Santa Gertrudis - Basílica Catedral de la Inmaculada Concepción - Manila, Filipinas.
Por Olivier Quenardel, ocso[1]
Todos los que han estudiado la obra de santa Gertrudis están de acuerdo en reconocer en ella una inspiración esencialmente litúrgica. La experiencia teologal que se desarrolla en ella toma su fuente en la celebración del Misterio de la fe. Gertrudis nos hace entrar en una mística del Templo más que en la de la celda, una mística diurna más que nocturna, una mística de la manifestación sacramental más que de la huida hacia el intelecto sin imagen. Si su lenguaje, aquí o allá, pone a cuenta de la corporalidad, la oscuridad de esta vida, más frecuentemente remarca una positividad de los sentidos y de lo sensible, donde el cuerpo tiene derecho de cita. Es en el cuerpo a cuerpo de los signos litúrgicos que su Heraldo expresa el corazón a corazón de aquello que estos significan.
Observando más, se percibe también que, de todas las celebraciones litúrgicas, la que ejerce el mayor atractivo sobre santa Gertrudis es indudablemente la eucaristía. Lejos de encontrar en ella solamente con qué satisfacer su ardiente deseo de ver la hostia, ella espera impacientemente los grandes días en que le son abiertas “las delicias de la mesa real”. Reclama la comunión frecuente, se prepara asiduamente ella, discierne sus efectos incomparables. Con una sensibilidad eclesial muy certera, comprende que su misión alcanza un máximo de eficacia cuando ella participa íntegramente de la Eucaristía “fuente y cima de toda evangelización”[2]. Esto es lo que intentaremos mostrar en las conferencias que siguen.
A- La declinación de la comunión eucarística entre los siglos VI al XIII
Cuando el IV Concilio de Letrán (1215) promulga por primera vez en la Iglesia la ley universal de confesarse una vez al año y de comulgar al menos en la Pascua[3], constata el hecho de la declinación continua de la comunión, que sínodos y concilios registran desde el siglo VI, sin lograr contener. Si se juzga por las biografías que nos quedan, casi no se encuentran en el curso de este largo período, almas eucarísticas que hagan de la Eucaristía el centro de su vida, el punto de convergencia de sus aspiraciones y el principio de su santidad... Un contemporáneo de San Bernardo resume en pocas palabras la situación de hecho: “La comunión cotidiana es un privilegio de los sacerdotes; los demás no son admitidos a comulgar de sus manos más que en ciertas fiestas” (c. 1250). ¿Qué decir? A parte de los monasterios, donde la comunión tiene una cierta frecuencia, los fieles han perdido prácticamente el hábito de comulgar más de tres veces por año, en Navidad, Pascua y Pentecostés, como prescribe el concilio de Agde (506) para quien quiere “ser visto como cristiano”. “Pero por más restringida que sea la medida (de Adge) va más allá todavía de la buena voluntad del pueblo cristiano. La comunión anual, de hecho, substituye las tres comuniones prescriptas” (c. 1253).
Este estado de hecho no estaba exento de causas. Ya los Padres de la Iglesia habían reaccionado contra un cierto “decaimiento del espíritu cristiano, debido sobre todo a la afluencia masiva de los paganos a la Iglesia después de la conversión del emperador Constantino”. El nivel moral baja visiblemente y la mediocridad tiende a substituir el fervor mantenido por las persecuciones” (c. 1243-1244). A partir del siglo VI es la vida misma de la Iglesia la que está amenazada, tanto en el exterior como en el interior, en razón de las dificultades políticas y económicas crecientes (c. 1254). A excepción del reinado de Carlomagno (Rey de los Francos: 768-814; emperador de Occidente: 800-814), donde imperan por un tiempo el orden y la paz, el mundo occidental cristiano es sacudido de múltiples maneras: en primer lugar por las invasiones (bárbaros “arrianos” en África y en España, lombardos en Italia), después por las exigencias de los emperadores de Bizancio, adheridos al monofisismo, que “turban frecuentemente de una manera trágica las elecciones pontificias y desorganizan la vida religiosa” (c. 1255). A esto se suma “el antiguo paganismo germánico, inclinado a la crueldad y al libertinaje, (…) las invasiones normandas y húngaras, (…) el desmembramiento feudal con todas su rivalidades, sus odios y sus lutos, (...) la simonía y la lujuria depravada del clero mismo (c. 1255).
