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Gregorio Magno, Diálogos, Libro II, Capítulo 17

1. GREGORIO: Cierto hombre noble, llamado Teoprobo, que había sido convertido por las exhortaciones del Padre Benito, gozaba por su vida virtuosa de plena confianza y familiaridad con él. Un día que entró en la celda de Benito, lo encontró llorando amargamente. Esperó un largo rato y al ver que sus lágrimas no cesaban y que el hombre de Dios no lloraba como habitualmente lo hacía al rezar, sino con aflicción, le preguntó cuál era el motivo de dolor tan grande. El hombre de Dios le contestó en seguida: “Todo este monasterio que he construido y todo lo que he preparado para los hermanos, va a ser entregado a los bárbaros por disposición de Dios omnipotente. Apenas si he podido conseguir que se me conservaran las vidas de los monjes de este lugar”.

2. Esta profecía que entonces oyó Teoprobo, nosotros la vemos cumplida, por cuanto sabemos que su monasterio ha sido destruido hace poco por los Longobardos.

En efecto, no hace mucho tiempo, durante la noche, mientras los hermanos descansaban, los Longobardos entraron allí y saquearon todo, pero no pudieron apresar ni a un solo hombre. Así Dios omnipotente cumplió lo que había prometido a su fiel servidor Benito: aunque entregara los bienes materiales a los bárbaros, salvaría las vidas de los monjes. En esto veo que Benito tuvo la misma suerte que Pablo, cuya nave perdió todos sus bienes, pero él recibió como consuelo la vida de cuantos lo acompañaban (cf. Hch 27,22 ss.)[1].

 

Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb

«Tomada en sí misma esta profecía de la destrucción de Montecasino es uno de los episodios más emocionantes del Libro. El temor de Benito es profundo: lágrimas amargas que no cesan, lágrimas que brotan no de la oración sino de la pena, duelo cuya violencia sorprende a Teoprobo. ¿Por qué? ¿No le basta a Benito haber obtenido la vida de sus monjes? Es de la simple ruina material de su obra que se aflige. En esto se muestra menos filósofo que sus hermanos, el día en que se derrumbó el muro y aplastó a un joven monje “profundamente afligidos, no por la pared destruida, sino por el hermano triturado” (Diálogos II,11,1).

Este miedo descontrolado sorprende tanto más cuanto que Gregorio ha mostrado, a lo largo del ciclo de Subiaco, los triunfos de Benito sobre las pasiones. Vanagloria, lujuria, cólera: parece haber adquirido el domino completo sobre estos movimientos. El apetito irascible, en particular, del que brota la tristeza, había sido dominado por él en dos ocasiones. De esas victorias, que parecen haberlo conducido a una perfecta “impasibilidad”, su biógrafo, en la segunda parte de la Vida, parece ya no acordarse. Además de esta ola de tristeza, la cólera invadirá a Benito varias veces en el ciclo casinense[2].

No importa. Así amamos más a este hombre semejante a nosotros. Nos conmueve su apego, tan humano, a la obra que había realizado. Montecasino, por el que tanto había tenido que padecer, le era más querido que la Regla de los monjes, trabajo modesto del que no estaba tan seguro ni orgulloso. Y sin embargo nada quedará de Montecasino, ni siquiera una comunidad que se vuelva a formar en otro lugar y cultive el recuerdo de su fundador. Solo la Regla subsistirá, junto con la biografía gregoriana que la hará conocer. La irradiación póstuma de Benito será un fenómeno esencialmente literario, sin la continuidad viviente de una posteridad de discípulos, que custodie sus tradiciones y su doctrina[3].

Esas lágrimas amargas son lo que diferencia a Benito de san Pablo, de quien Gregorio hace aquí su modelo. En el naufragio de Malta (Hch 27,22-24), el Apóstol no lloró, y con motivo: la nave no le pertenecía, él no perdió nada en el desastre. Otros hombres de Dios lloraron sobre ruinas actuales o futuras, como Jeremías y Jesús por Jerusalén, pero estos precedentes no son para nada semejantes al caso de Benito, ni están presentes, según parece, ante el espíritu de Gregorio. Poco “edificantes”, lo hemos visto, estás lágrimas tampoco son bíblicas. ¿Serán por tanto simplemente verdaderas?

El testigo de la escena, Teoprobo, es un habitante de Cassinum, como lo indicará más adelante Gregorio[4]. La profecía sobre la lejana Roma había sido provocada por el obispo de la lejana Canosa. La profecía sobre Montecasino tuvo por confidente a un habitante de la ciudad vecina. El hecho, sin duda, no es fortuito. La población de los alrededores necesitaba ser defendida, antes o después del desastre, contra el escándalo que arriesgaba provocar el hecho. Trofeo de la victoria de Cristo sobre el paganismo, el monasterio fundado por Benito se derrumbaba, como golpeado por la venganza de los dioses. Cuando Gregorio habla a este respecto como una “disposición de Dios omnipotente”, dice lo que los cristianos suelen afirmar cuando no saben qué decir. Tocado en su prestigio de hombre de Dios por ese desastre, Benito se eleva prediciendo el evento. Esta predicción significa que el acontecimiento perturbador entra a pesar de todo en el plan del Señor y que el santo sigue siendo su amigo»[5].

 


[1] Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2010.

[2] Dial. II,25,1; 28,2. Cf. 19,2; 20,2.

[3] La comunidad de Subiaco tal vez pudo subsistir, pero desaparecerá, después de Honorato, en una oscuridad completa que abarcará varias generaciones.

[4] Dial. II,35,4.

[5] Traducción de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 116-124 (Vie monastique, 14).