Inicio » Content » LA PERSONA DE CRISTO EN LA OBRA DE GERTRUDIS DE HELFTA. UNA DINÁMICA DE LA GRACIA

Santa Gertrudis con sus atributos. Autor anónimo, siglo XVII. Escuela española. 

Monasterio Cisterciense de San Quircey Santa Julita (Valladolid).  Fotografía: Cistercium.

 

Liliana Schiano Moriello, ocso[1]

 

Introducción

Nuestra tarea es estudiar la persona de Cristo en la obra de Gertrudis de Helfta. Nos encontramos inmediatamente con un hecho esencial: a primera vista podemos identificar el centro de toda su obra en la persona de Jesús; todo converge hacia Él y todo viene de Él, fuente y cumbre. Avanzando en la lectura, quizás descubriremos el Corazón de Cristo como el lugar misterioso donde la narración se origina y hacia el cual conduce.

Gertrudis ha quedado totalmente fascinada por la persona de Jesús. Esto aparece desde la narración de su conversión, donde Jesús se le manifiesta bajo las apariencias de un hermoso adolescente. Esta fascinación va evolucionando a lo largo de toda la obra. En esta primera visión es relativamente “carnal”, si así podemos decirlo, el acento está puesto sobre el encanto, la seducción, la intimidad del amigo del corazón. Gertrudis interioriza poco a poco su contemplación, incluso las imágenes que usará serán menos sentimentales, más simbólicas y espirituales, más teológicas. Muy rápidamente ella se orienta hacia la contemplación del Misterio de Cristo, Verbo Encarnado, Creador y Redentor. Este Cristo, hombre y Dios, es el Mediador y de Él Gertrudis sube incesantemente al Padre, a la Trinidad. Como escribe Cipriano Vagaggini la mediación de Cristo, que aparece hasta en las gracias místicas de la más alta contemplación, nos hace comprender cuán profundamente haya vivido Gertrudis el Per Dominum nostrum Jesum Christum Filium tuum de la liturgia[2].

Tratando de sintetizar la riqueza desbordante de su obra en torno a la persona de Jesús podemos establecer algunos puntos principales:

- LA VIDA DE UNIÓN TOTAL E INTIMA AL VERBO ERNCARNADO, como el centro de su búsqueda del conocimiento y del amor de Dios.

- La LITURGIA como el camino hacia la unión a la persona del Verbo Encarnado, al Señor vivo y presente en ella como Mediador y Redentor.

 - La EUCARISTIA, centro de la celebración litúrgica, como el sacramento que realiza en el alma de Gertrudis la unión real con el Cristo su esposo.

- La devoción a la PASIÓN DEL SEÑOR y al SAGRADO CORAZÓN fuentes de vida, que manan de la misma piedad eucarística.

En esta introducción quisiera hacer algunas reflexiones sobre el lugar que ocupa la GRACIA en la relación con Jesús. Es un tema que atraviesa de parte a parte toda la obra de Gertrudis. Me parece esencial para nosotros, podría incluso decir la verdadera piedra de tope en nuestra tarea de formación. A mi modo de ver, cuando un novicio, un junior ha dado este tremendo paso del mar Rojo, ha pasado de una visión de si mismo, de la vida y de la vocación como metas a lograr, como un esfuerzo a coronar con éxito, a una visión de gratuidad total, por la cual nada debe merecer y todo recibirlo sólo de la misericordia inefable de Dios, está salvo. Entonces puede aspirar a la profesión para comenzar su camino en la vida confiando únicamente en la bondad de Dios que lo ha elegido y lo guía hasta cumplir plenamente en él su plan de amor para la vida de la Iglesia entera.

 

La dinámica de la gracia.

Con el título de su obra principal: “El Heraldo del amor divino”, en realidad Gertrudis se define a si misma. Ella es el heraldo que nos anuncia a gritos un mensaje de amor que no puede callar porque quema como fuego dentro de sus entrañas y de su corazón, porque, para usar sus mismas palabras, ha quemado su vida entera como se quema el incienso en un incensario de oro.

En el prólogo del Heraldo una amplia explicación del título del libro, al cual Gertrudis llega después de una consulta en tres actos con el Señor en persona, está a indicarnos la importancia del título para introducirnos al corazón del mensaje de todo el libro. El título del original latino reza así: Legatus memorialis abundantiae divinae pietatis.

Gertrudis quiere ser anunciadora del amor en cuanto manifestación de la abundancia de la piedad divina. Ella es el heraldo de la divina pietas, que traducimos según los casos por ternura, bondad, misericordia, amor… Sin embargo Gertrudis elige una sola palabra, pietas, para cristalizar allí todos estos significados. Reflexionando personalmente, me parece reconocer aquí un telón de fondo escriturístico, el texto de San Pablo en la I carta a Timoteo[3]: “Grande es el misterio de la piedad, el cual fue manifestado en la carne, justificado por el Espíritu; mostrado a los ángeles, predicado entre los gentiles, creído en el mundo, enaltecido en la gloria”.

Anunciando la pietas de Dios es únicamente el magnum sacramentum pietatis, el gran misterio de la piedad que Gertrudis está anunciando, Cristo mismo, el amor en persona, el amor de Dios hecho piedad para nosotros.