Frente a estos “pueblos rudos y toscos”, la Iglesia no podía exhortar a la comunión sin exigir el respeto que conviene, lo que hizo, no sin preguntarse “con inquietud cómo escapar al doble peligro, tanto de privar a los fieles de la vida, teniéndoles alejados de la hostia, como de comer su propia condenación volviendo el acceso a la santa mesa demasiado fácil” (c. 1255). La desgracia fue que las exigencias impuestas fueron tan costosas que no podían más que contribuir a alejar al pueblo cristiano en su conjunto del acceso frecuente a la comunión sacramental. Además de las medidas rigurosas que prescribían la continencia, se llegó, en efecto a exigir disposiciones interiores tales como “la pureza del alma, la práctica de las virtudes cristianas, la limosna y la oración”. Se tendió también “hacia la exención de los pecados veniales deliberados que Durand de Tronard (+ 1089) reclamó explícitamente”. En la misma época, Raoul Ardent (+ 1101) “es más riguroso aún. Para acercarse dignamente a la Eucaristía, era necesario que el alma, liberada de todo pecado venial, se abstuviera aún del deber conyugal, de todo asunto de negocios, del reclamo de las deudas, y se entregara a las cosas más perfectas y más altas” (c. 1257).
Una última razón, y no de las menores, viene de la orientación cada vez más marcada hacia “una espiritualidad nueva” que Joseph Duhr estigmatizó así:
“Poniendo el acento demasiado unilateralmente sobre la idea de alimento, o insistiendo demasiado exclusivamente sobre la presencia real, la edad media se ve arrastrada poco a poco hacia una concepción anti-litúrgica que separaba la celebración eucarística de la comunión. Y es esta mentalidad, participada por los sacerdotes y ciertos miembros de la jerarquía que explica -pensamos- mucho mejor aún que la escasez o mala voluntad del clero, por qué en la edad media se comulgaba tan poco” (c. 1259).
B- El Heraldo anima a la comunión frecuente
Sobre la base del recorrido histórico que acabamos de hacer y teniendo en cuenta el vínculo de santa Gertrudis con el gran movimiento de fervor eucarístico que ve la luz a comienzos del siglo XIII, trataremos de despejar la posición del Heraldo relativa a la comunión frecuente.
En un primer momento importa señalar que el monasterio de Helfta, en la época de santa Gertrudis (1256-1301/2?) parece aún alejado de lo que se ha llamado la “devoción presencial” a la eucaristía (c. 1259). La fiesta de Dios no se celebra, ni se encuentra en el Heraldo huella alguna de exposición prologada del Santísimo Sacramento. El legajo eucarístico de la obra[4] manifiesta, por el contrario, que la veneración de la presencia real no está separada de la celebración de la Misa. Este atestigua sobre todo que para Gertrudis, la celebración eucarística encuentra su pleno sentido en la comunión sacramental. La Iglesia-esposa, que Gertrudis tiene conciencia de representar (cfr. el in persona eccelsiae de L 4,16,6,1) se nutre, ciertamente, de la Palabra de su Esposo, se regocija con la visión de la hostia y del cáliz, pero su hambre y su sed no se sacian realmente más que con la comunión con el “sacramento vivificante del Cuerpo y de la Sangre” de Jesucristo:
“Oh dulzura de mi alma (escribe santa Gertrudis un día en que la enfermedad disminuía sus disposiciones de piedad) ¡ay!, yo sé muy bien que soy indina de recibir tu Cuerpo y tu sangre santísimos y si pudiera encontrar, fuera de ti, en alguna creatura una dulzura que me aliviara, yo me abstendría hoy de la santa comunión. Pero del oriente a occidente, del sur al septentrión, no descubro absolutamente nada fuera de ti en que yo me pueda complacer y encontrar algún alivio para mi cuerpo y mi alma. Es por esto que, ardiente y anhelante, con la prontitud de un deseo inalterado, vengo a ti, fuente de agua viva” (L 3 50,1,4-13).
Sin duda, un deseo tan vivo de unión con su Bien amado en el sacramento no es indiferente para el modo en que Gertrudis concibe la preparación a la comunión. Trataremos de esto más adelante. Por el momento, apliquémonos a discernir la frecuencia de la comunión eucarística que conoce Gertrudis, los motivos que ella indica para exhortar a la comunión frecuente y las causas de la abstención que reconoce válidas.
