Maestro de Sorocaba, santa Gertrudis, siglo XVII, terracota (38,5 x 20 x 15 cms.), São Paulo, Brasil.
Abad Dom Paulo Celso Demartini, O. Cist.[1]
La fase que ella llama de su “conversión” se dio en el Adviento de 1280[2], época en que Gertrudis parecía sentir un vacío muy grande en estudios mismos. Nada la llenaba. Esto es lo que el mismo Papa Benedicto XVI relata en su Catequesis al escribir que «durante el Adviento de 1280, comienza a sentir disgusto por todo esto, siente la vanidad de estas cosas, y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, alrededor de la hora de Completas, a la noche, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y docilidad calma la inquietud que la angustia, inquietud que Gertrudis ve como un don del mismo Dios, “para abatir aquella torre de vanidad y de curiosidad que, aun llevando infelizmente el nombre y el hábito de religiosa, yo iba levantando con mi soberbia, para encontrar por lo menos así el camino para mostrarme tu salvación” (Revelações, II, 1, p. 87). Ella tiene la visión de un joven que la lleva a superar la maraña de espinas que oprime su alma, guiándola de la mano. Viendo en aquella mano, “la huella preciosa de aquellas llagas que cancelaran todos los cargos de acusación de nuestros enemigos” (Ibid., II, 1, p. 89), reconoce a Aquél que, en la Cruz, nos salvó con su sangre, Jesús».
“A partir de ese momento, su vida de íntima comunión con el Señor se intensifica, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos -Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen- incluso cuando, estando enferma, no podía asistir al coro. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, aunque Gertrudis describe con imágenes, símbolos y términos más simples y lineales, más realistas, con referencias más directas a la Biblia, a los Padres y al mundo monástico benedictino”.
«Su biógrafa indica dos rumbos de lo que podríamos definir como su particular “conversión”: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanísticos profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de una vida que ella define como negligente a una vida de oración intensa y mística, con un ardor misionero extraordinario. El Señor, que la había escogido desde el seno materno y desde niña la había llevado a participar del banquete de la vida monástica, la llama con su gracia “de las cosas externas a la vida interior, y de las ocupaciones terrenas al amor de las realidades espirituales”. Gertrudis comprende que está lejos de Él, en la región de la desemejanza, como dice siguiendo a San Agustín; que se ha dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales y a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría. Ahora es conducida al monte de la contemplación, donde deja el hombre viejo para revestirse del nuevo: “De gramática se volvió teóloga, con la lectura incansable y atenta de todos los libros sagrados que podía tener o encontrar, llenaba su corazón con las frases más útiles y dulces de la Sagrada Escritura. Por eso, tenía siempre pronta alguna palabra inspirada y de edificación con la cual satisfacer a quien iba a consultarla, y también los textos más adecuados de las Escrituras para refutar cualquier opinión errada y tapar la boca a sus opositores”» (Ibid., I, 1, p. 25).
Esa conversión lleva a Gertrudis a transformar todo esto en apostolado, pues el bien es difusivo de sí (bonus difusivus sui), de modo que -también según Benedicto XVI- ella “se dedicaba a escribir y divulgar las verdades de la fe con claridad y simplicidad, gracia y persuasión, sirviendo a la Iglesia con amor y fidelidad, hasta el punto de ser útil y agradable a los teólogos y a las personas piadosas”.
Dicho esto, vamos a tratar de presentar, de pasada, algunos detalles de la vida de santa Gertrudis, pues ella es muy rica en significados y solo una lectura atenta de sus escritos, contenidos en las obras El Heraldo y Los Ejercicios puede llevar al lector a descubrirlos. Aquí van apenas unos trazos característicos del modo de ser y de vivir de esta gran monja del siglo XIII, ya bien destacada por el Papa Benedicto XVI.
Santa Gertrudis fue siempre una monja entregada al servicio del Señor, en la oración, en el trabajo manual, intelectual y también pastoral, pues atendía a personas llenas de dudas y dificultades que acudían al monasterio en busca de orientación.
Leyendo sus escritos, se puede decir, entretanto, que tenemos dos Gertrudis: una que va desde el nacimiento a los 26 años, con una vida seria pero tibia, y otra que a esa edad cambia de rumbo y pasa a vivir en la intimidad con el Señor sin olvidarse de los hermanos y hermanas. Esta es la esencia de la vida mística. A partir de lo que ella llama su “conversión”, surge en ella, no solo el mero interés en conocer al Verbo de Dios hecho carne, sino de unirse a Él en verdadero matrimonio místico y de hacer nacer de ese consorcio, hijos espirituales para el Señor, en su Iglesia.
Siguiendo la escuela benedictino-cisterciense de espiritualidad, ella valoró mucho el misterio de Dios que se hizo humano a fin de que lo humano retornara a lo divino: es una deificación. De ahí que F. Vernet registre: “Se dice que santa Gertrudis fue la santa de la santa humanidad de Cristo, así como santa Catalina de Génova lo fue de su divinidad. Se dice igualmente que santa Gertrudis enseñó de manera admirable la teología de la Encarnación, que fue la teóloga del Sagrado Corazón, y que, si bien no fue elegida para ser la apóstol del Sagrado Corazón, fue al mismo tiempo la amante radiante, la poetisa delicada y la profetisa de su devoción. Encarnación, misericordia de Jesús e intimidad confiada con Él -Sagrado Corazón-, tal es, en efecto, el campo de santa Gertrudis. A esto conviene agregar la Eucaristía: pocos promovieron la comunión frecuente como ella, y con un sentido tan justo de las condiciones requeridas” (Dictionnaire de Théologie Catholique. Letouzey et Ané, tomo VI, col. 1333, apud Catolicismo, p. 38).
