Capítulo 10. Sobre la debilidad del libre arbitrio
Grandeza y debilidad del libre arbitrio
10.1. La divina Escritura confirma la existencia de nuestro libre arbitrio: “Guarda tu corazón -nos dice- por encima de todo cuidado (Pr 4,23). Pero el Apóstol manifiesta su debilidad: “La paz del Señor custodiará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús” (Flp 4,7). David expresa su fuerza cuando dice: “Inclino mi corazón a practicar tus preceptos (Sal 118 [119],36), pero muestra también su debilidad cuando suplica: “Inclina mi corazón hacia tus dictámenes, y no a ganancia injusta” (Sal 118 [119],36). E igualmente Salomón: “Que incline nuestros corazones hacia Él para que andemos según todos sus caminos y guardemos todos los mandamientos, los decretos y las sentencias que ordenó a nuestros padres” (1 R 8,58).
Textos que muestran las dos condiciones de nuestro libre arbitrio
10.2. Es el poder de nuestro libre arbitrio lo que destaca el salmista al decir: “Guarda tu lengua del mal y tus labios de decir mentira” (Sal 33 [34],14), pero nuestra plegaria insiste en nuestra flaqueza, cuando decimos: “Pon Señor en mi boca un centinela, un vigía a la puerta de mis labios” (Sal 140 [141],3). El Señor proclama el poder de nuestro arbitrio cuando dice: “Sacúdete el polvo, levántate cautiva Jerusalén, líbrate de las ligaduras de tu cerviz, hija de Sión” (Is 52, 2). Por otra parte el profeta expresa su debilidad: “Es el Señor quien suelta a los encadenados” (Sal 145 [146],7); y: “Eres tú quien ha soltado mis cadenas, te ofreceré un sacrificio en acción de gracias” (Sal 115 [116],16-17).
Es necesario esforzarnos, pero conscientes de nuestra debilidad
10.3. Escuchemos el llamado del Señor en el Evangelio a fin de que, por un acto de nuestro propio libre arbitrio, apresuremos nuestros pasos hacia Él: “Vengan a mí los que están fatigados y sobrecargados y yo les daré descanso (Mt 11,28). Pero el Señor mismo revela también su debilidad al decir: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió, no lo atrae” (Jn 6,44). El Apóstol habla de nuestro libre arbitrio con estas palabras: “Corran de manera que consigan el premio” (1 Co 9,24), pero San Juan Bautista atestigua su fragilidad diciendo: “Nadie puede recibir nada si no se le ha dado del cielo” (Jn 3,27). Un profeta nos ordena cuidar nuestra alma con solicitud: “Guarden sus almas” (Jr 17,21). Pero el mismo Espíritu hace decir a otro profeta: “Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigila la guardia” (Sal 126 [127],1). El Apóstol, escribiendo a los Filipenses, les dice señala nuestro libre arbitrio, diciendo: “Trabajen con temor y temblor por su salvación” (Flp 2, 12). Pero agrega para hacerles ver su debilidad: “Es Dios quien obra en ustedes el querer y el obrar, como bien le parece” (Flp 2, 13)».
Capítulo 11. Si la gracia de Dios sigue o precede a nuestra buena voluntad
No inclinarse hacia posiciones extremas en la cuestión de la relación entre gracia y libre arbitrio
11.1. «La gracia y el libre arbitrio se entremezclan, por así decir, y se confunden de manera tan extraña que suscita el debate de muchos por saber cuál de estas dos cosas es la verdadera: si es porque nosotros mostramos un comienzo de buena voluntad que Dios se compadece de nosotros o si es porque Él tiene piedad de nosotros que llegamos a ese comienzo de buena voluntad. Muchos se inclinan a una u otra alternativa y sobrepasándose en sus afirmaciones de la justa medida, caen en errores diferentes y hasta opuestos el uno del otro[1].
Ejemplos tomados de las Sagradas Escrituras
11.2. Si decimos que el comienzo de la buena voluntad es nuestra, ¿qué sucedió en el caso de Pablo el perseguidor, de Mateo el publicano? ¡Son llamados a la salvación mientras se complacen, el primero, en la sangre y el suplicio de inocentes, y el segundo en la violencia y la rapiña públicas! Si por lo contrario afirmamos que el comienzo de la buena voluntad es “siempre” debida a la inspiración de la gracia, ¿qué diremos de la fe de Zaqueo y la piedad del ladrón en la cruz, cuyo deseo, violentando al reino de los cielos, se anticipa al llamado interior divino? Si, por otra parte, atribuimos a nuestro libre arbitrio la gloria de conducirnos a la virtud perfecta y al cumplimiento de los mandamientos de Dios, ¿cómo podemos pedir: “Manda Señor según el poder que por nosotros desplegaste” (Sal 67 [68],29); y: “Confirma Señor las obras de nuestras manos (Sal 89 [90],17)? Balaam fue comprado para maldecir a Israel, pero no le fue permitido cumplir su deseo. Dios cuidó a Abimelec, temiendo que tocase a Rebeca[2] y pecase contra Él. Los celos de sus hermanos llevan a José lejos, preparando así la entrada de los hijos de Israel en Egipto. Habían pensado en un fratricidio y les va a ser preparado el socorro en los días de hambruna.