1- Frecuencia
Cuando Joseph Duhr escribe que Santa Matilde[5] y santa Gertrudis “no dudan en hacerse apóstoles de la comunión frecuente” (c. 1262) señala dos frecuencias que ritman su acceso a la comunión sacramental: la periodicidad dominical y la periodicidad festiva. Es efectivamente esto lo que surge de la lectura del Heraldo. La recopilación de textos y la comparación de capítulos permiten pensar que Gertrudis comulga alrededor de todos los domingos y todos los días de fiesta. Para la época, es la prueba de un acceso a la comunión sacramental fuera de lo común, ya que se sabe por ejemplo que la regla de santa Clara, confirmada por Inocencio IV (1253) no prevé más que siete comuniones por año (en Navidad, Jueves Santo, Pascua, Pentecostés, Ascensión, Todos los Santos y la fiesta de San Francisco); la Tercera Orden Franciscana aprobada por Nicolás IV (1289), más que tres o cuatro comuniones anuales; que, al igual que los camaldulenses, los hermanos conversos recibían la hostia solamente cuatro veces por año y los clérigos una vez por mes (c. 1263); que san Luis (+ 1270) no se acercaban más de seis veces por año a la mesa eucarística y santa Isabel de Portugal (+ 1330) más que tres veces por año.
No es imposible que la frecuencia en favor de Helfta provenga de los lazos mantenidos con ciertos medios cistercienses. Se sabe por ejemplo que santa Ludgarda de Hamberes en Brabante (+ 1246) comulgaba también todos los domingos y todas las fiestas; que la bienaventurada Ida de Lovaina (1300)[6] recibió en Roma la autorización de comulgar todos los días, y que la reclusa Alpais de Cudo (+ 1211) dirigida por los cistercienses, comulgaba todos los domingos (c. 1262). Se constata también que los Ecclesiastica Officia de los cistercienses del siglo XII, datados alrededor de 1185, en el capítulo que trata el rito de la Paz durante la celebración eucarística, prevén para los hermanos una frecuencia de la comunión semejante a la que se practicaba en Helfta.
Si los lazos de la comunidad con los medios cistercienses siguen siendo hipotéticos, los que ella mantiene con los medios dominicos y franciscanos, no lo son. Esto se sabe en particular gracias a la magistral “aprobación de los doctores” que ha sido puesta a la cabeza del Heraldo (SC 139, pp. 104-107). Por este motivo sería útil poder comparar la manera en que Gertrudis se expresa sobre el acceso a la comunión sacramental con las indicaciones dadas por san Buenaventura y santo Tomás de Aquino sobre el mismo tema. Esta reflexión que toca más de cerca a las modalidades de la preparación a la comunión, la trataremos en una próxima conferencia.
2- Motivos de estímulo
Cuatro capítulos del Heraldo permiten despejar las razones insinuadas por Gertrudis a favor de la comunión frecuente. Los examinaremos según el orden de lectura cursiva:
a) L 3,18,8,16-17:
Gertrudis pregunta si el hombre que recae en el pecado pierde el santo resplandor del perdón divino, como cuando se deja la luz del sol para volver a la sombra. El Señor le responde:
“No, porque, si bien quien peca oscurece él mismo un poco el resplandor del perdón divino, sin embargo mi bondad (pietas tamen mea) siempre le conserva para la vida eterna un rastro de bien, que aumenta sucesivamente (toties) en él, cada vez que (quoties) él tiene cuidado de asistir con devoción a los santos misterios”.
No se trata aquí de una declaración formal sobre el beneficio de la comunión frecuente, sino sobre el beneficio de la asistencia como tal, a los santos misterios. Lo hemos tenido en cuenta por dos razones que reencontraremos en los capítulos siguientes: 1) una razón de estilo: el equilibrio de la fórmula declarativa toties...quoties; 2) una razón de contenido: el lazo establecido entre la frecuencia y la escatología.