Por su propia personalidad, “Gertrudis poseía un temperamento apasionado, ardiente y típicamente femenino; su actividad desbordante, su propensión al amor total le dictaba frases extremadamente realistas al tratar de sus relaciones con el Esposo de su alma. También es revelador el cuidado casi escrupuloso con que se mantuvo siempre vigilante en cuanto a lo que podía poner en peligro su castidad” (Santa Gertrudes, p. 19).
Tenía una profunda humildad en la vida comunitaria, dedicaba parte de su tiempo a familiarizarse con los pasajes de la Sagrada Escritura. Pedía a Dios que le enseñase a comprender bien el amor divino por nosotros revelado en las páginas bíblicas, a fin no solo de saborearlo mejor, sino también de enseñarlo a las personas sanamente deseosas de conocer el gran mensaje del Padre misericordioso. Para eso hacía la exégesis (interpretación) del texto sagrado a la luz de los Padres de la Iglesia, los santos, y siempre destacaba la relación entre la Palabra de Dios y la Liturgia (cf. Vida, p. 28).
Como se ve, era una monja simple y seria, de vida realmente orientada a Dios y al prójimo, de modo que, si era por caridad, incluso estando enferma, perdía horas o noches de sueño y postergaba sus refecciones a fin de no dejar que el Esposo amado sufriese en la persona de los necesitados, de dentro o de fuera del monasterio (cf. Mt 25,40). Fue una teóloga y una mística del servicio al prójimo: ¡deseaba la salvación del alma y también el bien del cuerpo para todos!
Era simpática, comunicativa, cautivadora, con la gracia de Dios, de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y cardinales (prudencia, justicia, templanza y fortaleza), de discurso convincente, tanto que se decía de ella que el Espíritu Santo, por sus siete dones (sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios), hablaba en ella. Esto no impedía la expresión de su propia naturaleza: era, como ya notara Benedicto XVI, de personalidad firme, genio fuerte, capaz de corregir con rigor a veces excesivo, a quienes erraban, pero reconocía sus excesos y pedía a santa Matilde que rezara al Señor pidiendo que le diera la mansedumbre.
Nuestra santa tenía un gran dominio de sí y luchaba mucho a fin de no permitir que criatura alguna la apartara de Dios, sino al contrario, la condujera a Él sin reservas. Usaba de buenas fuentes para su vida espiritual y para dar consejo personalmente o por escrito.
Cumplía, además de la Liturgia de la Iglesia, sus devociones particulares, pero tenía especial atracción por el Verbo Encarnado, Dios hecho hombre por amor a nosotros, por su Madre María Santísima, primer sagrario del mundo (cf. Ecclesia de Eucharistia, 55), y por la Madre Iglesia, Cuerpo místico de Cristo prolongado en la historia (cf. 1 Co 12,12-21; Col 1,24) que nos ha engendrado a la vida divina por el Bautismo. Fue una católica convencida, columna de la Iglesia en su tiempo y lugar, como bien recordó el Papa Benedicto XVI al decir: “En la observancia religiosa, nuestra santa es ‘una columna sólida [...] firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad’ (Ibid., I, 1, p. 26), dice su biógrafa” (Audiência).
Su apostolado consistía en confiar plenamente en la caridad (o en la misericordia) divina para cambiar al ser humano y, por consiguiente, al mundo. Su espiritualidad no es de terror o de miedo ante un Dios vengativo o policía, pronto a castigarnos a la vuelta de la esquina, ni la de una mujer asustada con los ataques del demonio, del que mucho se hablaba en su época. Fue, si, una monja que confiaba en el amor del verdadero Dios que nos amó primero (cf. 1 Jn 4,19) y, por eso nos quiere con Él en la gloria celestial, y ya aquí en la tierra, participando de su banquete diario. Recordemos una vez más que la comunión eucarística era rara en el siglo XIII, pero Gertrudis luchaba para hacerla frecuente.
«El Dios que Gertrudis encontró es infinitamente bueno, rico en misericordia, penetrado en su propia esencia de lo que ella denomina “divina pietas”» (cf. Arauto II, 8,3 apud Vida, p. 73). “Para Gertrudis, el amor que Cristo nos tiene hace que Él no mire nuestros defectos; más aún: Él los suple. Gertrudis siente vivamente la necesidad del amor infinito del Señor para cancelar la deuda del pecado. La perfección infinita de Cristo suplirá incluso la negligencia, fruto de la fragilidad y las limitaciones humanas” (Vida, p. 74).
Su mística cristocéntrica (cuyo centro es Cristo) es para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. Por tanto, su mensaje es universal y nos quiere enseñar que desde el Corazón Sagrado del Señor la divina misericordia se extiende sobre la humanidad, tan carente de estos afectos de Dios, que no pudiendo contener su ternura infinita, fruto de su amor, espera encontrar en el ser humano una plena acogida. Parece que estamos ante aquello del Apocalipsis: “Yo estoy a la puerta y llamo; se alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
Continuará
[1] Abad de la Abadía cisterciense de Nossa Senhora de São Bernardo, São José do Rio Pardo, SP.
[2] Continuamos la publicación del texto de la Lección inaugural del año lectivo 2016 dada en la Faculdad São Bento de Río de Janeiro el 15/02/2016. Tradujo la Hna. Ana Laura Forastieri, ocso.