El abad de Citeaux, dom Olivier Quenardel, en su libro sobre la Comunión Eucarística en El Heraldo, tiene un interesante y muy documentado estudio sobre la palabra pietas en la obra de Gertrudis. Por su parte se expresa así: “La divina pietas se presenta como la nota más característica del amor de Dios. Se podría casi decir que pietas es el nombre propio de Dios, él que permite al amor declinar su identidad por medio de una sorprendente e incomparable virtuosidad” [4].

Ya antes había escrito muy acertadamente: “Vemos dibujarse alrededor de la divina pietas una atmósfera de pura gracia de unas dimensiones que escapan a toda medida y posesión y que Dios, en su misma naturaleza no puede, por así decirlo, contener. Este derramamiento de la gracia divina tiene todos los signos de la bondad y la dulzura que nos han sido manifestadas en Jesucristo”[5].

Efectivamente toda la obra de Gertrudis es un solo y único himno a la alabanza de la gracia divina, derramada en el hombre sin ningún mérito que venga de él. Para estos sencillos apuntes sobre la gracia en su pensamiento, quizás podríamos establecer dos puntos de referencia:

1. El don libérrimo de Dios a la indignidad del hombre.

2. La respuesta del hombre como libertad de corazón: humildad, confianza, alabanza.

 

El don de Dios a la indignidad del hombre.

La vida de Gertrudis se divide literalmente en dos, después del así llamado acontecimiento de la conversión. Los detalles de hora, lugar, momento histórico en el año litúrgico y en su vida personal que ella nos entrega, indican la centralidad de este acontecimiento único en su vida, en el crepúsculo de este Lunes salvador. En latín Gertrudis usa las palabras saluberrima mihi secunda feria, hay un superlativo absoluto, es el día más saludable de su vida… algo se pierde en la traducción española “felicísimo”.

A nosotros nos viene fácilmente a la mente otro encuentro en que otro dos discípulos van, ven donde vive Jesús, se quedan con Él aquel día. Son alrededor de las cuatro de la tarde[6] y desde aquella hora su vida no será ya la misma…

«La hora escogida fue después de completas, la del principio del crepúsculo... hallándome en medio del dormitorio y después de saludar con una reverencia a una anciana que pasaba, conforme al ceremonial de la Orden, al levantar la cabeza vi frente a mí a un joven amable y distinguido de unos 16 años de edad; era tan hermoso que mis jóvenes ojos no hubieran deseado ver cosa más placentera. Con un rostro lleno de bondad y con voz suave me dijo: “Pronto vendrá tu salvación ¿Por qué te consumes de tristeza? ¿Acaso no tienes un confidente para dejarte abatir así por el dolor?”. Mientras pronunciaba estas palabras, aunque sabía que me hallaba corporalmente en dicho lugar, sin embargo, me parecía estar en el coro, en el rincón en que suelo hacer mi tibia oración y allí oír estas palabras: “No temas, te salvaré, te libertaré”. Cuando oí esto, vi que su tierna y delicada diestra tomaba la mía, como para asegurar estas palabras añadió: “Lamiste la tierra con mis enemigos y chupaste la miel entre espinas, vuelve a mí y te embriagaré en el torrente de mi deleite divino”. Después de estas palabras vi entre Él y yo, un vallado de largura interminable, tanto que ni delante de mí ni detrás se veía el fin. Por la parte superior parecía estar cubierto de tanta espesura de espinas que de ningún modo se hallaba paso libre para ir hacia el joven. Como por mi parte yo tenía tanta ansiedad, ardiendo de deseo y casi desfallecida, Él mismo de repente tocándome sin dificultad me levantó y me colocó junto a sí y habiendo reconocido en aquella mano, de la que había recibido la predicha promesa, las joyas preciosas de las llagas de las cuales han sido anuladas todas las escrituras en contra nuestra, alabo, adoro, bendigo y doy gracias, como puedo a tu sabiduría, fuente de misericordia y a tu misericordia fuente de toda sabiduría, ¡Oh creador y redentor mío! Que has puesto tal cuidado en sujetar mi dura cerviz a tu yugo suave, preparándome un remedio adecuado a mi debilidad. Desde entonces, pacificada por una alegría espiritual enteramente nueva, me he dispuesto a seguir tras el suave olor de tus perfumes y comprender cuán dulce es tu yugo y ligera tu carga, lo cual antes me parecía insoportable» (Legatus II, I,1-2)[7].

El relato indica claramente la iniciativa de Dios. Gertrudis la subraya a lo largo de toda la narración, mostrándonos el movimiento, la dinámica de la gracia.

El episodio muestra la irrupción del amor de Dios al corazón del ser humano, cuyo fin es orientar totalmente la vida de una persona hacia Dios, desde lo más profundo de su ser. Todas las revelaciones que seguirán en la vida de Gertrudis no harán más que desarrollar la gracia absoluta de este primer encuentro cara a cara con Cristo.

La iniciativa decisiva viene de Cristo. Él ofrece su salvación de forma totalmente gratuita. Él, que conoce su angustia y su tristeza, se vuelve hacia Gertrudis y promete la salvación. Es el amor de Dios que excita el deseo del alma y le permite recibir su gracia.

