Inicio » Content » SOLEMNIDAD DE NUESTRO PADRE SAN BENITO

Capítulo septuagésimo tercero: En esta Regla no está contenida toda la práctica de la justicia

Hemos escrito esta Regla para que, observándola en los monasterios, manifestemos tener alguna honestidad de costumbres y un principio de vida monástica. Pero para el que corre hacia la perfección de la vida monástica, están las enseñanzas de los santos Padres, cuya observancia lleva al hombre a la cumbre de la perfección. Porque ¿qué página o qué sentencia de autoridad divina del Antiguo o del Nuevo Testamento, no es rectísima norma de vida humana? ¿Qué libro de los santos Padres católicos no nos apremia a que, por un camino recto, alcancemos a nuestro Creador? Y también las Colaciones de los Padres, las Instituciones y sus Vidas, como también la Regla de nuestro Padre san Basilio, ¿qué otra cosa son sino instrumentos de virtudes para monjes de vida santa y obedientes? Pero para nosotros, perezosos, licenciosos y negligentes, son motivo de vergüenza y confusión.

Quienquiera, pues, que te apresuras hacia la patria celestial, practica, con la ayuda de Cristo, esta mínima Regla de iniciación que hemos delineado, y entonces, por fin, llegarás, con la protección de Dios, a las cumbres de doctrina y virtudes que arriba dijimos. Amén (Capítulo 73, versículos 1-9).

 

«El capítulo de los porteros, y con él la primera redacción de la Regla, se terminaba con la prescripción de leer frecuentemente la obra en comunidad (RB 66,8). Es a esa conclusión primitiva que se relaciona, sin duda, el presente epílogo, el cual fue reubicado por causa de la inserción del apéndice (RB 67-72). Después de haber ordenado leer la Regla a los hermanos, Benito explica por qué la ha escrito. Haciendo esto, sitúa su obra dentro de la literatura cristiana y nos aclara el significado del monacato. Este es la puesta en obra de la revelación divina en uno y otro Testamento, la difusión del Evangelio y la Tradición católica.

Afirmando que la Regla no contiene “toda la práctica de la justicia”, el título responde a la palabra de Cristo a Juan Bautista (Mt 3,15). Más adelante, la frase que concluye el primer párrafo (v. 7) hace eco a la confesión de Daniel: “¡A nosotros la confusión…!” (Dn 9,7-8). Estas son las únicas alusiones bíblicas del capítulo. Pero todo él es una recomendación de la Escritura Santa, presentada como la norma suprema de toda vida humana y colocada antes que todos los libros de los Padres, tanto “católicos” como monásticos, los cuales no hacen sino repetir y explicitar las enseñanzas de la Escritura.

Enfrente de estos escritos emanados de Dios mismo y de sus santos, la Regla es presentada por su autor como un pobre opúsculo que no lleva muy lejos. La perfección debe buscarse en otra parte. Observar la Regla procura solamente “alguna honestidad de costumbres y un principio de vida monástica”. Ella es “una mínima regla de iniciación”.

¿Hay que ver en esas palabras una simple demostración de humildad, casi obligatoria y más o menos sincera, como hacen habitualmente los escritores de la Antigüedad, cristianos y monjes en particular? En realidad, se trata menos de modestia personal que de una profunda conciencia de la distancia que separa el monacato contemporáneo del de sus orígenes y modelos. Dos veces Benito ya había expresado con fuerza esa convicción que “nosotros”, monjes de hoy en día, “somos perezosos, vivimos mal, somos negligentes”. Tanto a propósito de la recitación del salterio (RB 18,25) como del consumo del vino (RB 40,6), opuso, como aquí, el fervor y la austeridad de los ancianos con la relajación propia de su generación.

En esta perspectiva de decadencia, la Regla se presenta como un punto de detención, impidiendo descender aún más, y como un mínimo, a partir del cual se puede realizar una recuperación. Esta superación de la Regla no se propone a las comunidades sino a las personas. Como al inicio y al final del Prólogo, Benito se dirige aquí al monje tomado individualmente: “Aquel que corre hacia la perfección… Tú, por tanto, quienquiera que seas, que te apresuras hacia la patria celestial”.

