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Ilustraciones a santa Gertrudis (Legatus III,XXV y XXVI)

XXV.1. En una ocasión en que Gertrudis se esforzaba por pronunciar con la mayor atención cada una de las palabras y notas [del Oficio divino] y se lo impedía con frecuencia la fragilidad humana, se dijo a sí misma con pesadumbre: “¿Qué provecho puede provenir de un esfuerzo hecho con tanta inconstancia?”. No pudiendo el Señor soportar su tristeza, se le presentó, como sosteniendo su Corazón divino con sus propias manos, a semejanza de una lámpara ardiente, y dijo: “Mira, pongo ante los ojos de tu mente mi Corazón dulcísimo, órgano de la siempre adorable Trinidad, para que le encomiendes con toda confianza que supla por ti misma todo lo que tú no puedes realizar. Y así todo aparecerá plenamente perfecto ante mis ojos. Porque así como el siervo fiel[1] está siempre dispuesto a servir a su señor en todo lo que pueda complacerle, así mi Corazón, de ahora en adelante, siempre se unirá a ti para suplir en todo momento todas tus negligencias”.

2. Tan inaudita condescendencia del Señor la llenó de sobrecogimiento y admiración, al pensar que era totalmente desproporcionado que el Corazón de su Señor, único tesoro santísimo de la divinidad, receptáculo de todos los bienes, se dignara servirla a ella, tan insignificante, como el siervo a su señor, para suplir todas sus negligencias.

El Señor, pasando por alto benignamente su pusilanimidad, se dignó animarla con la siguiente comparación: “Si tú -le dice-, tuvieras una voz sonora y muy flexible, y además sintieras gran placer en cantar, y te encontraras con alguien que cantara mal, que tuviera una voz grave y disonante, y que solo con gran esfuerzo pudiera pronunciar algunas palabras, ciertamente te indignarías de que no se te confiara a ti, cantar rápidamente y a la perfección, lo que él entona con tanta dificultad.

De igual modo mi divino Corazón, conocedor tanto de la fragilidad como de la inestabilidad humanas, desea y espera siempre con anhelante deseo, que tú le encomiendes -si no con palabras, al menos con alguna señal- que supla y realice por ti, lo que tú te sientes incapaz de hacer; ya que él puede realizarlo muy fácilmente con su omnipotente fuerza y lo conoce perfectamente con su inescrutable sabiduría, y así también desea ardientemente realizarlo con alegría, por la dulzura naturalmente inscrita en su bondad benevolente.

XXVI.1. Después de esto, cierto día en que recordaba en su interior con agradecimiento tan magnífico don, preguntó anhelante al Señor hasta cuándo se iba a dignar conservárselo. El Señor le respondió: “Todo el tiempo que tú quieras conservarlo, así no tendrás que lamentar que yo te lo haya sustraído”.

Y ella preguntó: “¿Cómo puede ser, oh Dios, creador de tan inestimables maravillas, que yo contemple tu divino Corazón, a modo de lámpara suspendida en el medio del mío -aunque ¡ay! tan indigno-, y sin embargo cuando por tu gracia merezco acercarme a ti, siento el gozo de encontrar mi corazón dentro del tuyo, que me colma con la abundancia de todas tus delicias?

Le respondió el Señor: “Así como tú, cuando quieres tomar alguna cosa extiendes tu mano, y una vez tomado lo que deseas, vuelves tu mano hacia ti, así también yo, desfallecido de amor por ti[2], cuando tú te entregas a las cosas exteriores, extiendo mi Corazón hacia ti para atraerte a mí; e igualmente, cuando, consintiendo conmigo, te recoges en tu interior para acogerme, nuevamente recojo mi Corazón contigo y te ofrezco en él, el deleite de todo género de virtudes.