Pero, después que las palabras de Jesús han reorientado hacia Él su deseo, Gertrudis se encuentra todavía lejos de Él, una cerca infranqueable los separa. La imagen de la salvación nos viene ofrecida así: un vallado infinito que culmina en una espesura de espinas infranqueable la separa del objeto de su ardiente deseo. De repente el Señor, sin ningún esfuerzo, la agarra, la levanta y la coloca junto a Él. Pero esta mano que la libera sin ningún esfuerzo y que ya antes había estrechado la suya para confirmar su promesa, lleva las joyas preciosas de las llagas que, solas, han podido liberarnos. Gertrudis nos muestra así que solamente el amor de Dios, nos capacita para encontrarnos con Él, acercarnos a Él, unirnos a Él.

Es así para cada uno de nosotros. Hay en la vida de cada uno una gracia fontal que nos vuelve definitivamente hacia el Señor. Es una gracia de encuentro absoluto con Cristo que siempre nos rescata de la tristeza, del pecado, de la vaciedad de las cosas, del sin sentido de la vida. En ella está contenida desde el comienzo toda la trayectoria de nuestra vida. Para entendernos a nosotros mismos y nuestro destino eterno es a ella a la que debemos volver en cualquier momento de la existencia, especialmente en los de dificultad y de prueba.

A veces este encuentro con Cristo se da antes de entrar al monasterio, otras veces es en el mismo monasterio que acontece plenamente, como es el caso de Gertrudis… ¡y para ella no podría ser de otra forma, si llegó al monasterio con cinco años de edad! Sin embargo toda nuestra vida anterior ha sido camino hacia este día salvador, aunque el camino comience conscientemente para nosotros desde este momento.

Nuestra tarea será ayudar a otros a reconocer, desde esta gracia fontal, la unidad de la obra de Dios en toda su vida. Esta profunda toma de conciencia de la continuidad de la acción salvífica de Dios en nuestra vida permite la unificación de la persona porque realiza una reconciliación con toda su historia como historia de salvación y abre a la libertad de una felicidad con Dios sin recriminaciones y sin retornos.

Hacemos un paso atrás, Gertrudis misma ha introducido el episodio de la conversión, al comienzo del libro II, con un grito de alabanza, una alabanza que manifieste al mundo entero la supereffluentiam misericordiae, es decir la sobreabundancia, el exceso, el desbordamiento de la misericordia que se ha derramado como un río en el valle profundo de su miseria.

“¡El abismo de la Sabiduría increada invoque al abismo de la admirable Omnipotencia para alabanza y exaltación de la Bondad maravillosa, que en exceso de vuestra misericordia ha bajado hasta el valle de mi profunda miseria! Dios, que eres Verdad de un resplandor superior a todas las luces, pero más honda que cualquier secreto, habías determinado ahuyentar la densidad de mis tinieblas, comenzando blanda y suavemente aquella turbación que un mes antes habías levantado en mi alma, con la cual, según parece, procurabas destruir la torre de mi vanidad y curiosidad, en la cual había crecido mi soberbia que, ¡oh dolor! llevaba el nombre y el hábito de religión. De este modo encontraste el camino por el que me mostraras tu salvación” (Legatus II, I, 1.).

Desde el primer párrafo ella plantea la materia de todo el libro, el encuentro entre la Misericordia y la miseria. La Misericordia se digna descender hasta el valle de su miseria y la única respuesta posible es la exaltación de su magnifica benevolencia tam stupendae benevolentiae, pero como tampoco está en poder de su total indigencia la alabanza adecuada a tan desmesurada gracia, surge la interpelación a la misma Trinidad para que ella sola satisfaga en toda justicia.

Mas esta misericordia que de lo alto baja hacia el valle es VERDAD, es luz más resplandeciente que toda luz, capaz de iluminar cualquier secreto, omni secreto interior, literalmente “más interior que cualquier secreto”. Esta miseria es tiniebla que debe ser iluminada. Esta iluminación es liberación de las tinieblas de su vanidad y curiosidad que se levantaban como una torre de soberbia.

A la luz del amor divino Gertrudis se reconoce a si misma. En el capítulo II describirá muy incisivamente esta primera gracia de interiorización que es fuente de todas las otras. Aquí es el universo entero que debe tomar voz y ofrecer una digna acción de gracias para esta gracia tan excepcional, inusitata dice literalmente Gertrudis, que la conduce a lo más íntimo de su corazón.

“Yo te saludo, Salvador mío y luz de mi alma. Te de gracias todo cuanto encierra la anchura del cielo, el orbe de la tierra y lo profundo del mar, por esta gracia extraordinaria por la que has introducido mi alma en el conocimiento y la consideración de lo íntimo de mi corazón, del cual me había ocupado hasta entonces, si así puedo decirlo, como del fondo de mis pies. Mas ahora he tomado conciencia de todo lo que en mi corazón ha sido ofensa a la extrema delicadeza de tu pureza y de tanto desorden y confusión, que hacían completamente obstáculo a tu deseo de establecer allí tu morada. Sin embargo, ni esto ni mi indignidad fueron capaces de tenerte alejado de mí, oh mi amadísimo Jesús, más bien frecuentemente, en los días en que me acercaba al alimento vivificante de tu cuerpo y de tu sangre, me favorecías con tu presencia visible, aunque no te veía más claramente que como se ven los objetos a las primeras luces del alba. Mas esta benigna condescendencia no dejaba de atraer mi alma hacia ti con una unión más íntima, una contemplación más viva y una más grande fruición” (Legatus II, II,1).