La historia de José y sus hermanos
11.3. Es lo que José mismo les revela después de haber sido reconocido por ellos: “No les pese mal, ni les dé enojo el haberme vendido acá, pues para salvar vidas me envió Dios delante de ustedes (Gn 45,5). Y poco después: “Dios me envió delante de ustedes para que puedan sobrevivir en la tierra y para salvarnos la vida mediante una feliz liberación. O sea que no fueron ustedes los que me enviaron acá, sino Dios y Él me ha convertido en padre del Faraón, en dueño de toda su casa y amo de todo Egipto” (Gn 45,7-8). Y como después de la muerte de su padre, los hermanos fueran presa del terror, para alejar todo vestigio de temor les dijo: “No teman ¿acaso estoy yo en vez de Dios? Aunque ustedes pensaron hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, con un pueblo numeroso” (Gn 50,19-20).
Los designios de Dios
11.4. Igualmente el bienaventurado David proclama en el salmo ciento cuatro que todas estas cosas sucedían por un deseo especial de Dios: “Llamó al hambre sobre aquel país, todo bastón de pan rompió, delante de ellos envió a un hombre, José, vendido como esclavo” (Sal 104 [105],16-17). Aquí vemos que estas dos cosas, gracia y libre arbitrio, parecen oponerse. Sin embargo concuerdan y la fe nos dice que debemos admitir a las dos. Quitar al hombre, sea una o la otra, sería abandonar la regla de fe de la Iglesia.
El actuar providente del Señor
11.5. En efecto, cuando Dios ve que nuestra voluntad se vuelve al bien, corre a nuestro encuentro, nos guía y nos conforta: “Cuando oiga tu clamor, en cuanto lo escuche, te responderé” (Is 30,19). Y Él mismo nos dice: “Invócame en el día de la angustia, yo te libraré y tú me darás gloria (Sal 49 [50],15). Si por lo contrario Él percibe que hay tibieza o resistencia, dirige a nuestro corazón exhortaciones para salvarlo y éstas renuevan o forman en nosotros una buena voluntad».
Capítulo 12. Que una buena voluntad no se debe atribuir siempre ni a la gracia ni siempre al ser humano
Dios concedió al ser humano el libre arbitrio
12.1. «No hay que creer que Dios haya hecho al hombre tal, que no quiera ni pueda jamás hacer el bien[3]. Tampoco se podrá decir que no le haya concedido el libre arbitrio, si solo le ha concedido el querer y poder obrar el mal y no el querer y poder obrar el bien por sí mismo. Además, ¿cómo estas palabras del Señor, luego de la caída del primer hombre, podrían permanecer como verdaderas: “He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal” (Gn 3, 22)?
La ciencia del bien y del mal
12.2. No piensen que el hombre en el estado que precedió a la caída haya ignorado totalmente el bien. De otro modo habría que admitir que ha sido creado como si fuera un animal privado de entendimiento y de razón, lo que es absurdo y totalmente incompatible con la fe católica. Según palabras del buen sabio Salomón: “Dios hizo recto al hombre” (Qo 7,29), es decir, para gozar únicamente y sin cesar de la ciencia del bien pero: “Él se complicó con muchos pensamientos” (Qo 7,29). Ha venido a ser conocedor del bien y del mal. Adán obtuvo, después de su prevaricación, la ciencia del mal que no tenía pero no perdió la ciencia del bien que había recibido.
Hay una ley que está escrita en el corazón
12.3. Que el género humano no haya perdido la ciencia del bien después de la falta de Adán es lo que las palabras del Apóstol manifiestan hasta la evidencia “Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley sin tener la ley, para sí mismos son ley, como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres[4]” (Rm 2,14-16). En el mismo sentido Dios acusa por boca del profeta la ceguera no natural sino voluntaria de los judíos, que se provocaban ellos mismos por su obstinación: “Sordos -dice-, oigan, ciegos miren y vean. ¿Quien está sordo sino mi siervo? ¿Y quién tan ciego como el mensajero a quien envío?” (Is 42,18-19).
