Santa Gertrudis, viñeta, anónimo contemporáneo.
Hna. Ana Laura Forastieri, OCSO[1]
1. La alegría como punto de partida: el optimismo antropológico (cont.)
Así[2], la concepción antropológica eminentemente positiva que Gertrudis hereda de la tradición patrística y monástica, imprime a su obra una impronta de confianza y serena alegría, libre de toda angustia y opresión. De allí se deriva un primer registro de la alegría como optimismo, esperanza, ánimo, confianza, serenidad, entusiasmo. Este registro se traduce frecuentemente bajo su pluma, en las imágenes de la luz, la mirada, la iluminación, el resplandor, el sol, el brillo, imágenes que hacen referencia al sentido de la vista.
Sobre esta base teológica, el itinerario vital de Gertrudis está presentado en el Legatus, como un camino de divinización. Pero el pecado de los orígenes oscureció la imagen divina en el hombre y en consecuencia la mente humana quedó desorientada con respecto a su verdad fundamental. Los Padres cistercienses, utilizando una expresión de la filosofía griega recuperada por san Agustín[3], sostienen que el hombre está extraviado en la “región de la desemejanza”, y que todo el camino de su vida consiste en la recuperación de la semejanza divina perdida, por medio de un esfuerzo de reorientación hacia Dios, su verdadera meta. Este camino de retorno es siempre posible, porque el sello de la imagen divina es indeleble[4].
Y el comienzo del retorno es la conversión. Por eso, la biógrafa de Gertrudis interpreta la conversión de la santa como un retorno a la semejanza perdida, por el cual Gertrudis ingresa al lugar de la exultación y la alegría, es decir la contemplación de Dios. Leemos:
Desde entonces reconoció haber estado lejos de Dios, en la región de la desemejanza, cuando se apegaba demasiado a los estudios liberales, descuidando, hasta aquel momento, adaptar la agudeza de su mente a la inteligencia de la luz espiritual, y adihiriéndose ávidamente a las delectaciones de la sabiduría humana, se privaba del gusto suavísimo de la verdadera sabiduría. Desde aquel mismo momento comenzó a despreciar todo lo exterior, y con razón, ya que, entonces, el Señor la introdujo en el lugar de la exultación y la alegría, el monte Sión, esto es, la contemplación, donde la despojó del hombre viejo y de sus obras, y la vistió del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y verdadera santidad (L I 1.2.).
Este texto revela el itinerario completo de la vida espiritual de Gertrudis -y de todo cristiano- uniendo su comienzo, la conversión, con su término: la contemplación. Otro pasaje nos muestra el mismo proceso de retorno a la semejanza divina, pero visto en las vicisitudes de su progreso y desarrollo:
Nunca se veía abatida o desesperada por sus defectos; sino que, al punto, levantada por la presencia divina, se volvía muy preparada para recibir cualesquiera dones de Dios. Y, aún cuando le parecía estar negra como un carbón apagado, de inmediato, respirando con la cooperación de la gracia de Dios, se esforzaba en levantar su intencion al Señor; y, en seguida, volviendo dentro de sí misma, recibía en sí la semejanza de Dios; como un hombre que caminando en la oscuridad, al brillar el sol se ve de repente iluminado, así ella se veía iluminada por el resplandor de la presencia divna, y aún más, recibía todo el adorno y arreglo aporpiados a una reina (…) hecha digna y escogida para la unión e intimidad divinas (L I 10.1).
Este último texto expresa metafóricamente que el camino espiritual está jalonado por la alternancia de experiencias de luz y oscuridad, y que mediante el progreso en la vida espiritual se va recibiendo una mayor semejanza con Dios, la cual capacita para la unión e intimidad divinas.
2. La alegría como fruto de la experiencia frecuente de unión con Cristo
Ahora bien, para los Padres, el camino de retorno a la semejanza perdida es lento y progresivo, y, al menos en sus comienzos, penoso[5]. Todos coinciden en la gradualidad de la vida espiritual, aunque varían al señalar el número de sus etapas[6]. Las sistematizaciones que se han vuelto clásicas remontan, por un lado a Orígenes[7] -quien distingue tres etapas en la vida espiritual: la de los principiantes, los proficientes, y los perfectos-, y por otro, al Pseudo-Dionisio, quien recoge la distinción de tres vías ascensionales, ya presente en la obra de Plotino: vía purificativa, iluminativa y unitiva[8]. Entre ambas clasificaciones hay una traslación del enfoque: del sujeto que progresa al camino objetivamente considerado.
Pero lo sorprendente en la obra de Gertrudis es la ausencia de indicios de una concepción previamente graduada de las etapas del ascenso hacia Dios. Si bien para ella es evidente la noción de progreso[9], no menos evidente es la absoluta libertad de Dios para llevar a cada persona a la unión con Él a su modo, reservándose toda iniciativa.
No parece tampoco que Gertrudis concibiera el camino espiritual como un ascenso, sino como una interiorización,[10] es decir, como una inmersión cada vez más profunda en aquello que ya somos por naturaleza, una búsqueda del don originario recibido de antemano, por la creación y por el bautismo.
Por otra parte -y este es el aspecto central de su doctrina-, todo su camino está polarizado por la experiencia de unión con Cristo que atraviesa toda su obra. Para alcanzarla no hacen falta proezas ascéticas ni etapas preparatorias, sino que la unión es un don gratuito y previo, que Dios da a quien quiere, y que debe ser acogido en la fe y el amor.
Pero, una vez experimentada, es la unión y solo de ella, la que genera una dinámica de purificación y reordenamiento interior. Gertrudis sabe que solo el encuentro con Cristo tiene impacto suficiente para producir un dinamismo transformador del ser humano, que ningún esfuerzo humano puede lograr por sí mismo. También el Papa Francisco nos recuerda esta verdad:
«No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea sino pro el encuentro con un acontecimiento, con una persona que da un nuevo horizonte a la vida y con ello una orientación decisiva[11]”»[12].
El fruto de la unión con Cristo, como no podía ser de otro modo, es la alegría. Alegría y reposo, como cumplimiento del deseo, como término del dinamismo de búsqueda. Aquí la alegría toma otro registro; aparece la variada semántica de la satisfacción del deseo: deleite, gozo, fruición, exultación, delicia, delectación, contento, placer, complacencia, satisfacción, gusto, regodeo, agrado, dicha, felicidad, plenitud, culminación, cumplimiento; esta gama se complementa con el uso de calificativos que refuerzan la noción de saciedad: abundante, rico, meduloso, gratuito, copioso, frondoso, excesivo, generoso, exuberante, torrencial, infinito. Las imágenes que traducen esta experiencia se refieren principalmente a los sentidos del tacto, del gusto y del olfato. Encontramos abrazos, besos, caricias; aparece toda la terminología de la dulzura: dulce, melifluo, néctar, licor, maná, leche, miel; descubrimos alusiones a la opulencia de la comida: banquete, festín, manjar. Hallamos flores fragantes, perfumes, aromas, incienso.
Esta nota fundamental de la obra gertrudiana, que pone el dinamismo de la vida espiritual en la experiencia unión con Cristo, acentúa notablemente el optimismo antropológico de los Padres. Aquí son recuperadas todas las dimensiones del ser humano, comenzando por los sentidos corporales y las pasiones o affectus, los cuales resultan purificados en la misma dinámica de búsqueda y encuentro. Si bien Gertrudis señala la importancia de una ascesis de la guarda de los sentidos exteriores, esta vigilancia solo tiende a evitar la dispersión y afinar la sensibilidad espiritual para favorecer el desarrollo de los sentidos espirituales, capaces de percibir y gustar la unión divina. Es evidente, por tanto, que un tal camino espiritual está signado por la libertad de corazón y la alegría. Cuanto más se desarrollan los sentidos interiores y cuanto más el alma se deleita en la fruición espiritual, menos gusta de las realidades sensibles. Leemos:
El corazón del hombre ha sido creado por Dios para contener en sí la alegría espiritual, como el vaso ha sido hecho para contener el agua. Pero si este vaso deja escapar el agua que contiene por algún pequeño resquicio, sucederá que, poco a poco, se vaciará del todo y se quedará seco. Pues del mismo modo, si el corazón humano, que encierra en sí la alegría espiritual, la arroja fuera de sí por medio de los sentidos corporales (la vista, el oído y todos los demás sentidos del cuerpo) dejándoles actuar a su antojo, termina vaciando su corazón y dejándolo sin capacidad para deleitarse en Dios. Esto lo puede experimentar cada cual en sí mismo: en efecto, cuando uno quiere mirar alguna cosa o decir algo cuyo provecho será nulo o casi nulo, si en seguida lo pone por obra, tiene en nada la alegría espiritual, la cual se derramará como el agua. Pero, por el contrario, si por amor a Dios trata de dominarse, crece en él de tal manera dicha alegría, que apenas puede contenerla. Por eso, el hombre que ha aprendido a vencerse en estas ocasiones, adquiere la costumbre de deleitarse en Dios; y cuanto mayor trabajo le cueste, tanto más sabrosas serán las delicias que encontrará en Dios (L III 30. 36).