2. Entonces ella, con sumo asombro y gratitud, reconociendo tan gratuita benignidad de Dios para consigo y considerando la múltiple bajeza de sus defectos, se sumergió con gran desprecio de sí misma en el profundo valle de su conocida humildad, teniéndose por indigna de toda gracia. Después de haber permanecido oculta allí durante un rato, el Señor, que aunque habita en lo más alto de los cielos[3], se goza en derramar su gracia en los humildes[4], parecía sacar de su Corazón como una cánula de oro que, a semejanza de una lámpara permanecía pendiente sobre aquella alma, que tanto se abajaba en el valle de la humildad. A través de esa cánula derramó en ella de modo admirable el desbordamiento de todas las gracias que se pueden desear. Así, por ejemplo, si ella se humillaba al recordar sus faltas, al instante el Señor, compadecido, hacía fluir hacia ella de su santísimo Corazón, una floración de sus virtudes divinas, que aniquilaban todos sus defectos y no permitía que apareciesen más ante los ojos de su divina bondad. De igual modo, si deseaba el ornato de la paz, o cuanto de agradable y deleitable puede imaginar el corazón humano, al punto se le comunicaba todo lo deseado por medio de dicha cánula con gran gozo y ternura.

3. Gozando suavemente desde algún tiempo de tales delicias, y cooperando con ella la gracia de Dios, apareció decentemente adornada y perfectamente acabada con todas las virtudes, no suyas sino de su Señor, y escuchó (como con el oído del corazón), una voz dulcísima, como la de una citarista que hace sonar una suave armonía al tocar su cítara[5], con las siguientes palabras: “Ven a mí, tú que eres mía; tú que eres lo mío, entra en mi; hecha una cosa en mí, permanece conmigo”.

Del mismo Señor recibió el sentido de tan dulce cántico: “Ven a mí, tú que eres mía, porque te amo como a esposa amantísima y deseo que estés siempre unida conmigo y por eso te llamo. Porque tengo mis delicias en ti, deseo que te introduzcas dentro de mí como un joven desea encontrar en sí mismo la alegría perfecta de su corazón[6]. Porque yo Dios-amor te elegí, deseo que permanezcas conmigo en unión indisoluble, así como si un hombre dejara de respirar, no podría seguir viviendo”.

En medio de todos estos suavísimos deleites, sintió que, de modo admirable e inefable, era introducida en el Corazón del Señor a través de la ya varias veces mencionada cánula. Y así se encontró felizmente en lo más íntimo de su Esposo y Señor, su Dios. Lo que allí sintió, lo que vio, lo que oyó, gustó y tocó, sólo ella pudo conocerlo y aquel que se dignó admitirla en tan desbordante y sublime unión, Jesús, esposo del alma amante, que es sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos[7].

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La Solemnidad del Sagrado Corazón pone una vez más ante los ojos de los fieles el misterio pascual, considerado en su unidad, como manifestación del amor divino en el Verbo encarnado, entregado por nuestra salvación. En el corazón de Jesús se revela el corazón de Dios, su verdadera naturaleza: “Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene, en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados (1 Jn 4,8-10).

La fiesta del Sagrado Corazón en su forma actual es relativamente reciente; se comenzó a celebrar en 1765, extendiéndose a la Iglesia universal en 1856. Sin embargo, esta devoción ya se cultivaba en la edad media, como un aspecto dentro del conjunto de la pasión de Cristo, y especialmente, de la devoción a las cinco llagas de sus manos, sus pies y su costado. El antecedente litúrgico de esta solemnidad es la fiesta dedicada a la llaga del costado, el viernes de la octava del Corpus Christi, que fue introducida por los dominicos en el siglo XIII. En el mismo siglo, la contemplación del corazón y las sagradas llagas llega a una cumbre con las místicas Gertrudis y Matilde, lo que les asegura una influencia decisiva a lo largo de la historia. En el corazón de Jesús, ellas celebran ante todo, la manifestación del misterio de amor y de misericordia, con efusiones de gozo triunfal, y contemplan preferentemente la irradiación de su gloria. No hay indicios, sin embargo, de la celebración de la fiesta de la llaga en el monasterio de Helfta.

Entre los numerosos textos y visiones de santa Gertrudis relacionados con el Corazón de Jesús, los capítulos XXV y XXVI del libro III del Legatus resultan característicos de su espiritualidad. En ellos se presentan fundamentalmente dos visiones, de las cuáles una es continuación de la otra. Entre ambas se intercalan otras comparaciones tomadas de la vida real, que sirven de ejemplos para ilustrar algunas enseñanzas sobre temas conexos.