Sobre la base de la Regla y sus observancias comunitarias, los individuos generosos son invitados a tender sin cesar hacia la perfección. Esta no es un lujo supererogatorio, sino el término al que Cristo mismo nos llama: “Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48); “Si quieres ser perfecto…” (Mt 19,21). Nadie puede dispensarse de buscarla. Y ella no se encuentra en la Regla, sino más allá de ella misma, en “las enseñanzas de los santos Padres”.

Esta forma de recomendar una literatura superior, para la cual su propia obra no es sino una modesta introducción, distingue netamente a Benito del Maestro. Este se refiere con gusto a los Padres, pero sin poner semejante distancia entre ellos y él. Pensando que sigue sus normas y permaneciendo a su mismo nivel, presenta su Regla como una síntesis, que parece bastarse a sí misma.

La diferencia entre los dos autores puede deberse a varias causas. Ante todo, Benito tiene conciencia de una reciente relajación de las observancias, sobre todo en materia de ayunos y de vigilias. En seguida, él ha redescubierto, por medio de la traducción de los apotegmas que habían realizado recientemente los clérigos romanos Pelagio y Juan, las altas exigencias del monacato primitivo. En fin, su humildad y su sed de perfección lo inclinan a salir de sí mismo, para edificarse junto a los grandes ancianos.

Sin reenviar a una literatura superior, la Regla del Maestro se preocupaba por enraizar la vida monástica en el cristianismo común a todos los fieles, señalando sus relaciones con el bautismo y la Iglesia. Sus apreciaciones faltan en la Regla benedictina, que se preocupa, por el contrario, de consumar la observancia regular por medio de un impulso hacia “las cumbres” más elevadas.

Después de la Escritura y de los Padres católicos, de los que Benito ha hablado ya a propósito del oficio divino (RB 9,8), esos escritos sublimes son en particular las Conferencias de los Padres y sus “Vidas”, ya mencionadas a propósito de la lectura antes de Completas (RB 42,3). Se agregan las Instituciones. Se reconocen aquí los títulos de dos grandes obras de Casiano: las Instituciones cenobíticas y las Conferencias de los anacoretas. Como en el primer capítulo, Benito une estrechamente los dos modos de vida monástica, la comunitaria y la solitaria. Los apotegmas, a los que sin duda alude en primer lugar hablando de las “Vidas”, emanan, como las Conferencias de Casiano, de medios eremíticos. Pero no son menos pertinentes y bienhechores para los cenobitas.

Este programa de lecturas, que refleja un cenobitismo abierto, culmina con la Regla de Basilio, “nuestro santo Padre” como los héroes de los apotegmas (RB 18,25). Según lo que precede, Benito no parece hacer suya la condena de la vida solitaria que pronunciaba, en su tercera Cuestión (Regla [versión latina de Rufino] 3 = Grandes Reglas 7) el gran legislador capadocio. Pero recomienda esta obra insigne, de la cual ha toma tanto como de la de Casiano. Más que eclecticismo, su actitud es de apertura sin reserva a toda la tradición monástica.

“Apresurarse hacia la perfección… Apresurarse hacia la patria celestial…”. La primera de estas finalidades se encuentra en esta tierra, la segunda en la otra vida. La perfección no es de este mundo, dicen, pero es ciertamente en este mundo que tendemos hacia ella esforzadamente. Ella constituye una primera meta espiritual, todavía terrestre, de este lado del término definitivo, que es el reino de los cielos. Mejor que nadie, Casiano ha mostrado las relaciones entre este “fin” inmediato y ese “fin” trascedente (Conferencias 1). La Regla, en su última página dirige nuestra mirada hacia uno y otro. Después de hacernos esperar, en el capítulo precedente, la entrada en la vida eterna, ella nos recuerda ahora que esa patria celestial se halla al término de nuestro presente esfuerzo hacia la perfección» (comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb).