Escritos de Silvano del Monte Athos[1]
Introducción
Los staretz rusos eran por lo general hombres iletrados, sus escritos, por lo tanto, no son elaboraciones o construcciones más o menos racionales, ni tampoco responden, estilísticamente, a un esquema demasiado estructurado ni pulido. Lo esencial es la experiencia espiritual del staretz; el testimonio de lo que le ha tocado vivir.
Si hubiese que comparar estos escritos tal vez lo más adecuado sería confrontarlos con los salmos. El salmista se dirige directamente al Señor mediante los salmos y ellos reflejan las distintas vivencias y momentos por los cuales pasa: la angustia, la desesperación, el dolor, la soledad, la alegría, la alabanza, la súplica esperanzada. Los salmos son poesía y como tal están formulados siguiendo criterios estéticos que hacen a su mejor recitación: métrica, ritmo, etc. Esta conjunción de elementos los hacen accesibles a la vez que profundos, fáciles de incorporar a la experiencia personal, y sobre todo perennes. Algo semejante pasa con los escritos de los staretz ya que son el resultado de una oración incesante y como tal reflejan los distintos estados por los que atraviesa el alma en su itinerario espiritual. Y Silvano no es una excepción.
Leer los escritos de Silvano del Monte Athos es como escucharlo rezar. Su ritmo es lento, detenido, dilatado, como lo es el tiempo de la oración profunda. Como es el diálogo entre dos amigos. Como es el susurro casi inaudible del Señor a quienes lo buscan. Tal vez por eso piden de nosotros una especial disposición, una sintonía espiritual. Pero si no la tenemos la iremos adquiriendo a lo largo de la lectura, si ésta es pausada y mesurada.
Los escritos de Silvano son una invitación a la oración, al diálogo sereno y elevado, suave y dulce como el alma de quien los escribe, y remiten siempre a los mismos temas, que son en definitiva los temas del alma que busca a Dios.
Por momentos nos recuerdan al Cantar de los Cantares, cuando la amada busca incesantemente al Amado, y entre sollozos le pide que vuelva, que no le esconda por más tiempo su rostro, que ya no la prive de su presencia. Silvano dice que su alma busca al Señor sin cesar, día y noche, y languidece por Él. Su solo recuerdo da calor a su alma. Pero el recuerdo no vasta, necesita contemplarlo.
Si el amor por el Señor es un tema excluyente en sus escritos lo es por la presencia misma del Espíritu Santo. A él le debe todo y no cesa de repetirlo. Gracias al Espíritu Santo ha conocido al Señor y de él recibe constante enseñanza. Cuán dulce es este conocimiento sólo es posible saberlo por la experiencia. Y a ella nos invita.
Gracias al Espíritu Santo, Silvano percibe la maravilla de la creación, la Tierra, y el hombre sacado del polvo, y lo más grandioso de todo: que el Señor se de a conocer a ese polvo y ceniza que es el hombre.
Pero este hombre ha sido herido por el pecado y no siempre busca al Señor; por lo general se olvida de él. Por eso Silvano suplica incesantemente para que la humanidad pueda volver al Señor, suplica por un arrepentimiento semejante al de Adán, y pide también por las maldades y el olvido de las naciones. Se da cuenta de que el hombre privado del Espíritu Santo no puede conocer ni alcanzar el amor. Y por eso sufre.
Sólo la oración libera del pecado. La verdadera libertad es la habitación en Dios. Estar continuamente en el Señor y la oración son entonces la misma cosa. La oración es el diálogo continuo con el Señor, diálogo nutrido por la enseñanza del Espíritu. Este diálogo es el trabajo del monje. Si la oración cesara, el mundo perecería.
Espíritu Santo, libertad, oración, son eslabones de una cadena, cadena que extrañamente libera y conduce, transporta y comunica con la única realidad que importa: el Señor.
La escucha atenta del Espíritu lleva al alma a ser humilde, mansa y obediente. Pero cada alma tiene una misión y debe esforzarse por saber en qué es útil. Para algunas lo será el escribir, para otras el leer y para otras, en fin, orar cada vez más. Pero nada como la oración sin distracción y con abundantes lágrimas.
Obediencia, humildad y caridad van unidas en la tarea diaria del monje, no puede darse una sin la otra. Una se complementa con la otra y cada una produce a la otra. Por la obediencia el monje es humilde y allí encuentra la paz perfecta.
En el abandono de la voluntad resplandece el amor.
“… Cuanto más vasto es el amor, más pleno es el conocimiento;
cuanto más ardiente es el amor, más ferviente es la oración;
cuanto más perfecto es el amor, más santa es la vida.”