Para san Bernardo redire ad cor, volver al corazón es lo primero que el Señor nos dice y “esta voz es un rayo de luz que descubre a los hombres su pecado e ilumina lo escondido en las tinieblas. No hay diferencia entre esta voz interior y la luz porque uno solo es el Hijo de Dios, Verbo del Padre y resplandor de la gloria… se abre el libro de la conciencia…”[8].

Es significativo que en la ultimísimas páginas del libro II del Heraldo, junto con “dulcísimo amante mío” dulcissime amator mei, nos encontramos con estas dos invocaciones del nombre del Señor: “bondadosísimo conocedor de mi corazón”, o benignissime cognitor cordis mei y “escudriñador de mi corazón”, inspector cordis mei. (L II, XXIII,22) Aún más, en el epílogo del libro II, Gertrudis terminará su memorial, hablando de “la gracia de tu misericordiosísima intimidad confiada a la extrema miseria de mi indignidad”, en latín talentum tuae dignantissime familiaritatis. (Legatus II, XXIV,1) Podríamos decir que está haciendo así una inclusión en que quiere encerrar el contendido de todo el libro: esta familiaridad con el Señor que es conocimiento total de si misma a la luz de su mirada de amor compasivo. El mismo Pierre Doyère, en la introducción de su edición crítica, afirma que Gertrudis descubre la verdadera vida espiritual y mística, más que en el don excepcional que determina el cambio de toda su vida, en la interiorización que esta misma visión le recuerda y enseña[9].

Todo el trabajo de la formación consistirá en conducir a otros a vivir en esta interioridad. Vivir nosotros mismos a la luz de la verdad para acompañarlos en su arduo camino hacia el corazón. La tarea nunca será ni fácil ni descontada y finalmente no es nuestra. Gertrudis nos enseña que es la gracia más grande e inmerecida y sin cesar debemos suplicarla a Dios para ellos y para nosotros.

Hablamos de un camino de conocimiento de nosotros mismos a la luz del amor y del llamado de Dios que nada tiene que ver con él de la introspección psicológica. No todos están llamados a vivirlo de la misma forma, intensidad y profundidad, ni los tiempos y los procesos para llegar a ello serán los mismos para todos. Sin embargo lo más conmovedor es ver como la gracia de Dios, de una forma siempre nueva y distinta para cada uno, nos conduce a los más simples, como a los más intelectuales, a los más o menos preparados, por este mismo camino. Cuando uno llega al monasterio abierto a escuchar y dejarse guiar, llegará a dejarse mirar por Dios a través de su Palabra, de la comunidad, de las personas que tienen la misión de acompañarlo especialmente, a reconocerse hoy en este camino que el Espíritu mismo nos ha trazado en la Regla y a través de la tradición de todos nuestros padres y que es uno de los elementos más importantes en el discernimiento vocacional.

La gracia que ha conducido a Gertrudis hasta lo más íntimo de si misma le revela allí un tal desorden y confusión y al mismo tiempo la bondad y la condescendencia del Señor la atraen tan irresistiblemente hacia Él, que ella toma la decisión de consagrarse enteramente al trabajo interior. Pero el Señor mismo la previene con bendiciones de dulzura y le concede aún más, una gracia de unión con Él que ella antes no podría ni siquiera sospechar:

«Disponiéndome a esforzarme por conseguir estas gracias, en la fiesta de la Anunciación de la Virgen María, día en que te desposaste con la naturaleza humana en su seno virginal, tú que, antes de ser invocado, respondes: “Aquí estoy”, anticipaste aquel día llenándome a mi indignísima de bendiciones de dulzura desde la vigilia de la fiesta, en el Capitulo, que a causa del domingo se tenía después de maitines. No tengo palabras que puedan expresar, oh luz que viene de lo alto, de que manera visitaste mi alma en la profundidad de tu bondad y dulzura. Por eso permíteme, dispensador de todo don, ofrecer en acción de gracias sobre el altar de mi corazón un sacrifico de jubilo, que nos obtenga según mi ardiente deseo, a mi y a todos tus elegidos, experimentar con frecuencia esta unión que es dulzura, esta dulzura que es unión, gracia que había permanecido totalmente desconocida para mí antes de aquella hora. Reconociendo lo que había sido mi conducta, tanto antes como después, confieso en toda verdad que ha sido una gracia completamente gratuita y contra todo mérito. Me diste desde entonces una luz siempre más clara de tu conocimiento, por la cual me has atraído hacia el suave amor de tu bondad, cosa mucho más eficaz para convertirme que el castigo de tu severidad que bien tenía merecido...» (Legatus II, II,2).