b) L 3,36:
Este capítulo es demasiado importante como para omitir citarlo integralmente:
«Otra vez, antes de comulgar, ella dijo al Señor: “Oh Señor, ¿qué me vas a dar?”. El Señor le respondió: “Plenamente a mí mismo, con toda la fuerza de mi divinidad, como el día en que me engendró la Virgen, mi Madre”. Entonces ella dijo: “¿Qué recibiré entonces de más, sobre aquellas que ayer han comulgado conmigo y hoy se abstienen, si tú te donas cada vez todo entero?”. A lo que el Señor respondió: “Si aquel que ha sido cónsul dos veces precede en honor a aquellos que no lo han sido más que una vez, ¿qué aumento de gloria no ennoblecerá en la vida eterna a aquel que en la tierra me hubiera recibido frecuentemente (saepius)?”. Ella gimió entonces diciendo: “¡Oh! ¡Con qué resplandor de gloria me superarán entonces los sacerdotes, que por su función comulgan todos los días!”. Y el Señor le dijo: “Sí, grande sería el resplandor de la gloria de aquellos que lo hacen dignamente; pero el sentimiento de la alegría interior es más importante que la gloria exterior. Por esta razón, es una la recompensa de aquel que comulga por deseo y amor, otra la de aquel que lo hace por castigo y sumisión, y otra todavía, la del que pone cuidado en prepararse a la comunión. Pero el sacerdote que no celebra los misterios más que por rutina (ex usus) no puede esperar algunas de estas recompensas”».
De este capítulo muy denso no retendremos aquí más que a lo que concierne directamente a nuestro tema. Evidentemente la frecuencia (saepius) se pone en relación con la vida eterna (aeterna vita). Dicho de otro modo, el efecto de la comunión frecuente se verificará en la escatología, en la forma de un aumento de gloria dado a “aquellos que sobre la tierra me hubieran recibido frecuentemente”. Una vez sentado este principio, la parte final de la respuesta del Señor aporta todos los matices necesarios para evitar hacer una interpretación calculadora, estrecha y dura.
c) L 3, 53,2:
El diálogo que se instaura entre Cristo y Gertrudis es del mismo orden que el de L 3,36; solo que aquí el punto de partida de la pregunta de Gertrudis no se pone sobre el valor del don reiterado de la común sacramental sino sobre el valor del don reiterado que Jesús se hace de su corazón:
“Ya que ¡tantas veces y de tantas maneras, oh mi muy dulce Amante, tú me has dado tu corazón deificado!, yo quisiera saber qué fruto debe venirme hoy, de este nuevo don que tú me haces con tanta liberalidad”.
En una primera lectura, la respuesta del Señor es extraña, ya que da la impresión de desviarse de la pregunta puesta y deslizar el registro del corazón al de la comunión sacramental:
“¿No es de fe católica, que aquel que comulga una vez (semel), me recibe a mí mismo para su salvación, con todos los bienes contenidos en el doble tesoro de mi divinidad y de mi humanidad? Y sin embargo, cuanto más frecuentemente (quanto saepius) el hombre comulga, más aumenta (tanto magis cumulus) y se multiplica la medida de su santidad”.
Se observa el mismo equilibrio de estilo que en L 3,18,8,16-17: quanto saepius... tanto magis cumulus. En cuanto al motivo de estímulo, consiste en el cumulus beatitudinis. Pero ¿cómo saber si este aumento de santidad debe entenderse del futuro escatológico, como el “aumento de gloria” de la secuencia precedente, o del presente ya dado de la realized eschatology[7] (escatología realizada)? En relación con este propósito de L 3 18,8,16-17, estamos inclinados a llevar la consecuencia futura de saepius, más sobre el cumulus, que sobre la beatitudo; entendiendo esta de la salvación recibida en la fe, con cada comunión, como el doble tesoro de la divinidad y de la humanidad de Cristo.
Resta la explicación del deslizamiento operado por el Señor en su respuesta. Se debe comprender como una analogía de relación: del mismo modo que aquellos que comulgan frecuentemente reciben un aumento de santidad, así también el don reiterado que Jesús hace de su corazón a Gertrudis, le valdrá un cumulus beatitudinis.
d) L 5,28,2:
Gertrudis expresa al Señor su prisa por ser conducida “de la cárcel del exilio hacia el reposo feliz”. Para justificar la dilación impuesta, el Señor le responde:
“(...) Yo me doy cada vez a ti en el sacramento del altar, lo que no podrá tener lugar después de esta vida. Y yo encuentro en este don infinitamente más delicias que toda la dulzura que puede experimentar quien haya puesto su gloria en los abrazos y los besos carnales. Porque el placer de los abrazos y besos carnales pasa con el tiempo, pero la dulzura de esta unión (suavitas unionis) por la cual yo me doy a ti en el sacramento, no conocerá jamás ni desfallecimiento, ni enfriamiento; al contrario: cuanto más frecuentemente es renovada, se vuelve más intensa y eficaz (quanto saepius renovatur tanto efficacius viget)”.
Aquí también se encuentra el equilibrio de la fórmula declarativa: quanto saepius renovatur, tanto efficacius viget. Pero, a diferencia de las secuencias precedentes, que trasladan el beneficio de la frecuencia a la escatología, este texto lo presenta como una suavitas unionis de Cristo con Gertrudis en esta misma vida misma.
En resumen, se puede decir que el examen de estos cuatro capítulos permite extraer del Heraldo dos motivos de estímulo para la comunión sacramental: el primero viene lo que hemos podido llamar su “efecto salvífico y escatológico”, expresión que tomamos del Padre Gy[8], entendiendo el semel de toda comunión sacramental en el saepius de la frecuencia. El segundo surge del coeficiente de crecimiento, que afecta a la gloria en la escatología (secuencia b), a la suavitas unionis en la vida presente (secuencia d), y a la beatitudo en la realized eschatology de la vida presente (secuencias a y c).
3- Causas de abstención
El celo que pone en juego santa Gertrudis para animarse ella y animar a otros a la comunión, y a la comunión frecuente, nos mueve ante todo a tratar de conocer las causas que le parecen justificar la abstención. Cinco textos del Heraldo permiten hacerse una idea. Los examinaremos en el orden de una lectura cursiva.
a) L 2,18,1:
“Un cierto día de fiesta” Gertrudis se declara “impedida (de comulgar) por indisposición de salud, o más bien yo creo, descartada por Dios a causa de mi indignidad…” Recojamos los dos motivos, junto con la duda de Gertrudis para invocar solamente su indignidad. En seguida comprenderemos mejor la razón.
b) L 3,10:
“En la fiesta de San Matías, encontrándose impedida por diferentes razones, estaba resuelta a no comulgar”… Aquí los datos son casi inexistentes. El interés de la secuencia viene el hecho de que el Señor conduce a Gertrudis de cambiar de parecer: ella no obtendrá los grandes bienes que desea -“a saber: gozarás plenamente de mi íntima dulzura, y, como derretida por el ardor de mi divinidad, desaparecerás en mí, como el oro se une a la plata; y esto será como un preciosísimo electrum[9] que podrás ofrecer dignamente al Padre en eterna alabanza, y por el cual todos los santos recibirán además, su plena recompensa” (L 3, 10,2,7-11)-, más que recibiendo el “sacramento saludable de (su) Cuerpo y de (su) Sangre”; cosa que ella hace, dejando al “divino Amigo de los hombres” colocarla entre aquellos que se sacian de toda la suavidad de las delicias de (su) mesa real”.
El final de la secuencia no carece de interés. Allí se explica en parte, la duda de Gertrudis sobre la causa de indignidad en el pasaje precedente:
“Viendo ese mismo día, que otra monja se estaba absteniendo sin motivo razonable de la santa comunión, ella preguntó al Señor: ‘¿Por qué, Señor infinitamente misericordioso, permitiste que ella sucumbiera de esa manera?” El Señor le respondió: ‘¿Soy yo, acaso, responsable de que ella cubra sus ojos tan escrupulosamente con el velo de su indignidad, que le haya sido imposible ver la ternura de mi amor paternal (pietatem paterni affectus)?” (L 3, 10,2,20-26).
c) L 3,38:
Cabe señalar aquí que la redactora, antes de describir la interacción, deja constancia de la “piedad” (devotio) de Gertrudis, que “la llevaba a desear recibir frecuentemente el cuerpo de Cristo”. Esta vez ella “se estaba preparando con mayor fervor (devotius) durante varios días, para comulgar...”. Pero experimenta en la noche del domingo tal debilitamiento físico que le parece imposible comulgar. Entonces “ella se dirige según su costumbre (more sibi solito) al Señor para preguntarle lo que él prefería que hiciera (quid sibi magis complaceret faciendum)”. A la inversa del pasaje precedente, el Señor le pide que se abstenga de comulgar, alegando dos razones: una razón general (propter discretionem = por discreción, L 3,38,1,10) y una razón personal (= se declara “plenamente saciado” por toda la dedicación que Gertrudis aplicó para prepararse a comulgar). “El esposo saciado de manjares diversos, se complace mas en descansar con su esposa en la intimidad, que en permanecer con ella a la mesa” (L 3,38,1,7-9).