Continuará
[1] La autora es monja en el Monasterio Trapense de la Madre de Cristo, Hinojo, Argentina y colabora desde el año 2012 en la difusión de la postulación de santa Gertrudis al doctorado de la Iglesia, en América Latina.
[2] Ponencia presentada en la XXXIII Semana Argentina de Teología, Lomas de Zamora, 14 al 17 de julio de 2014. Publicada en: Sociedad Argentina de Teología, La Caridad y la Alegría: Paradigmas del Evangelio. XXXIIIª Semana Argentina de Teología, Buenos Aires, Ágape Libros, 2015, 353-368.
[3] San Agustín, Confesiones, VII,10,16. Cfr. De Civitate Dei, IX,17, donde cita a Plotino, Enneidas 1,6,8.
[4] Cfr. Ch. Dumont, En el Camino de la Paz. La Sabiburía Cisterciense según San Bernardo, Burgos, Monte Carmelo, 2002, 23-27.
[5] Cfr. San Benito, Regla, Prólogo 48-49, Madrid, BAC, 1993, 71.
[6] Entre los Padres Griegos, los tres Capadocios son unánimes en el uso de los términos purificación, iluminación y unión para describir el progreso espiritual, aunque los utilizan en un discurso fluido y los ilustran con distintas imágenes, sin establecer una sistematización en etapas fijas (cfr. San Basilio, Grandes y Pequeñas Reglas, Prefacio, PG 31,889-1052 y 1051-1306; San Gregorio de Nacianzo, Orationes 31.3; 40.37, 39.8; San Gregorio de Nisa, De vita Moysis, PG 64,297-430; De Virginitate, PG 66,317-416, Super Cantica Canticorum, Homiliae, PG 64,297-430). Esta doctrina es retomada por el Pseudo Dionisio y sistematizada en las tres vías: purificativa, iluminativa y unitiva (cfr. infra nota 8). En el siglo VII la doctrina del Pseudo Dionisio es retomada, a su vez, por san Máximo el Confesor (PG 110,1441, Nº 176, c. 1209; Nº 73, c. 1089; c. 1215, Nº 88). Entre de los Padres Latinos, san Agustín distingue las siguientes etapas de la vida espiritual: a) la lucha contra el pecado, b) el ingreso en la iluminación y c) la unión divina (De Unitate Animae, XXXIII, ns. 70-76); San Gregorio Magno, en el siglo VI, distingue: a) la lucha contra el pecado (Moralia in Job XXXI,87), b) la vida activa o práctica de las virtudes (Moralia II,76 ss.) y c) la vida perfecta (Moralia II,77; VI,57; XXV,15; In Ezechiel, Homiliae I.II,VII 7). San Bernardo expresa la gradualidad del camino hacia Dios introduciendo, con gran libertad, distintas imágenes que señalan las etapas del progreso espiritual. Guillermo de Saint Thierry, en De Natura et Dignitate Amoris (PL 184,379-408), distingue cuatro grados del amor: simple voluntad, amor, caridad, sabiduría, y los compara didácticamente con las etapas de la vida humana: infancia, adolescencia, madurez y vejez del amor; en Epistola ad Fratres de Monte Dei (PL 184,307-354) y en la Expositio Super Cantica Canticorum sistematiza el itinerario de la vida espiritual en base a tres tipos de hombres: el hombre animal, racional y espiritual. Santo Tomás de Aquino recepta la distinción que remonta a Orígenes entre incipientes, proficientes y perfectos y la compara con las edades de la vida corporal: infancia, adolescencia y adultez (cf. Summa Theologica II,II, q. 24, a. 9; y q. 183, a.4 ). Para un panorama más amplio de este tema en la tradición patrística, cf. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior (I) Madrid, Ediciones Palabra, 19855, 259-293.
[7] Orígenes, In Romani, Homiliae, VI,14; PG 14,1102.
[8] Pseudo Dionisio, De Caelesti Hierarchia III,2,3; De Divinis Nominibus I,2; IV,12,13; Theologia Mystica I, 3; II, en Obras completas del Pseudo Dionisio Aeropagita, Madrid, BAC, 1995.
[9] Teniendo en cuenta la influencia preponderante de san Bernardo sobre Gertrudis, llama la atención en su obra, la ausencia de grados y etapas previamente concebidos en la vida espiritual. Sin embargo, en todas sus reflexiones y ejercicios está supuesta la noción de gradualidad: su meditación abarca siempre desde la purificación del pecado, pasando por la ascesis activa de la virtud, hasta la receptividad contemplativa y la unión esponsal con Dios (cf. por ejemplo, L II 4.4; 5.3).
[10] Cfr. L II 2.
[11] Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus Caritas est, 1; 25.12.2005, AAS 98 (2006) 217.
[12] EG 7.