En la pedagogía de la gracia la misma vida de unión con Dios tiene en sí un poder de purificación mucho más grande que todo esfuerzo personal. La ascesis y la disciplina mismas serán consecuencias de una disposición de amor producida en la persona por la ternura de un esposo que nos atrae “hacia el suave amor de su bondad” mucho más de lo que lograría la severidad de un maestro austero.

Gertrudis no encuentra palabras para expresar la experiencia de esta visita del Señor que acontece per viscera pietatis et dulcedinis tuae, literalmente “por las entrañas de tu

piedad y dulzura”. Ella sabe una sola cosa, ha sido pura gracia, en contra de todo mérito. Sólo desea ofrecer sobre el altar del corazón un sacrificio de júbilo que nos obtenga a ella y a nosotros experimentar frecuentemente esta unión que es dulzura, esta dulzura que es unión. Gertrudis vuelve a afirmarlo con fuerza: mirando toda su vida, antes y después, confiesa en verdadera verdad, in vera veritate profiteor, que ha sido una gracia totalmente gratuita e inmerecida gratiam gratis donata est.

Desde ahora el único objeto de su búsqueda, el único fin de su vida será la unión con Dios. Esta palabra “unión” es tan fundamental en este segundo capitulo del Heraldo como en toda su obra y lamentablemente hay que hacer notar que desaparece en la versión de la BAC que la traduce por misión: dulcem unionem et unientem dulcedinem llega a ser “misión que es dulzura y dulzura que es misión”.

 

 La respuesta del hombre como libertad de corazón: humildad, confianza, alabanza.

La gracia no es solamente algo que Dios ofrece al hombre, es amor de amistad[10]. Con ella Dios nos hace partícipes de su misma vida, atrayéndonos a Él con dulzura y benevolencia, porque el amigo quiere que el amigo participe en su vida en la más grande medida posible. Él quiere habitar en el corazón de cada uno, nos atrae a la unión más íntima hasta llegar a hacernos partícipes de su divinidad. Una vez más la unión a Dios no es un fin a perseguir, una cumbre que el hombre pueda alcanzar por sus propias fuerzas, es una iniciativa y una obra divina, un don gratuito, el don de un amor como ebrio, olvidado de sí, enloquecido dirá muy osadamente Gertrudis. Leamos en el capitulo octavo del libro II del Heraldo:

“Durante la Misa has invitado a mi espíritu y ensanchado mi deseo hacia dones más magníficos que has decidido otorgarme… 2… he aquí que apareció la benignidad y la humanidad de nuestro Dios y Salvador, no en razón de un mérito que hubiera adquirido, indigna de mi, sino por efecto de una inefable misericordia que realizaba la adopción generadora que me fortifica y me habilita, no obstante mi extrema bajeza e indignidad, a esta unión íntima sobrenatural y estimadísima, objeto junto de estupor y respeto, de veneración y de adoración. 3 Más ¿qué méritos míos, oh mi Dios, y qué razón pudo moverte a obrar en mi un don tan inestimable? El Amor, olvidado de su honor, más pródigo en honrar, sí, digo el Amor impetuoso, que no atiende a juicio y escapa a todo razonamiento, a ti Dios mío, infinitamente dulce, como ebrio, te enloqueció, si así puedo hablar, para que llegaras a unir cosas tan diferente, o, hablando más apropiadamente, la infinita y connatural suavidad de tu benignidad, tocada en lo interior con la dulzura de la caridad, por la que no sólo eres amante, sino el mismo Amor (1 Jn 4,16), cuyo cauce natural has dirigido para la salvación del género humano, te decidió sacarme de lo más hondo de mi miseria, a mí vilísimo vástago de la raza humana, necesitado y pobre de dones naturales y gratuitos y digno de ser despreciado por su misma vida y conducta y hacerla participar de la grandeza de tu majestad, o mejor de tu divinidad, a fin de fortificar por este ejemplo la confianza de toda alma aquí abajo” (Legatus II, VIII,1-3).

La misericordia inefable hace renacer a Gertrudis por el Espíritu y la adopta como hija para que pueda entrar en una unión indecible con él. Este Dios, que es amor de piedad, no sólo la ama sino que es el mismo Amor, totus amor es. Él que es el Salvador de toda la humanidad, se vuelca hacia su ser único para llamarla a compartir su dignidad divina y para que todos nosotros podamos así reconocer y creer a qué esperanza hemos sido llamados.

Los efectos que produce en el alma de Gertrudis la absoluta gratuidad de la gracia son el sentimiento profundísimo de su propia indignidad, que salta a la vista en este último texto, así como en todos los precedentes y a cada línea de toda la obra, y al mismo tiempo una confianza tan infinita en el Amor salvador, que ella misma llega a ser ejemplo y estímulo de confianza para toda alma aquí abajo.