Para Gertrudis el corazón de Jesús es mediador entre Dios y los hombres; ejerce una mediación ascendente, intercediendo por los hombres ante la Trinidad; y descendente, supliendo todas nuestras carencias, imperfecciones y defectos. Las visiones aquí presentadas ponen en escena esta mediación descendente, es decir, la suppletio.

El capítulo XXV presenta a Gertrudis en una situación de impotencia, en la que, impedida por la debilidad, no puede poner totalmente su atención en el oficio divino, como quisiera (cf. RB 19). El corazón de Jesús, se le presenta como una lámpara de aceite suspendida sobre el suyo, lámpara que es -a la vez- un instrumento musical, un órgano, que rinde incesante culto a la Santísima Trinidad; con este gesto, Jesús se pone a disposición de Gertrudis, para que ella le pida, con toda confianza, que supla lo que no puede realizar por sí misma, para que todas sus obras aparezcan plenamente perfectas ante sus divinos ojos. Se expresa aquí la dinámica propia de la suppletio.

Esta consiste en que el fiel asocie sus pobres esfuerzos, sus debilidades y hasta sus pecados, a los méritos de Cristo, a sus dolores, a sus deseos y oraciones, ofreciéndoselos a Dios Padre, para que por ellos se suplan sus negligencias, sus defectos y faltas. Hecho esto con un impulso de confianza teologal, Gertrudis se queda plenamente en paz, a pesar de la fuerte conciencia de su indignidad y del escaso valor de sus esfuerzos de virtud. No hay en ella una mínima huella de jansenismo o pelagianismo, que sobreestime el esfuerzo voluntario del ser humano en sus relaciones con Dios. En su psicología domina tranquilamente la conciencia de la soberanía de la gracia y de la suppletio que hace Cristo, a los pobres esfuerzos de aquellos que le están unidos con sincera voluntad y pureza de corazón.

Ante aquella invitación del Señor, Gertrudis reacciona con estupor, midiendo la desproporción que implica que el corazón divino se ponga al servicio de su humana pequeñez. El Señor se abaja a un plano de igualdad con Gertrudis, o mejor, la eleva a ella a la igualdad con él, que le permite entablar una relación de reciprocidad esponsal. Pero esto, que en el plano humano es natural, en la relación con Dios solo puede ser recibido por inaudita gracia.

Ahora bien, dado que las visiones de Gertrudis están puestas como ejemplo de la comunión a la que Dios llama a todo ser humano, lo que aquí se expresa, en el fondo, es la concepción antropológica patrística y medieval, que está a la base de la doctrina de la suppletio: el ser humano, creado por Dios a su imagen y semejanza, es capax Dei, capaz de entrar en una relación de comunión e intimidad con Dios. El pecado no ha destruido esta capacidad, aunque la ha empañado; y la redención de Cristo hace posible la restauración de la semejanza original, mediante la santidad de vida. Esta visión del ser humano es fundamentalmente optimista: no pone tanto el acento en el pecado, sino sobre todo en el poder transformador de la gracia, que nos llega por la redención de Cristo.

El Señor espabila el estupor de Gertrudis, mediante un ejemplo tomado del canto, al través del cuál le expone la verdadera naturaleza de su corazón: “Mi corazón divino, conocedor de la fragilidad e inestabilidad humanas, desea y espera siempre con anhelante deseo, que tú le encomiendes… que supla y realice en tu lugar, lo que tú te sientes incapaz de realizar, ya que él puede realizarlo muy fácilmente con su omnipotente fuerza, lo conoce perfectamente con su inescrutable sabiduría y desea ardientemente realizarlo con el gozo naturalmente inscrito en la ternura de su bondad”.

El corazón de Cristo, que contempla Gertrudis, es su corazón resucitado, glorioso, triunfante de la muerte y de todo sufrimiento y debilidad, no sometido al esfuerzo ni al fracaso, Señor de toda realidad, sobreabundante de todo don de la divinidad. Este pasaje añade, al presupuesto antropológico antes señalado, el presupuesto teologal de la doctrina de la suppletio: no se trata aquí de un Cristo sufriente a quien el ser humano deba satisfacer por los ultrajes y afrentas recibidos, a través de una expiación dolorosa. Hay también una alusión implícita a la Trinidad, en la tríada característica de Gertrudis: omnipotencia, sabiduría y bondad, que aluden al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, respectivamente.