Conformándose a complacer a su esposo, Gertrudis se prepara a comulgar espiritualmente (ad spiritualem communionem, L 3,38,2,1-2) exponiéndose al “triple efecto que, al estilo del sol, produce en el alma la mirada de Dios”. Así, mientras ella tomaba parte en las dos misas donde la comunidad comulgaba... el Señor Jesús, por cada hostia que se distribuía, parecía concederle una bendición de gran poder. Sorprendida, ella le dijo: “Señor, ¿quien saca más provecho: aquellas que acaban de recibirte sacramentalmente (sacramentaliter, L 3,38,3,8), o yo, con tantas bendiciones divinas que con que me has prevenido gratuitamente?”. Como otras veces en el Heraldo, el Señor usa un lenguaje imaginativo para dar su respuesta: “¿A quien se debe tener por más rico: a aquél que esté adornado de piedras preciosas y joyas, o al que posee un tesoro del oro muy fino guardado en lo secreto?” Gertrudis comprende así que:
“... Si bien aquel que comulga sacramentalmente (sacramentaliter) recibe, sin ninguna duda, los abundantes y saludables efectos, tanto en el cuerpo como en el alma, que enseña la Iglesia, sin embargo, aquel que, con el único propósito de glorificar a Dios (pure ad laudem Dei), al mismo tiempo que por obediencia y discreción (et virtute obedientiae simul et discretionis) se abstiene de recibir sacramentalmente el Cuerpo de Cristo, pero inflamado de deseo y de amor de Dios comulga espiritualmente (desiderio ac amore Dei inflammatus spiritualiter communicans) merece recibir de la bondad divina una bendición semejante a la que ella acababa de recibir, y recoger ante Dios un fruto mucho más eficaz, aunque este fruto permanece escondido al conocimiento humano” (L 3,38,3,14-23).
Aquí es muy claro en enunciado de las causa de abstención. Son tres: la obediencia (ex virtute obedientiae) y la discreción (discretionis) ya invocadas al comienzo de la interacción, a las cuales se agrega “el único propósito de glorificar a Dios” (pure ad laudem Dei). Pero por válidas que sean las causas de abstención, nadie puede pretender el “tesoro de oro fino guardado en el secreto” de la comunión espiritual, si le falta la llama del deseo y del amor de Dios (desiderio ac amore Dei inflammatus).
d) L 3,77:
Más que comentar este texto, transcribiremos largos extractos:
«Una persona, animada por un celo de justicia, se levantaba a veces contra otra personas que ella consideraba para sus adentros, insuficientemente preparadas y piadosas, y que sin embargo veía aproximarse frecuentemente a la comunión. Y habiéndolas contradicho abiertamente muchas veces, sus palabras las habían vuelto ciertamente más temerosas de comulgar.
Gertrudis orando al Señor por ella, le preguntó qué pensaba él mismo de aquella actitud, y el Señor le respondió: “Yo pongo mis delicias en estar con los hijos de los hombres y les he dejado este Sacramento con un gran sentimiento de amor, para hacer y repetir cuidadosamente, memoria de mí; estando, por otra parte, obligado en razón de él, a permanecer con los fieles hasta el fin del mundo; por ello, quienquiera que por sus palabras y sus sugerencias aleje del sacramento a alguien que no está en estado de pecado mortal, den cierto modo impide o difiere mis propias delicias, que yo habría podido tener. Es semejante a un maestro severo, que, aísla duramente al hijo del rey y lo priva de la compañía y el juego con los camaradas de su edad, menos nobles y menos ricos, en medio de los cuales el hijo del rey disfrutaría mucho, bajo pretexto de que, a su juicio, sería más conveniente que el príncipe recibiera los honores reales antes que ir a jugar a la plaza pública con flechas y otras diversiones parecidas”» (L 3,77,1,1-22).
Se está lejos aquí de las exigencias de Duran de Troarn, de Raoul Ardent y de muchos otros, animados de un “celo de justicia” (exigente zelo justitiae, L 3,77,1,1,) indiscreto. Solo se mantiene una causa de abstención: el caso del pecado mortal.
e) L 4,13:
Bajo muchos aspectos esta secuencia es comparable con la de L 3,38. Las circunstancias son prácticamente idénticas: Gertrudis se está esforzando por prepararse lo mejor posible a la comunión sacramental, pero es extremadamente débil. Aparecen de nuevo los tres motivos de abstención legítima: 1) la obediencia (aquí a la Madre espiritual = ad complacitum matris spiritualis, L 4,13,1,4; reiterada en L 4,13,4,23, bajo la forma de humilitatis aut obedientiae); 2) la discreción (propter bonum discretionis, L 4,13,1,5; reiterada en L 4,13,4,4, y L 4,13,4,22-23 bajo la forma de causa discretionis); y 3) el puro deseo de glorificar a Dios (laudem aeternam en L 4,13,1,6; pure propter me, en L 4,13,1,11). Reunidas estas condiciones, el relato nos dice que el Señor, “durante la misa, mientras la comunidad comulgaba... hizo reposar (a Gertrudis) con una maravillosa ternura sobre la llaga de amor de su santísimo costado” (L 4,13,4,1-3). Saciando su sed “en el torrente de los deleites divinos” ella gustó tales delicias, que preguntó: “Oh Señor, ¿si vienen tantos bienes a quien se abstiene de la comunión, no sería preferible dejarla pasar, que recibirla (L 4,13,5,1-3)? El nequaquam de la respuesta no se hace esperar:
“De ningún modo (nequaquam), respondió el Señor, aquel que recibe los divinos sacramentos con el deseo de glorificarme, posee, realmente, en efecto, el alimento muy saludable de mi cuerpo deificado, con el néctar embriagante de mi divinidad llena de delicias; y además, está embellecido con el resplandor incomparable de las virtudes divinas” (L 4,13,5,4-8).
El examen de estos cinco textos ¿permite extraer una línea de conducta, que Gertrudis observa en materia de abstención? El caso más claro es el del pecado mortal, donde ella adopta la posición comúnmente recibida, es decir la abstención de la comunión sacramental (L 3,77,1,14); L 3,18,24,18). Por lo demás, Gertrudis parece querer distanciarse de las visiones de su época, evitando por sobre toda medida el motivo de indignidad y acentuando el motivo de “discreción” con sus dos corolarios: la obediencia y el puro deseo de dar gloria a Dios. ¿En qué medida esta acentuación le es propia? Nuestra investigación no nos permite más que dar cuenta de una impresión que exigiría ser verificada: los teólogos y espirituales del sigo XIII parecen insistir, mucho más que lo que lo hace ella misma, sobre la necesidad de “examinarse a sí mismo” (1Co 11,27-29); esta es ciertamente una forma de “discreción”, pero, sin duda, más marcada por un cara a cara consigo mismo, que con un cara a cara con otro distinto de sí, al cual se obedece en el deseo de glorificar a Dios. Es verdad que Gertrudis pertenece a la antigua tradición monástica, donde siempre se ha valorado el trabajo de discretio (en el sentido de “desenredar” los sentimientos del corazón con un “anciano”, para “discernir” con él, lo que agrada a Dios)[10]. Volveremos a encontrar esta diferencia de acento, y por esto mismo, ella puede ser una originalidad de la santa y de los medios marcados por el movimiento de fervor eucarístico, al tratar sobre la preparación a al comunión sacramental.
Notemos finalmente que ninguno de los cinco capítulos que hemos presentado menciona el “baño de la confesión” (L 3,14,1,22). Es un indicio suficiente para comprender que la legitimidad de la abstención, desborda largamente, en el pensamiento de Gertrudis, la única posibilidad de haber o no podido confesarse antes de la misa[11]. En fin, sea lo que sea de las delicias que puede aportar la comunión spiritualiter, el nequaquam de L 4,13,5,4, es un golpe de gracia sin apelación a todo alejamiento “indiscreto” de la comunión sacramentaliter (L 3,38,3,14) o corporaliter (L 4,13,4,4,)[12].