Sobre este tema Cipriano Vagaggini escribe que en Gertrudis es sobretodo el sentimiento profundísimo de la propia indignidad y vileza y al mismo tiempo de la bondad, misericordia y amabilidad de Dios que ataca en su misma raíz defectos e imperfecciones. Esta práctica asidua de pensar ante todo en los méritos de Jesucristo, en los dolores, los deseos, las plegarias, el amor de su santísima humanidad, de unirse a ellos y ofrecerlos al Padre para que suplan su indignidad, sus negligencias, sus defectos y pecados es proclamación de la soberanía de la gracia. Es uno de los frutos más bellos de la formación de Gertrudis en la escuela de la liturgia que concentra la atención más sobre Dios y la gracia que sobre el hombre y el esfuerzo humano[11].

Es así como una vez más la experiencia de Gertrudis se hace escuela y apoyo para nosotros. En efecto es por la participación consciente y amorosa en la gran plegaria de la Iglesia, que la práctica asidua de la lectio a su vez profundiza y enraíza en el alma, que nos abrimos a la bondad de Dios que tiene el poder de sanar las heridas más profundas y el pecado como origen de todas ellas, para hacernos personas libres, totalmente abiertas a Dios y a los hermanos.

El Maestro mismo añade sus palabras de luz a las visitas de amor, para enseñar a Gertrudis el verdadero camino de la humildad que se alimenta de gratuidad:

“Cuantas veces, reflexionando sobre tu indignidad, reconoces no merecer mis dones y, esto no obstante, confías en mi piedad, otras tantas me ofreces el debido tributo de mis bienes” (Legatus II, XX,10).

A la vista de la desproporción entre la miseria y la Misericordia el tentador tratará siempre de hundirnos en la desesperación, por el camino de la soberbia. El Salvador nos empuja a la confianza ilimitada en su amor de piedad y nos enseña que nuestra absoluta confianza en Él es el reconocimiento, la alabanza perfecta de su amor.

Cuanto más crece la conciencia de la acción divina que Gertrudis percibe en su alma y cuanto más ella se abaja a si misma en el reconocimiento de su indignidad, tanto más el amor de piedad, atrayéndola con su dulzura y sosteniéndola con la confianza que le infunde, suple a su debilidad humana. En el cuarto Ejercicio, que consiste en la celebración espiritual de los votos para ofrecerse a Dios como un holocausto perfecto, Gertrudis se expresa así:

“¿Qué soy yo, oh mi Dios, mi dulzura santa? ¡Ay, ay, soy el desecho de todas tus criaturas; pero tú eres mi gran confianza, pues en ti se encuentra lo que suple en abundancia mi miseria” (Exercitia IV, p. 74)[12].

Nos encontramos aquí con un tema propio y muy querido a las monjas de Helfta, el tema de la suppletio. Hugues Minguet[13] precisa que la palabra latina encierra dos significados, él de suplir y él de llevar a cumplimiento, implica entonces la idea de la substitución de quien está desfalleciendo o una perfección ofrecida a alguien.

Finalmente, es el amor de Cristo presentado al Padre que lo aplaca, el tesoro infinito desde el cual Gertrudis toma a plenas manos y que suple a todas sus faltas. El último de los siete ejercicios es precisamente la celebración de un día de suppletio. Gertrudis lo comienza así:

“Cuando quieras celebrar un día para la suppletio, te recogerás en ti misma en cada una de las siete Horas para poder tener un coloquio con el amor: lo enviarás al Padre de las misericordias como para aplacarle. Él, tomando del tesoro de la Pasión de su Hijo, te perdonará todas tus deudas, hasta el mínimo detalle de negligencia, para que en el momento de la muerte estés segura de que todos tus pecados están completamente perdonados” (Exercitia VII, p. 167).

Este último ejercicio me aparece de una belleza singular. Gertrudis logra volcar aquí toda la fuerza de su pluma para cantar este amor dispensador del perdón, que sólo desea el corazón de sus pobres para poder saciarlos con su dulcísimo rostro. Quiero ofrecer sólo dos líneas en que este coloquio con el amor se hace suplica al corazón de Cristo:

“¡Oh Amor! ojalá ofrecieses por mi ese Corazón, ese dulcísimo perfume, ese suavísimo incienso, esa nobilísima hostia: en el altar de oro donde fue reconciliada la raza humana, para suplir todos los días en que viví sin dar fruto ¡Oh Amor! anega mi espíritu en el río de ese dulce Corazón, sepultando en el piélago de la divina misericordia todo el peso de mi maldad y negligencia…” (Exercitia VII, pp. 191- 192).

Gertrudis suplica y espera de Dios solo el don de la gracia, la purificación de su alma. Su tarea es la correspondencia total a este don para entregarse plenamente a su acción. Leemos todavía sobre este tema un texto muy bello del Heraldo:

“¡Oh verdadero fuego devorador que de tal modo destruyes los vicios del alma, para derramar en ella la dulce unción de la gracia! En ti y en nadie más recibimos el poder de reformarnos conforme a la imagen y semejanza de nuestro origen. ¡Oh poderoso horno encendido, contemplado en la feliz visión de la paz verdadera y cuya acción transforma las escorias en oro purísimo y precioso, cuando el alma fatigada de las ilusiones aspira, en fin, con toda la fuerza de su deseo a adherirse a todo lo que viene de ti, oh verdadera Verdad” (Legatus II, VII,2).

