lugares se dice siete, y en otros [se mencionan] muchas más naciones
En la continuación de su argumentación Casiano comienza apoyándose en un texto del Deuteronomio, pero ampliando su lectio divina con el recurso a la interpretación paulina de la Primera Alianza. Y recurre, en favor de su argumentación, a dos pasajes de las epístolas del Apóstol: 1 Co 10 y Ef 4.
El Maligno en la lucha contra nosotros, seres humanos, suscita, a partir de los ocho vicios principales, una serie de desórdenes y faltas que nos llevan por caminos deleitosos, pero con un final muy triste. Por consiguiente, necesitamos en todo momento el auxilio del Señor. Tanto más cuanto que nuestro combate no es contra otros seres humanos, sino contra las potestades demoníacas.
Dos testimonios bíblicos
16.1. Estas son las siete naciones cuyas tierras el Señor prometió dar a los hijos de Israel una vez que salieran de Egipto. Y debemos aceptar que, según el Apóstol, todas estas cosas, que les sucedieron a ellos, han sido escritas “en figura” para que nosotros las recordemos (cf. 1 Co 10,6). Pues así está dicho: “Cuando el Señor tu Dios te introduzca en la tierra que vas a tomar en posesión, y destruya muchas naciones ante ti, los queteos, gergeseos, amorreos, cananeos, fereseos, eveos y jebuseos, siete naciones mucho mayores en número que tú, y más poderosas, que el Señor te entregará, y las golpearás hasta la extinción” (Dt 7,1-2)[2].
Son muchos los vicios
16.2. El motivo por el que se dice que son mucho más numerosas, es porque hay más vicios que virtudes. Y por eso en el catálogo ciertamente son enumeradas como siete naciones, pero cuando se trata de vencerlas se convierten en innumerables. Así, en efecto, se dice: “Y destruya muchas naciones ante ti” (Dt 7,1). Porque es más numeroso el pueblo de las pasiones carnales, que proceden del origen y de la raíz del septenario de los vicios, que Israel.
Catálogo de las acciones que provienen de los vicios
16.3. En efecto, desde allí pululan homicidios, disputas, herejías, robos, falsos testimonios, blasfemias, comilonas, borracheras, detracciones, obscenidades, conversaciones deshonestas, mentiras, perjurios, necedades, risotadas, desasosiego, rapacidad, amargura, clamor, cólera, desprecio, murmuración, tentación, desesperación y muchas otras cosas que sería largo enumerar. No podemos juzgar estas realidades como leves, pero debemos escuchar lo que piensa el Apóstol y su sentencia sobre ellas. Él dice: “No murmuren como aquellos que murmuraron y perecieron a manos del exterminador” (1 Co 10,10). Y sobre la tentación: “No tentemos a Cristo, como aquellos lo tentaron y perecieron víctimas de las serpientes” (1 Co 10,9). Sobre la detracción: “No ames detractar, para no ser extirpado” (Pr 20,13). Y sobre la desesperación: “Desesperados se entregaron a la impudicia cometiendo toda clase de faltas, con impureza” (Ef 4,19).
Es necesario vencer los ocho vicios principales
16.4. Que el clamor sea condenado al igual que la ira, el enojo y la blasfemia, nos lo enseñan de forma manifiesta las palabras del mismo Apóstol cuando ordena: “Sea extirpada de ustedes toda amargura, ira, enojo, clamor y blasfemia, junto con toda clase de maldad” (Ef 4,31), y muchas otras cosas semejantes a estas. Aunque estos vicios sean más numerosos que las virtudes, sin embargo, cuando los ocho vicios principales, de cuya naturaleza emanan ciertamente los demás, han sido vencidos, todos se aquietan de inmediato, cuando estos son destruidos para siempre y por completo.