Para este corazón divino, completar la buena obra del hombre, es algo gozoso, fácil, exento de dolor. Notemos también que el mérito de la obra buena, aquello que la hace valiosa, preciosa, no está puesto en el esfuerzo y sacrificio que conlleva, sino en la perfección de su acabamiento, lo cual es “fácil” para Cristo. Aquí se expresa la concepción de la moral propia de la patrística y la escolástica, para las cuales el acto virtuoso, perfecto, no es el que implica esfuerzo, sino -al contrario-, el que se realiza con perfección, deleite y facilidad creciente. Será una concepción moral tardía, influida por el pesimismo antropológico del protestantismo -cuyo brote al interior de la Iglesia católica se de da en el jansenismo-, la que comience a valorar el acto virtuoso, más por el esfuerzo y la mortificación que conlleva, que por su resultado perfecto, que dignifica al ser humano.

Este corazón victorioso, todopoderoso del Señor, tiene, sin embargo, un deseo, y por eso es débil con la debilidad del amor, que espera ser correspondido: su deseo es que el ser humano recurra a él para que supla todas sus deficiencias, y así sus obras aparezcan perfectas ante sus ojos. Hay aquí una concepción de la gracia: todo mérito del ser humano es gracia. Nuestras obras no pueden ganar por si mismas mérito ante Dios, si no es por la disposición de apertura a recibir -de la misma gracia de Dios- el poder de realizar obras buenas. La gracia de Dios precede la obra buena inspirando, acompaña su ejecución, sosteniendo y supliendo, y concede el mérito sobrenatural a quien no se atribuye mérito alguno a sí mismo, sino a solo Dios (cf. RB Pr. 4 y 29-32).

De allí que la concepción de la ascesis de Gertrudis sea eminentemente positiva, cristológica y teocéntrica. Este es uno de los frutos de su formación en la escuela de la liturgia, la cual, en el binomio inseparable Dios-hombre, gracia-esfuerzo humano, centra la atención más sobre Dios y sobre la gracia, que sobre el ser humano y su esfuerzo; y que, para estimular y sostener este esfuerzo humano, hace dirigir la atención, ante todo, a Cristo. Por eso, respecto al ejercicio de las virtudes, en la vida de Gertrudis dominan principalmente las teologales, y en primera línea, del amor de Dios, actuado continuamente como homenaje incesante de alabanza y acción de gracias, incitado por el recuerdo de su grandeza y bondad, experimentadas cada vez más en las gracias recibidas.

Resumiendo, tenemos aquí la doctrina de la suppletio, principalmente como obra de Cristo que, acogiendo nuestra buena voluntad, purifica y perfecciona nuestras obras y remedia nuestra insuficiencia ante el Padre. Al fiel le corresponde acoger esta acción de la gracia por medio de una actitud de humildad y plena confianza. Esta doctrina tiene como presupuesto antropológico, la concepción de que el ser humano esta llamado y capacitado para la comunión con Dios; y como presupuesto teológico, que Cristo resucitado ha vencido el sufrimiento y la muerte, y que su victoria redunda sobre nosotros, reparando nuestra impotencia.

Sin embargo, por optimista que sea Gertrudis respecto al ser humano y al amor de Cristo, tampoco cae en algún tipo de laxismo o de quietismo: el concepto de suppletio se completa con el de enmendatio, que significa etimológicamente corregirse de las faltas. El ser humano debe hacer lo que está de su parte, poniendo su buena voluntad, para corregirse, pero sabiendo que sin la gracia, su fruto es estéril.

La doctrina de la suppletio implica también una profunda solidaridad al interior del cuerpo místico de Cristo, como se ve en tantas otras visiones de Gertrudis. Pero no hay en ella una concepción de sufrimiento vicario, de expiación del pecado de unos por otros. La solidaridad consiste más bien en una forma de intercesión: en aplicar a favor de otros, los méritos infinitos de Cristo, a través de la comunión sacramental, de la oración, de la alabanza. En esta intercesión no vale más la ofrenda del propio sufrimiento que la ofrenda del gozo y la alabanza, sino que tanto una como otra, valen por el amor que las anima. Para Gertrudis el sufrimiento tiene una función de purificación, de santificación, de apertura a la gracia, pero no es una realidad corredentora. Solo Cristo es redentor; no cabe una participación en la redención. La unión con las llagas de Cristo, la recepción de los estigmas, deben interpretarse en el sentido de una compasión, una comunión de amor con Cristo en la cruz; no como una prolongación del sufrimiento redentor. Cuando Gertrudis habla de reparación lo hace para presentar al Padre los sufrimientos de Cristo. Cristo resucitado, vivo, triunfante no puede sufrir. Su corazón está henchido de alegría y júbilo, y sobre todo, rebosa de amor.