Si la gracia es el don del amor infinito que se entrega, sólo la libertad del hombre puede responder a ella. En la biografía de Gertrudis en el libro I del Heraldo, el mismo Señor revela a la hermana que escribe que el alma de Gertrudis puede llegar a las cumbres más altas de la contemplación y la caridad por su libertad de corazón, es decir su apertura a no dejar que nada llegue a serle obstáculo en su camino hacia la unión con el Señor. Nos encontramos frente a una definición muy peculiar de la libertad como liberación de todo lo que pueda ser obstáculo al único verdadero fin de la vida, la unión con Dios.

En los días pasados la canonización de san Rafael Arnáiz nos ha mostrado otro ícono contemporáneo de una vida que se deja liberar de todo obstáculo para tender a Dios solo. Pero Rafael se deja despojar de todo, más crece la conciencia de su pobreza, más ilimitada se hace su confianza y abandono en el amor de Dios y de María. Es impresionante como su breve vida, llena sólo del absoluto de Dios, no deja de atraer fuertemente a nuestros jóvenes y llenarlos de esperanza.

Finalmente, un alma liberada de la estrechez de una mirada vuelta principalmente sobre si misma, que solo engendra amargura, insatisfacción y depresión, pretensión, duda y desconfianza, para tender toda entera hacia su único fin, la unión con aquel a quien pertenece enteramente, llega a ser toda ella alabanza.

Hemos podido apreciar un poco como el libro II del Heraldo se despliega bajo nuestros ojos, una página tras otra, desde las primeras líneas a las últimas, como un himno al trabajo de la gracia que transforma al hombre en hijo de Dios. Aún más, toda la experiencia de su vida descrita en este libro Gertrudis la traducirá en un único canto de alabanza en el libro de Los Ejercicios. Quisiera añadir aquí como ejemplo un solo texto, tomado del VI Ejercicio, desbordante de lirismo, que está consagrado precisamente a la alabanza y acción de gracias:

“Mi rey y mi Dios, Dios amor y felicidad, a ti gritan de alegría mi alma y mi corazón. A ti, vida de mi alma, mi Dios, Dios vivo y verdadero, fuente de luces eternas cuyo suave rostro ha impreso su luz sobre mi indigna: mi corazón desea saludarte, alabarte, magnificarte y bendecirte. Te ofrezco la médula de mis fuerzas y mis sentidos en holocausto de alabanza nueva y de íntima acción de gracias. Pero ¿qué te daré oh mi Señor, por todos los bienes que me has dado? En efecto me doy cuenta que me has amado más que a tu gloria; y por mi causa no te has escatimado en nada; sino que me has creado para ti, y para ti me has redimido y elegido, para conducirme a ti y hacerme vivir feliz en ti, y gozar de ti para siempre en la mayor felicidad. Y ahora ¿qué hay en el cielo para mi sino tú? Y de todos tus bienes qué puedo querer o desear sino a ti? Tú eres mi esperanza, oh mi Señor, eres mi gloria, eres mi alegría, eres mi bienaventuranza. Eres la sed de mi espíritu, eres la vida de mi alma, eres la alegría de mi corazón. ¿Adonde podría, más allá de ti, llevarme mi admiración, oh mi Dios? Tú eres el comienzo y la consumación de todo bien y cuantos se alegran juntos encuentran en ti su morada. Tú eres la alabanza de mi corazón y de mi boca” (Exercitia VI, pp. 128-129).

“Amor siempre en acto como incesante homenaje de alabanza y de acción de gracias: parece que esta sea verdaderamente la fórmula que expresa la nota dominante de esta vida como lirismo a Dios”, escribe todavía Vagaggini, hablando de Gertrudis. Una vez más nos advierte: “Esa fisionomía es típicamente característica del espíritu de la liturgia, espíritu de amor adorador y de acción de gracias que determina excelentísimamente la purificación de las escorias y la adquisición de las otras virtudes”[14].

El signo más claro de conversión, de libertad verdadera en una persona es su capacidad de admiración y de alabanza, de dar gracias por todo detalle de la vida, recibido de Dios como un don inmerecido. Pero ¿qué te daré oh mi Señor, por todos los bienes que me has dado?, grita Gertrudis desde lo más hondo del alma… ¿Qué otra ofrenda podemos hacer de nuestra vida a Dios, fuente de todo bien, que no sea un sacrificio de acción de gracias?

Es a este umbral de recobrada inocencia al que llegan muchos de nuestros ancianos, después de su largo caminar en la vida monástica. Al mismo tiempo es también verdadera escuela de aprendizaje: aprender y enseñar a agradecer y alabar a Dios por todo, continuamente en el día, hasta que la dinámica de la acción litúrgica y eucarística de que están impregnados nuestras jornadas, llegue a impregnar nuestra alma, nuestra visión de la existencia entera. Así habremos recogido realmente el desafío que nos lanza el heraldo de la piedad divina, llegar a la libertad infinita de una vida toda expuesta a la luz de la gracia, que se ha vuelto así, en la total ofrenda de su pobreza, enteramente acción de gracias:

“Allí, allí, en el incensario de oro de tu divino corazón, donde siempre arde para tu alabanza el suave perfume de tu eterno amor, arrojo también el grano minúsculo de mi corazón, con el anhelo y deseo que él también, aunque abyecto e indigno, pero poderosamente vivificado por el soplo de tu espíritu, llegue al único brasero de tu alabanza, y que los largos suspiros que lanzo hacia ti, desde el fondo de los abismos de la tierra, en mi cotidiana esperanza, sean gloria y alabanza eterna para ti. Amén” (Exercitia VI p. 139).