La cerrazón del ser humano a la acción de Dios en su vida
12.4. Y por temor de que se atribuya su ceguera a la naturaleza y no a la voluntad agrega: “Hagan salir al pueblo ciego aunque tiene ojos y sordo aunque tiene orejas” (Is 43,8). El Señor dice también: “Porque tienen ojos y no ven, orejas y no oyen” (Jr 5,21). El Señor asimismo dice en el Evangelio: “Porque viendo no ven y oyendo no entienden” (Mt 13,13). La profecía de Isaías se cumple en ellos: “Escucharán bien pero no entenderán, verán bien pero no comprenderán. Engorda el corazón de ese pueblo, hazle duro de oído y pégale los ojos, no sea que vea con sus ojos y oiga bien con sus oídos y entienda con su corazón y se convierta y se cure” (Is 6,10).
El ser humano puede elegir lo que es bueno
12.5. Finalmente, para significar que tenían la posibilidad de hacer el bien, el Señor reprende una vez más a los fariseos: “¿Por qué no juzgan por ustedes mismos lo que es justo?” (Lc 12,57). No les habría hablado de esta forma si no hubiera sabido que eran naturalmente capaces de discernir lo que es justo. Guardémonos de atribuir al Señor todos los méritos de los santos, como si solo atribuyéramos lo malo y lo perverso a la naturaleza humana. En este punto seríamos refutados por el testimonio del muy sabio Salomón y mejor aún -diré- del Señor de quien son estas palabras. En la plegaria que Salomón hizo, cuando hubo terminado la construcción del Templo, se expresó así: “Mi padre, David pensó en su corazón edificar una casa al nombre de Yahvé Dios de Israel, pero Yahvé dijo a David mi padre: Cuanto a haber pensado en tu corazón edificar una casa a mi Nombre bien has hecho en tener tal voluntad, pero no edificarás tú la casa a mi Nombre” (1 R 8,17-19).
Podemos concebir buenos pensamientos
12.6. Este pensamiento, estas reflexiones de David ¿eran buenas y de Dios o malas y del hombre? Si este pensamiento fuera bueno y de Dios ¿por qué aquél que lo inspiró le niega que lo lleve a cabo? Y si fuera bueno y del hombre ¿por qué el Señor lo alaba? No nos queda más que creer que era bueno y del hombre. Todos los días podremos juzgar de igual forma nuestros propios pensamientos. David no recibió el privilegio exclusivo de concebir por sí mismo buenos pensamientos, no se nos es negado por nuestra naturaleza el que gocemos con el bien o concibamos un buen pensamiento.
A nosotros nos corresponde elegir
12.7. No podemos dudar consecuentemente de que toda alma posee naturalmente las semillas de las virtudes, depositadas en ella por la prodigalidad del Creador. Pero, si el auxilio divino no las despierta, no llegarán jamás a su perfecto crecimiento, porque según el santo Apóstol: “Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que dio el crecimiento (1 Co 3,7). El libro llamado “El Pastor” nos enseña muy claramente que el hombre posee la libertad de inclinarse tanto de un lado como del otro. Se dice que dos ángeles están permanentemente con cada uno de nosotros, uno de ellos es bueno y el otro malo y la opción pertenece al hombre: es él quien elige a aquel que seguirá[5].
Libertad y gracia
12.8. Es así que el hombre conserva siempre la libertad de no tener en cuenta o de amar la gracia de Dios. El Apóstol no habría dado este precepto: “Trabajen con temor y temblor por su salvación” (Flp 2,12), si no hubiese sabido que depende de nosotros el cuidarla o descuidarla. Pero a fin de que no piensen que pueden prescindir del auxilio divino para realizar esta gran tarea, agrega: “Dios es quien obra en ustedes el querer y el obrar como bien le parece” (Flp 2,13). Previene de lo mismo a Timoteo: “No descuides el carisma que hay en ti” (1 Tm 4,14); y otra vez: “Por esto te recomiendo que reavives la gracia de Dios que está en ti (2 Tm 1,6)”.
Hacernos dignos de la gracia de Dios
12.9 Escribiendo a los Corintios les recuerda y los apremia para que no se hagan indignos de la gracia de Dios por sus obras no fructíferas: “Y como cooperadores suyos que somos, los exhortamos a que no reciban en vano la gracia de Dios” (2 Co 6, 1). Simón mismo la había recibido, sin duda alguna, en vano y así no lo benefició en nada. No quiso obedecer el mandato del bienaventurado Pedro que le decía: “Arrepiéntete de tu maldad y ruega al Señor a ver si te perdona ese pensamiento de tu corazón, porque veo que tu estás en hiel de amargura y en ataduras de iniquidad” (Hch 8,22-23).
La gracia divina nos precede
12.10. Dios previene a la voluntad del hombre: “La misericordia de Dios viene a mi encuentro” (Sal 58 [59],11). Luego, demora, se detiene en cierta forma para nuestro bien, a fin de poner a prueba nuestro libre arbitrio, y es entonces nuestra voluntad quien le previene cuando dice: “Mas yo grito hacia ti, Yaveh de madrugada” (Sal 87 [88],14), y más aún: “Me adelanto a la aurora y pido auxilio” (Sal 118 [119],147), y otra vez: “Mis ojos se adelantan a las vigilias de la noche” (Sal 118 [119],148).
Y la gracia también nos acompaña
12.11. Nos llama y nos invita, cuando dice: “Todo el día extendí mis manos hacia un pueblo incrédulo y rebelde” (Rm 10,21), y nosotros lo invitamos a nuestra vez, cuando le decimos: “Yo te llamo Señor todo el día” (Sal 87 [88],10). Y Él nos espera: “Aguardará Yahveh para hacerles gracia -dice el profeta-” (Is 30,18). Y nosotros lo esperamos: “En Yahveh puse toda mi esperanza y Él se inclinó hacia mí” (Sal 40 [41],2), y: “Espero tu salvación Yahveh” (Sal 118 [119],166). Él nos fortalece Yo fortalecí su brazo; ¡y ellos contra mí maquinan el mal! (Os 7,15), y nos exhorta a fortalecernos nosotros mismos: “Fortalezcan las manos débiles, afiancen las rodillas vacilantes” (Is 35,3).
“El Señor nos busca”
12.12. Jesús clama: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Jn 7,37). Y el profeta clama hacia Él: “Estoy exhausto de gritar, arden mis fauces, mis ojos se consumen de esperar a mi Dios (Sal 68 [69],4). El Señor nos busca: “Lo busqué y no lo hallé, lo llamé y no respondió” (Ct 5,6). Y la esposa lo busca con lamentos llenos de lágrimas: “En mi lecho, por las noches he buscado al amor de mi alma. Lo busqué y no lo hallé, lo llamé y no me ha respondido” (Ct 3,1)».
[1] Dios y el hombre no son dos socios que comparten la gloria del bien realizado. Nuestra cooperación es real y sin embargo no hay nada en nuestras buenas obras que sea exclusivamente nuestro.
[2] Casiano se confunde con Sara, verdadera protagonista de esta escena.
[3] El error fundamental del presente capítulo reside en no distinguir entre los dos órdenes, natural y sobrenatural. Dios creó al hombre libre, le dio la gracia y lo enriqueció con dones preternaturales. Pero el hombre al pecar perdió todo aquello que no era de la naturaleza humana, es decir la gracia y los dones. De tal manera, se hizo incapaz de realizar obras de salvación. Guardó ciertamente con la libertad el poder de producir actos moralmente buenos, pero éstos no conducen a la Vida, solo la gracia le restituye la posibilidad de hacer el bien que corresponde al orden de la salvación.
[4] El Apóstol en este pasaje no trata el principio de nuestros actos -gracia o naturaleza-, sino de las normas que los rigen; y opone bajo este punto de vista a los judíos respecto de los gentiles. Los judíos habían recibido de Dios la Ley escrita. Los otros, privados de este beneficio, encontraban en su razón aquello que los judíos encontraban en la Ley. Han conocido siguiendo sólo las luces de su conciencia y la ley natural aquello que debían hacer y evitar. Tal es el cariz del término naturalmente .
[5] Hermas, El Pastor, Mandamiento VI,2.1-4: «Me dice: “Escucha ahora lo relativo a la fe. Dos ángeles hay en el hombre, el de la justicia y el de la maldad”. Le digo: “¿Cómo, pues, señor, conoceré sus poderes puesto que los dos ángeles habitan conmigo?”. “Escucha -me dice- y comprende. El ángel de la justicia es delicado, modesto, manso y tranquilo. Así pues, cuando este sube a tu corazón, al punto te habla de justicia, de castidad, de santidad, de templanza, de toda obra justa y de toda virtud gloriosa. Cuando todas estas cosas suban a tu corazón, has de saber que el ángel de la justicia está contigo. Por tanto, esas son las obras del ángel de justicia. Confía en él y en sus obras. Mira ahora las obras del ángel de la maldad. Ante todo, es irascible, amargado e insensato, y sus malas obras destruyen a los siervos de Dios. Así pues, cuando éste suba a tu corazón has de conocerlo por sus obras”» (trad. FP 6, pp. 145 y 147).