La presente versión castellana
La traducción de los textos que presentamos está hecha sobre la base de la edición francesa del monasterio de Bellefontaine a cargo de Louis Albert Lassus, op[2]. Se trata de una selección de textos que permite conocer lo más profundo y personal del pensamiento espiritual de Silvano. Una traducción de las obras completas existe en francés, hecha por el Archimandrita Sofronio[3], aunque no contiene los textos hallados posteriormente a la fecha de publicación.
Texto
Mi alma languidece por Ti, mi Dios, y Te busca con lágrimas...
El primer año de mi vida en el monasterio, mi alma conoció al Señor en el Espíritu Santo.
El Señor nos ama infinitamente. Él me lo reveló en el Espíritu Santo que me dio, por su sola misericordia. Soy viejo y me preparo a la muerte, y he escrito la verdad; he escrito para el bien de los hombres. El Espíritu de Cristo desea la salvación de todos, desea que todos conozcan a Dios. Él, que ha dado el paraíso al ladrón, lo dará también a todo pecador penitente.
Yo soy malo frente al Señor, más feo que un perro sarnoso, a causa de mis pecados. Pero he rogado a Dios que me los perdone y he aquí que no solamente me ha dado su perdón, sino además el Espíritu Santo, y en el Espíritu Santo he reconocido al mismo Dios.
El Señor es misericordioso; mi alma lo sabe, pero no es posible describirlo con palabras... Él es infinitamente dulce y humilde y si el alma lo ve, se transforma en Él, deviene todo amor para el prójimo; deviene dulce y humilde. Pero si el hombre pierde la gracia, llorará como Adán cuando fue expulsado del Paraíso. El desierto se llenó de sus gemidos, y sus lágrimas amargas por la pena...
Danos, Señor, el arrepentimiento de Adán y la santa Humildad.
Ven, Señor, consume mis pecados que me ocultan tu Rostro como las nubes ocultan el sol.
Mi alma no desea nada terrestre sino solamente el Cielo.
El Señor ha venido a la tierra para conducirnos hasta donde Él mismo y su purísima Madre viven y donde se encuentran también sus discípulos y sus compañeros. Allí nos llama también a nosotros, a pesar de nuestros pecados. Allí veremos a los santos Apóstoles llegados a la gloria por el anuncio de la buena Nueva; veremos a los profetas, los santos obispos, los doctores de la Iglesia, los venerables ascetas que humillaron sus almas con el ayuno; allí son glorificados los locos por Cristo, porque ellos han vencido al mundo y a sí mismos.
Ellos rogaron y cargaron con las penas del mundo entero, porque en ellos estaba el Amor de Cristo y el amor sufre cuando una sola alma se pierde... El alma desea llegar a esta patria, pero nada impuro puede acercar a ese lugar, pues él se alcanza solamente llevando con paciencia los sufrimientos y las pruebas, después de muchas lágrimas. Sólo los niños que han guardado la gracia de su bautismo llegan sin aflicción.
¿Qué cosa más grande podría buscar el alma en la tierra? ¿Qué podría haber allí de grande y admirable? ¡Súbitamente el alma conoce a su Creador y su Amor! Contempla al Señor, ve cuán dulce y humilde es y no desea más que adquirir la humildad de Cristo. En tanto peregrina aquí abajo, ella no puede olvidar esa humildad inconcebible.
¡Oh Misericordioso, da tu gracia a todos los pueblos de la tierra para que te conozcan, porque sin tu Espíritu Santo el hombre no puede conocerte, ni comprender tu Amor! Derrama en nosotros, Señor, tu Espíritu Santo, porque Tú y todo lo que es tuyo no puede ser conocido si no es por este Espíritu que Tú has dado a Adán y después a los santos profetas y a todos los cristianos.
Señor, concede a todos los pueblos la virtud de tu gracia para que te conozcan en el Espíritu Santo y te alaben en la alegría, pues incluso a mí, impuro y miserable, Tu has otorgado el gozo de desearte. También mi alma arde de un amor inextinguible hacia Ti, día y noche.
Quien no ama a sus enemigos no gustará la dulzura del Espíritu Santo. Es el Señor mismo quien nos enseña a amar a nuestros enemigos, a sentir y a compartir con ellos como si fuesen nuestros propios hijos.
El Espíritu Santo es Amor y este amor llena las almas de los santos ciudadanos del Cielo. En Él, desde el cielo contemplan la tierra, escuchan nuestras oraciones y las llevan hasta Dios.
El Señor permite que numerosas cosas permanezcan ocultas para nosotros en este mundo, y esto quiere decir que ellas no nos son necesarias. Pero el Creador del cielo y de la tierra nos concede reconocerlo en el Espíritu Santo y, en Él, a los ángeles y a los bienaventurados. Así nuestro corazón arde de amor por Él.
Ellos se compadecen de los hombres que no conocen a Dios. Estos no ven la Luz eterna y después de la muerte se hundirán en las tinieblas eternas. Pero el cristiano, por la fe, conoce la Luz, porque el Espíritu Santo ha revelado a los santos las cosas del cielo y del infierno.
Para poder orar puramente, tu debes ser humilde y tierno y confesar tus pecados con un corazón sincero. Debes estar contento de todo, obedece a tus superiores, así tu espíritu será liberado de los vanos pensamientos y la oración te será amada.
Piensa que el Señor te ve constantemente; no ofendas; no critiques a tu prójimo; no lo aflijas con la expresión de tu rostro; entonces el Santo Espíritu te amará y te socorrerá en todo.
Hay hombres que desean las penas y los tormentos del fuego eterno para sus enemigos y los enemigos de la Iglesia. Al pensar así, no conocen el Amor de Dios. Quien tiene el Amor y la Humildad de Cristo llora y ruega por todo el mundo.
¡Señor, de la misma forma que Tú has rogado por tus enemigos, enséñanos por tu Santo Espíritu a amarlos y rogar por ellos con lágrimas! ¡Sin embargo, esto es difícil para nosotros, pecadores, si tu gracia no está con nosotros!
¡Oh Humildad de Cristo! ¡Tú das un gozo indescriptible al alma! Tengo sed de ti, porque en ti el alma olvida a la tierra y tiende siempre más ardientemente hacia Dios.
Si el mundo comprendiera el poder de las palabras de Cristo: “Aprendan de mí la ternura y la humildad”, dejaría de lado toda ciencia para adquirir este conocimiento celestial.
Los hombres no conocen la fuerza de la humildad de Cristo y por eso desean las cosas terrestres; pero el hombre no puede llegar al poder de las palabras del Señor sin el Espíritu Santo. Quien ha penetrado en ellas no las abandona más, aunque le fuesen ofrecidos todos los tesoros del mundo.
Dios ha dado al hombre la libertad, y lo atrae por la humildad hacia su Amor...
El Señor nos ha dado el Espíritu Santo, y hemos conocido al Señor y olvidado la tierra en los gozos del Amor de Cristo. Aquel que ha gustado de este Amor de Dios inefablemente dulce, ya no puede soñar con las cosas de la tierra; se siente atraído sin cesar por este Amor. Pero nosotros lo perdemos por nuestro orgullo y vanidad, por nuestras enemistades y juicios hacia nuestros hermanos; lo abandonamos por nuestros pensamientos de codicia y nuestra propensión hacia la tierra. Entonces la Gracia nos abandona, y el alma turbada y deprimida desea a Dios y lo llama, como Adán expulsado del Paraíso. ¡Mi alma languidece y te busco con lágrimas; mira mi aflicción, ilumina mis tinieblas para que mi alma esté en el Gozo! ¡Señor dame tu humildad, para que tu amor esté en mí y para que tu temor viva en mí!
El Espíritu Santo nos hace parientes de Dios. Si sientes en ti la paz divina y el amor universal, tu alma es ya semejante a Dios.
El Señor nos manda amarlo con todo nuestro corazón y todas nuestras fuerzas. Pero, ¿cómo podemos amar a Aquel a quien jamás hemos visto? ¿Y cómo se aprende tal amor? Nosotros conocemos al Señor por su acción en el alma; ella sabe quien es el huésped que entra en ella; y cuando el Señor está nuevamente en la sombra, he aquí que lo desea y lo busca llorando: ¿Dónde estás, mi Luz y mi Alegría? El perfume de tu paso ha quedado en mi alma, y yo tengo sed de Ti. Mi corazón está desalentado y nada me da alegría. Yo te he entristecido y Tú te has ocultado de mí.
Mi corazón te ama, te desea, te busca llorando. Tu has adornado el cielo con estrellas, el aire con nubes, la tierra con lagos, ríos y jardines; pero mi alma te ama sólo a Ti, y no al mundo, por bello que sea. Eres Tú a quien yo deseo Señor. No puedo olvidar tu mirada tranquila y tierna.; te suplico con lágrimas: Ven, entra en mí, purifícame de mis pecados. Tus miras aquí abajo, desde lo alto de tu gloria, sabes bien el fervor del deseo de mi alma. No me abandones, escucha a tu servidor que grita como el profeta David: “Perdóname, Dios mío, por tu gran misericordia”.
“Allí donde yo estoy, dice el Señor, allí también estará mi servidor” (Jn 12,26). Pero los hombres no comprenden la Escritura, como si fuese incomprensible. Quien es instruido por el Espíritu Santo comprende todo, su alma se siente como en el cielo, porque el Espíritu Santo está en el cielo y en la tierra, en la santa Escritura y en las almas de todos aquellos que aman a Dios.
Quien ha reconocido el amor de Dios, ama a todo el mundo. No murmura sobre su destino, porque los sufrimientos, llevados en Dios, nos conducen al Gozo eterno.
Los santos profetas y los amigos de Dios estaban llenos del Espíritu Santo; por eso sus palabras eran poderosas y el pueblo aceptaba la Palabra del Señor.
Hijo, yo he amado el mundo y su belleza; los bosques y los prados verdes; amé los jardines y las selvas, las claras nubes que pasan por encima de nuestras cabezas. Amé toda esta bella creación de Dios... Pero desde que he conocido al Señor, todo ha cambiado en mi alma, que se ha hecho su prisionera. No deseo más este mundo. Mi alma busca incansablemente el mundo donde habita mi Señor. Como un pájaro prisionero desea huir de la jaula, así mi alma desea a Dios. ¿Dónde estás, oh mi Luz? Te busco con lágrimas. Si no te hubieses revelado a mi alma, yo no podría buscarte así. Hoy me has visitado, a mí, pecador, y me has hecho conocer tu amor. Tú me has revelado que por amor a nosotros, te has dejado clavar en la cruz y que, por nosotros, has sufrido y has muerto. Me has hecho ver que tu amor te ha llevado del Cielo a la tierra y hasta el fondo de los infiernos para que nosotros podamos ver tu gloria. Has tenido piedad de mí y me has mostrado tu Rostro, y ahora mi alma tiene sed de Ti, mi Dios. Como un niño que ha perdido a su madre, ella llora por Ti día y noche y no encuentra la paz...
Al comienzo, tenemos necesidad de un director espiritual, porque el alma antes de recibir la gracia del Espíritu Santo está en lucha más intensa con el Adversario y es incapaz, por sí misma, de resistir a sus seducciones.
Por lo tanto, no comiences tu vida de oración sin un Padre espiritual; no pienses, con orgullo, que puedes arreglarte solo, ni siquiera con libros. Aquel que piense así sucumbirá en la tentación. Al contrario, el humilde tendrá la ayuda de Dios. Si no puedes encontrar un staretz experimentado, debes pedir consejo a tu confesor, cualquiera que sea; entonces el Señor mismo te protegerá, gracias a tu humildad.
Humillémonos, y el Señor nos hará gustar la fuerza de la oración de Jesús y el Espíritu Santo instruirá nuestras almas. Revistámonos de la humildad de Cristo y el Señor nos hará gustar la beatitud de la oración.
El Señor nos ama, pero nos envía sufrimientos para que reconozcamos nuestra impotencia y lleguemos a ser humildes. Ciertamente, si alguien sufre por pobreza o enfermedad, pero no soporta su mal con humildad, sufre inútilmente. El humilde, al contrario, está siempre contento, porque Dios es su riqueza y su gozo.
¿Puede el Espíritu de Cristo desear el mal a alguien? ¿Somos llamados por Dios para esto? El Espíritu Santo es como una madre que ama a su hijo y comulga con sus sentimientos. Se hace conocer en la oración humilde, sufre con nosotros y perdona, cura e instruye. Quien por el contrario, no ama a sus enemigos y no reza por ellos, se atormenta a sí mismo y atormenta a los otros, y no conocerá jamás a Dios.
Quien ama verdaderamente a Dios ora sin interrupción; ha experimentado la gracia en la oración. Por supuesto tenemos las iglesias para rezar y los libros litúrgicos, pero que tu oración interior esté constantemente contigo.
En las iglesias se celebra el culto, y allí habita el Espíritu Santo. Pero que tu alma también sea la iglesia de Dios; para el que ora sin cesar, el mundo entero es una iglesia... Pero no es así con todos. Muchos hombres oran con los labios y prefieren orar con la ayuda de libros; por supuesto que el Señor acepta su oración. Él ha tenido piedad de todos aquellos que oran. Pero aquel que, orando, piensa en otra cosa no será escuchado por el Señor.
Quien pierde la humildad perderá igualmente la gracia y el amor de Dios; la oración se apaga en él. Pero quien ha sobrellevado las pasiones y abraza la humildad obtiene de Dios su gracia; ora por sus enemigos como por sí mismo, ora por el mundo entero con lágrimas de fuego.
[1] Tomado de: Cuadernos Monásticos n. 120 (1997), pp. 79-86.
[2]Louis Albert LASSUS, op, Silouane, Bellefontaine 1971 (Spiritualité Orientale Nº 5). Para la versión completa remitimos a: Archimandrite SOPHRONY, Starets Silouane. Moine du Mont-Athos, Paris, Présence, 1973.
[3]Archimandrite Sophrony, Starets Silouane. Moine du Mont-Athos, Paris, Présence, 1973.