Las diversas faltas que engendran los vicios
16.5. Porque de la gula nacen las comilonas y la ebriedad; de la fornicación, las conversaciones deshonestas, la bufonería, las diversiones y las necedades; de la avaricia, la mentira, el fraude, los robos, los perjurios, el apetito de las ganancias indecentes, los falsos testimonios, la violencia, la inhumanidad y la rapacidad; de la ira, los homicidios, el clamor y la indignación; de la tristeza, el rencor, la pusilanimidad, la amargura, la desesperación; de la acedia, la ociosidad, la somnolencia, la petulancia, la inquietud, el vagabundeo, la inestabilidad de la mente y del cuerpo, la locuacidad, la curiosidad; de la vanagloria, las peleas, las herejías, la jactancia y el gusto por las novedades[3]; de la soberbia, el desprecio, la envidia, la desobediencia, la blasfemia, la murmuración, la detracción. Que estas pestes también son muy fuertes, lo experimentamos claramente por la naturaleza misma de su ataque.
No combatimos contra seres humanos
16.6. Más fuerte, en efecto, combate en nuestros miembros la delectación de las pasiones carnales que el esfuerzo por las virtudes, que no se adquiere sino con mucha contrición del corazón y del cuerpo. Pero si contemplas con los ojos espirituales las innumerables catervas de enemigos, que el beato Apóstol enumera diciendo: “Nuestra lucha no es contra adversarios de carne y sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los que gobiernan este mundo de tinieblas, contra las impiedades espirituales de las regiones celestiales” (Ef 4,31). Es aquello que se dice sobre el hombre justo el salmo noventa: “Caerán mil a tu lado, y diez mil a tu derecha” (Sal 90 [91],7), y verás manifiestamente que son mucho más numerosos y poderosos que nosotros, que somos carnales y terrenos, pues a ellos les ha sido concedida una sustancia espiritual e incorpórea[4]».
[1] Cf. Orígenes, Homilía III sobre el salmo 73,8.1: «Puesto que el profeta dice: “No entregues a las fieras un alma que te confiesa” (Sal 73 [74],19), él ora por nuestras almas. Pero si confesamos haber pecado, para no ser entregados a las fieras por causa de los pecados, sino que por medio de nuestra confesión -si, en efecto, merecíamos ser entregados a las fieras por nuestros pecados-, ya no seremos entregados a ellas. ¿Por qué, en efecto, no se dice: no entregar a las fieras el alma de un sensato o de un justo, sino: “No entregues a las fieras un alma que te confiesa” (Sal 73 [74],19)? Lo que quiere decir es esto: “Algunos han pecado, quienes también merecían ser entregados a las fieras. No obrar, entonces, según los pecados de ellos, pues se confiesan a ti”. Si alguno de entre ustedes ha pecado y no quiere ser entregado a las fieras, confiese: “Confiesen al Señor, porque es bueno, porque es para siempre su misericordia” (Sal 105 [106],1). Quien se confiesa debe en primer término confesar a Dios. Si después no desespera de que también en la Iglesia hay médicos, a quienes, mostrándoles sus heridas, pueden curarlo, no dude en referirles sus pecados y manifestarles a los médicos la vergüenza de la propia alma que ha sufrido, a los médicos que son los buenos obispos, los presbíteros buenos y elegidos, capaces de curar bien a quien se confiesa» (Origene. Omelie sui Salmi. Volume I. Omelie sui Salmi 15, 36, 67, 73, 74, 75. Introduzione, testo critico ridevuto, traduzione e note a cura di Lorenzo Perrone, Roma, Città Nuova Editrice, 2020, pp. 516-519 [Opere di Origene, IX/3a]).
[2] Translitero el texto latino tal como lo cita Casiano. En nuestras traducciones leemos: “Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra de la que vas a tomar posesión, él expulsará a siete naciones más numerosas y fuertes que tú: a los hititas, los guirgasitas, los amorreos, los cananeos, los perizitas, los jivitas y los jebuseos. El Señor, tu Dios, los pondrá en tus manos, y tú los derrotarás. Entonces los consagrarás al exterminio total: no hagas con ellos ningún pacto, ni les tengas compasión”.
[3] Lit.: la presunción de las novedades (praesumptio novitarum). Cf. Conversazioni, pp. 392-393, nota 24.
[4] Lit.: aérea.