El capítulo XXVI continúa la visión anterior. La visión principal se ubica en el centro del capítulo, enmarcada por otras dos experiencias que hacen referencia a la presencia continua de Dios en el alma -la primera- y a la unión del alma con Dios -la tercera-. La idea que se repite en las tres escenas es que las virtudes solo pueden ser un don de Dios. Nos ubicamos ahora en la visión central.

Gertrudis vuelve a asombrarse de la inaudita desproporción del don relatado en el capítulo anterior, y se abaja en el profundo valle de la humildad, despreciándose a sí misma por sus defectos y considerándose indigna de toda gracia. El Señor, que se goza en derramar su gracia a los humildes, corresponde a su actitud de humildad con el desbordamiento de todas las gracias que se pueden desear. Así, a sus defectos y faltas, él corresponde concediéndole sus virtudes divinas, la paz y todo bien deseable.

En la espiritualidad de Gertrudis, la disposición fundamental para colaborar con la gracia, es la humildad. Ella es como el reverso de la suppletio. Se trata ante todo de la humildad ontológica de la criatura frente al creador; y también de la humildad del autoconocimiento. La centralidad de la humildad le viene de la espiritualidad propia de la regla benedictina: “cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo”, dice san Benito (RB 7,8). Solo el corazón vacío de sí mismo es apto para ser llenado por Dios. La humildad benedictina nunca es un ensimismamiento individualista que alimente un obsesivo sentido de culpa o de castigo. Es ante todo una realidad relacional, por la que el ser humano, haciendo pie en su ser creatural y reconociendo su miseria, apela a la misericordia de Dios y se abre a recibirla. El humilde nunca es abandonado; siempre hay una correspondencia de Dios, que llena de sus dones al corazón contrito y humillado. Por eso, el reconocimiento de la propia miseria, lejos de llevar a una actitud de culpa, abre a la confianza teologal. En la relación de humildad con Dios, la miseria no es objeto de castigo, sino de misericordia; la culpa no debe ser expiada sino perdonada.

La imagen que visualiza Gertrudis, continúa la visión anterior: del corazón de Jesús, que está suspendido como una lámpara de aceite sobre el suyo, parece brotar como una cánula que conecta con el corazón de Gertrudis, a través de la cuál, él la nutre de todas las gracias. En el pasaje siguiente, vemos que esa cánula tiene una circulación de ida y vuelta, ya que por ella Gertrudis penetra al interior del corazón divino.

La imagen de los dos corazones unidos por una cánula -frecuente, por otra parte, en las visiones de Gertrudis-, es muy arcaica y, por lo tanto, es de alto impacto; evoca ante todo la comunicación de la vida entre la madre y el niño en el seno materno y transita luego hacia la reciprocidad de la unión conyugal.

El Magisterio de la Iglesia ha señalado que, en las visiones imaginativas, el sujeto es esencialmente copartícipe en la formación como imagen de lo que aparece[8]. La gracia infusa, al impactar en la psique humana, activa imágenes latentes, cargadas de afectividad, que son asumidas por la gracia para transmitir un contenido que no puede ser traducido en conceptos, ni en imágenes.

Esta visión central está enmarcada por otros dos diálogos del Señor con Gertrudis. En el primero, él le promete que le conservará el don de su corazón en el interior del de ella, todo el tiempo que ella quiera. El tema aquí implicado es el de la presencia continua del Señor al alma y de la oración constante, temas típicamente monásticos. Esta presencia continua es fruto del don de temor de Dios, y de su correspondencia por parte del hombre, mediante la atención del corazón. En el texto que comentamos la presencia continua del Señor le trae a Gertrudis el fruto de todas las virtudes.

