«Al atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús, y fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. Pilato ordenó que se lo entregaran.
Entonces José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en un sepulcro nuevo que se había hecho cavar en la roca. Después hizo rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro, y se fue.
María Magdalena y la otra María estaban sentadas frente al sepulcro.
A la mañana siguiente, es decir, después del día de la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron y se presentaron ante Pilato, diciéndole: “Señor, nosotros nos hemos acordado de que ese impostor, cuando aún vivía, dijo: ‘A los tres días resucitaré’. Ordena que el sepulcro sea custodiado hasta el tercer día, no sea que sus discípulos roben el cuerpo y luego digan al pueblo: ¡Ha resucitado! Este último engaño sería peor que el primero”. Pilato les respondió: “Ahí tienen la guardia, vayan y aseguren la vigilancia como lo crean conveniente”. Ellos fueron y aseguraron la vigilancia del sepulcro, sellando la piedra y dejando allí la guardia» (Mt 27,57-66).
“Desde el origen del mundo, Cristo sufre en todos los suyos. Él es el comienzo y el fin (Ap 1,8); oculto en la Ley, revelado en el Evangelio, es el Señor siempre admirable que sufre y triunfa en sus santos (Sal 67,36). En Abel fue asesinado por su hermano; en Noé, fue ridiculizado por su hijo; en Abrahán marchó al exilio; en Isaac fue ofrecido en sacrificio; en Jacob, fue, reducido a esclavitud; en José, fue vendido; en Moisés, fue abandonado y rechazado; en los profetas, fue lapidado y desgarrado; en los apóstoles, fue perseguido por tierra y por mar; en sus numerosos mártires, fue torturado y asesinado. Sigue llevando hoy nuestras debilidades y enfermedades, porque es hombre, expuesto por nosotros a todos los males y capaz de cargar con la debilidad que sin él nosotros seríamos incapaces de llevar. Es él, sí, él quien lleva en nosotros y por nosotros el peso del mundo para librarnos de él; he ahí cómo la fuerza da toda su medida en la debilidad (2 Co 12,9). Él soporta en ti el desprecio, él es a quien el mundo odia en ti.
Demos gracias a Dios, porque si se le acusa, logra la victoria (cf. Rm 3,4). Según la Escritura, es él quien triunfa en nosotros cuando, tomando la condición de siervo, consigue para sus siervos la gracia de la libertad. Cumpliendo el misterioso designio de su bondad, asume esta condición de siervo y consiente humillarse por nosotros hasta la muerte de cruz. Por este abatimiento visible, realiza nuestra elevación hasta el cielo, que es interior e invisible. Mira a dónde habíamos caído desde los comienzos; compréndelo bien, por designio de la sabiduría y bondad de Dios somos vueltos a la vida. Con Adán habíamos caído por orgullo; por eso nos humillamos en Cristo con el fin de borrar la antigua falta por medio de la práctica de la virtud opuesta. Hemos ofendido al Señor por orgullo, le agradamos ahora por nuestra humildad.
Alegrémonos, gloriémonos en el Señor que ha hecho nuestros sus combates y su victoria, diciéndonos: Ánimo, yo he vencido al mundo (Jn 16,33)... El invencible combatirá por nosotros y vencerá en nosotros. Entonces el príncipe de las tinieblas será arrojado fuera, pues si no ha sido arrojado del mundo donde se encuentra en todas partes, sí lo ha sido del corazón del hombre: cuando la fe penetra en nosotros lo rechaza para dar lugar a Cristo cuya presencia arroja al pecado fuera y destierra a la serpiente...
Que los oradores guarden su elocuencia, los filósofos su sabiduría, los reyes sus reinos; para nosotros, la gloria, las riquezas y el reino son Cristo; para nosotros, la sabiduría es la locura del Evangelio, la fuerza es la debilidad de la carne, y la gloria es el escándalo de la cruz. Por la cruz el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo (Ga 6,14), a fin de vivir para Dios; y vivo, pero no yo sino que es Cristo quien vive en mí (Ga 2,19-20)” (san Paulino de Nola).