Esta sencilla introducción ha sido sobre todo una tentativa de comenzar a atraerlos a la profundidad y belleza de los textos de Gertrudis. Varios de ellos serán inevitablemente retomados por los otros hermanos, dado que nos movemos todos alrededor del mismo tema, desde ángulos diferentes. Como todos los textos de nuestros Padres, pueden ser medios eficacísimos para volvernos al amor de Jesús y dejarnos liberar por Él, y quizás más bien, paradójicamente, encadenar para Él.

De todas formas cabe hacer una confesión. No nos ha sido fácil, creo que para ninguno de nosotros o por lo menos para la mayoría de los que hemos estudiado a Gertrudis, entrar en su lenguaje muy afectivo, simbólico, cargado de imágenes de todo tipo. El Heraldo, que es un libro de una enorme profundidad espiritual y teológica, puede provocar no obstante una primera reacción de rechazo y no se accede a su corazón sin un verdadero esfuerzo de estudio previo. Con todo, Los Ejercicios son un texto más simple. He comenzado a pasárselos a mis junioras, casi a todas para una lectura limitada, a veces en un retiro, como Gertrudis misma recomienda. Por ejemplo en el retiro de renovación de votos he recomendado leer el ejercicio IV, que es celebración espiritual de los votos. Debo decir que todas, por medio Gertrudis, han sido renovadas en el íntimo de su entrega a Jesús.

Una de ellas me ha devuelto varios pasajes que han tocado su corazón, pero uno en particular lo ha dibujado en un cuerito. Quiero terminar precisamente con este texto. Es del primer ejercicio, que celebra el memorial del Bautismo. Quizás pueda ser un último, apropiado homenaje a la acción de la gracia que nos conduce de la mano hasta el fin, hasta nuestro eterno destino:

«Inscribe mi nombre, dulcísimo Jesús, debajo de tu dulce nombre en el libro de la vida. Di a mi alma: “Eres mía: yo, tu salvación, te he reconocido; desde ahora ya no te llamarás la ‘Abandonada’, te llamarás ‘Mi amor reside en ella’ para que mi parte esté siempre contigo en la tierra de los vivos”» (Exercitia I, p. 9).



[1] M. Liliana Schiano Moriello, ocso, entró en el Monasterio trapense de San José de Vitorchiano (Italia), donde hizo su profesión solemne; en 1981 participó de la fundación del monasterio Nuestra Señora de Quilvo, Chile; y en 2010 participó de la fundación de la comunidad de Nossa Senhora da Boa Vista, Brasil, de la que es superiora. El trabajo que publicamos fue su aporte al curso de formadores de 2009 de la Región Mixta Latinoamericana (REMILA) de la Orden Cisterciense Reformada (OCSO), siendo maestra de profesas simples de la comunidad de Quilvo.

[2] C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la liturgia. Ensayo de liturgia teológica general, Madrid, B.A.C. 181, Madrid, 1965, p. 719.

[3] 1 Tm 3,16.

[4] O. QUENARDEL, La Communion Eucharistique dans Le Héraut de l’Amour Divin de Sainte Gertrude D’Helfta: Situation, Acteurs et mise en scène de la "divina pietas", Brepols-Abbaye de Bellefontaine, Turnhout, 1997, p. 22.

[5] O. QUENARDEL, La Communion Eucharistique…, p. 20.

[6] Cf, Jn 1,35-39.

[7] El castellano de los textos del Heraldo (Legatus) es mi revisión personal a la luz del texto original latino en: P. DOYERE, Gertrude d'Helfta, Oeuvres spirituelles, t. II, Le Héraut, SC 139, Cerf, Paris, 1968.

[8] BERNARDO DE CLARAVAL, De conversione II,3.

[9] Cfr. P. DOYERE Introduction, en Gertrude d'Helfta, Oeuvres spirituelles, t. II, Le Héraut, SC 139, Cerf, Paris 1968.

[10] Sobre la gracia como amistad con Dios cfr. el artículo de PIA LUISLAMPE, La Grâce est signe de l’amitié de Dieu: Gertrude d’Helfta, une figure d’espérance de l'Amour libérateur, «Collectanea Cisterciensia» 48 (1986), pp. 71-87 (traducción española en «Cistercium » 171 [1986], pp. 265-284).

[11] Cf. C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la liturgia, p. 714.

[12] Los textos de Los Ejercicios (Exercitia) están tomados de: G. de HELFTA, Los Ejercicios, (Biblioteca Cisterciense 12), Monte Carmelo, Burgos, 2003.

[13] H. Minguet, Théologie spirituelle de Sainte-Gertrude: le Livre II du ‘Héraut, en «Collectanea Cisterciensia» 51 (1989), p. 276.

[14] C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la liturgia, p.715.