[1] Con esta entrega retomamos la publicación de la bibliografía de base de las Jornadas de estudio sobre santa Gertrudis, dictadas por el autor en la Abadía de Citeaux en febrero de 2014 (ver: http://surco.org/content/jornadas-estudio-sobre-santa-gertrudis-abadia-cister-francia). Este artículo fue traducido de: Olivier Quenardel, “La comumunion eucharistique dans ‘Le Héraut de L’Amour Divin’ de sainte Gertrude d’Helfta”, Abbaye de Bellefontaine, Brepols, 1997, 3° parte, capítulo II, pp. 95-105. El autor se inspira en Joseph Duhr, “Comunión fréquente”, Diccionaire de Spiritulité II, 1953, c.1234-1290. Tradujo la hna. Ana Laura Forastieri, ocso, del Monasterio de la Madre de Cristo, Hinojo, Argentina.
[2] Cfr. Oliver Quenardel, ob. cit., 3° parte, capítulo I: “Région privilégiée el figuration par-dessus tout désirée”, pp. 89-94.
[3] “Todo fiel de uno y de otro sexo, llegado a la edad de la discreción, debe el mismo confesar lealmente todos sus pecados al menos una vez al año por su propia iniciativa, cumplir con cuidado en la medida de sus medios la penitencia que se le imponga y recibir con respeto al menos en la Pascual sacramento de la Eucaristía” (decreto Ommnis utriusque del IV concilio de Letrán. Traducción francesa en G. Dumeige, La foi catholique, Paris, 1969, 429.)
[4] Cf. Olivier Quenardel, op. cit., pp.171-203.
[5] Santa Matilde de Hackeborn (1241-1299), hermana de la abadesa Gertrudis de Hackeborn, era cantora en el monasterio y encargada de las pupilas. A sus cuidados fue confiada la educación de Gertrudis; las unió una profunda amistad. Gertrudis recogió las “revelaciones” con que había sido favorecida también Matilde, y con algunas otras confidentes las reunió en el “Libro de la gracia especial” (Liber specialis gratiae) publicado en español como: Matilde de Hackeborn, Libro de la gracia especial. La morada del corazón, Burgos, Monte Carmelo, 2007.
[6] Ida de Lovaina pertenece, como las dos otras cisterciense del mismo nombre, Ida de Nivelles e Ida de Leeuw, al movimiento de fervor eucarístico del silgo XIII. Cfr. Edmonds Mickkers, “Ida”, en Diccionaire de Spiritualité VIII B, cols. 1239-1242.
[7] N. de T.: La frase figura en inglés en el texto original francés
[8] Pierre-Marie Gy, La liturgie dans l’histoire, Paris, Cerf, 1990, pp. 202-204. El autor muestra, en particular, que las postcomuniones de la liturgia romana tenían por objeto “el fruto saludable y escatológico” de la Eucaristía, más bien que su “fruto eclesial”, en sentido agustiniano.
[9] Metal precioso formado por cuatro partes de oro y una de plata.
[10] He aquí como la redactora del Libro I testimonia la discretio de Gertrudis: “La virtud de la discretio brilló en ella de manera poco común, lo que se manifestaba con evidencia en el hecho que, aunque su superioridad eminente en el conocimiento, tanto del sentido como de las palabras de las Escrituras, le permitía de hacer frente, el mismo tiempo, a las cuestiones más diversas de los que venían a consultarla, y responderles tan a propósito, que sus oyentes se maravillaban mucho, sin embargo, en cuanto a ella, sometía con entera discreción (tam humili discretione) todos sus problemas al juicio de personas que estaban lejos de su capacidad, y tenía en tanta consideración este juicio, que era raro que, apoyándose en su propio sentimiento, siguiera con preferencia la opinión de otro” (L 1,11,12.).
[11] Nos confirmamos en esta interpretación por lo que surge de L 4,7,4,1-4: “el día siguiente, como ella oraba por aquellas personas que, sin perjuicio de la ausencia de confesor, habían recibido, sin embargo, la comunión por su consejo...”. Se tiene aquí también una nueva prueba del lugar que se daba a la discretio como relación de consejo, en el medio monástico de Helfta.
[12] En el caso del Heraldo, parece que la discretio debe jugar sobre todo en caso de abstención. Se tiene la tentación de decir que la comunión sacramentaliter, en los días previstos (domingos y fiestas), nunca es “indiscreta”. Lo que corre el riesgo de ser indiscreta es la abstención. De donde se sigue, la necesidad de poner en práctica la causa discretionis en la relación de obediencia. Allí se examinará, entonces, si la abstención y la opción por la sola comunión espiritualiter, contribuyen más o no, al puro deseo de glorificar a Dios.