Dijimos que en este capítulo se insiste por tres veces en la afirmación de que las virtudes son puro don de Dios. Para Gertrudis, el fin de la ascesis y de la vida espiritual, no es la adquisición de las virtudes, sino la unión con Dios. Las virtudes no son, ni siquiera, un medio para llegar a la unión; porque no es llamado a la unión aquél que es virtuoso, sino que todo ser humano es pecador y, al mismo tiempo, llamado por Dios gratuitamente a la más alta divinización. Las virtudes, para Gertrudis, son más bien la consecuencia de la transformación del corazón que se opera por la unión con Dios. El único medio que el ser humano puede poner de sí para la unión, es la apertura de su fe y de su amor al don de Dios, en una actitud de plena confianza.

En la sección final del capítulo XXVI, aparece Gertrudis adornada con todas las virtudes “no suyas, sino del Señor” y es llamada a la unión mística e introducida en la intimidad del Señor. La unión está descripta en términos esponsales (esposa, deseo, unión indisoluble) y por medio de gestos esponsales (entrar, introducir). Hay reminiscencias del Cantar de los Cantares y del texto esponsal de Isaías 62. La unión es deleitable no solo para el ser humano, sino también para Cristo. Se alude aquí a un texto sapiencial muy querido para Gertrudis, y que la tradición patrística ha aplicado al Verbo encarnado: “Mi delicia era estar con los hijos de los hombres” (Pr 8,31). Esta unión sacia el único deseo de corazón de Cristo.

El deleite de la unión esta evocado por medio de verbos que indican la acción de los sentidos espirituales: lo que ella ve, oye, huele, gusta, y toca, no es posible transmitirlo con palabras. Ya en otros pasajes de estos dos capítulos se insinuaba el tema de los sentidos espirituales; por un lado, en las imágenes aplicadas a Cristo: imágenes sonoras (órgano de la divinidad, canto, voz de cítaras) y visuales (lámpara, tesoro). Por otro lado, en ciertas indicaciones perceptivas aplicadas a Gertrudis: el Señor le presenta su corazón como lámpara “a los ojos de su mente”, y ella oye una voz como de cítaras “con los oídos del corazón”. Aunque el tema no llega a ser desarrollado en este texto, es muy característico de la obra de Gertrudis, e implica la idea de que la unión con Dios diviniza al ser humano transformando toda su capacidad de percibir la realidad natural y despertando en él una sensibilidad para percibir la realidad sobrenatural, que, a falta de mejor analogía, se expresa con la noción de sentidos espirituales.

Así, la experiencia que Gertrudis tiene del corazón divino -si bien no está sistematizada en sus escritos, sino simplemente narrada-, muestra acentos, tópicos, presupuestos y proyecciones muy diversos de la devoción al Sagrado Corazón que nos llega a través de Santa Margarita María Alacoque y el movimiento espiritual de siglo XVII francés. La doctrina gertrudiana fundamenta una espiritualidad llena de optimismo y de confianza, en la que el ser humano es puesto en una relación viva con Cristo y llamado a la más alta unión con Dios, ya desde aquí en la tierra y cuyo horizonte escatológico es la gloria en el cielo.

Concluyamos nuestra reflexión con una oración de Gertrudis extractada de los Ejercicios, que resume su doctrina sobre el Corazón de Jesús.

 

Oh Corazón, manantial de dulzura

oh Corazón, desbordante de bondad

oh Corazón sobreabundante de amor

oh Corazón que destila suavidad

oh Corazón lleno de misericordia...

 

Absorbe todo mi corazón en tí...

y que la abundancia de tu amor

supla la pobreza y miseria de mi alma...

Concédeme, oh querido Jesús,

que te ame en todo y por encima de todo,

que con fervor me adhiera tí

y en tí espere y confíe sin límites (Ejercicio VII).

 

Ana Laura Forastieri, ocso

Monasterio de la Madre de Cristo

 


[1] Cf. Lc 12,37.

[2] Ct 5,8.

[3] Cf. Sal 112 [113],5.

[4] Cf. Pr 3,34; St 4,6.

[5] Cf. Ap 14,2.

[6] Cf. Is 62,4-5

[7] Rm 9,5.

[8] Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe: Comentario teológico al Mensaje de Fátima, 26/VI/2000. En Ecclesia n° 3004 (2000) 28-38.