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3. Reglas monásticas latinas anteriores a la Regla de san Benito

IX. La Regla del Maestro (continuación)

Capítulo 8: Pregunta de los discípulos: Sobre la taciturnidad de los discípulos, cómo y de qué forma debe ser. Responde el Señor por el maestro:

1La máquina del género humano es nuestro pequeño cuerpo; 2que siendo de pequeña talla, y en algunos hombres espléndidamente altos se eleva apenas cinco pies de la tierra, 3-¡oh vanidad de la jactancia de todo hombre viviente! (cf. Sal 38 [39],6)-, 4en esa misma pequeñez suya cree medir en su sabiduría la altitud del cielo y la anchura de la tierra (Si 1,3). 5De donde, sabiendo que somos vasos débiles, del limo de la tierra (cf. Gn 2,7; 3,19; Tb 8,6), y casi como terrones de tierra levantados sobre la tierra por poco tiempo, destinados a volver de nuevo al surco, humillémonos, por tanto, como el polvo de la tierra diciendo lo que somos.

6Por ende, esta carne de nuestro pequeño cuerpo es casi como una casa del alma, destinada así al servicio de la vida, como la vaina sirve a la espada. 7Porque creemos que la sede de esa misma alma está situada en la raíz, que es el corazón. 8Esta raíz posee dos ramas superiores en el cuerpo, más vulnerables al pecado: 9una, con la cual pensamos que desde el interior el alma mira (a través) del muro corporal, por esas especies de ventanas que son los agujeros de los ojos y comprendemos que, desde el interior, siempre invita a sus concupiscencias; 10la otra rama, por la que resuenan en nosotros los conceptos nacidos en el corazón, pariendo la palabra por la lengua, para que saliendo por la boca ocupe el oído de otro[1]. 11Y cualquier cosa que se agita y se mueve en nosotros es obra del alma en el cuerpo.

12De donde, por el contrario, cuando el alma emigra de su domicilio, todo falta en el hombre muerto de aquello que obraba en vida el alma que emigró. 13E inmediatamente el terrón de tierra muerto vuelve al surco, la tierra, (que es) el hombre, retorna a la naturaleza de tierra, y oculto el hombre en el sepulcro, la fosa recubierta, la tierra vuelve a su aspecto de suelo. 14Para que se conozca entonces que (era) la misma tierra la que estaba en el hombre viviente, la cual había sido levantada por la fuerza del alma y transformada por un tiempo en vida pasajera (cf. Sal 38 [39],13; 1 P 2,11). 15Por eso cuando emigra el vigor del alma que (está) en nosotros, no se sostiene la tierra de nuestro cuerpo, 16sino que, cayendo en su naturaleza, la tierra esconde en su seno la criatura que había engendrado (cf. Si 40,1).

17Por tanto, si esta alma obra en nosotros la visión por medio de los ojos, la elocución por la boca y la audición por los oídos, 18y desea, por causa del futuro examen de su Hacedor, obedecer su voluntad y militar bajo sus preceptos mientras viva, 19debe cerrar las ventanas de los ojos a sus concupiscencias y, humillando la mirada, fijarla en la tierra, 20para que no vea lo malo; y cuando nuestra mirada este abajada, el alma no deseará cualquier cosa que vea.

21Nuestra alma, por tanto, tiene establecida una puerta: la boca; y un cerrojo: los dientes, que ella puede cerrar al discurso perverso, para que el alma no se excuse de que su Hacedor no le haya fabricado la custodia de un muro. 22Es decir, cuando algún pecado asciende de la raíz del corazón y siente que los muros exteriores de la clausura, esto es la boca y los dientes, le niegan la salida, 23regresando de nuevo a la raíz del corazón, allí perecerá en su aborto y como un párvulo será estrellado contra la piedra (Sal 136 [137],9), en vez de nacer por la lengua y crecer hasta el castigo.

24Respecto a las otras ramas de nuestro cuerpo, que obedecen al imperio del corazón, fácilmente son refrenadas del pecado, es decir, el tacto de las manos y el caminar de los pies, 25porque la clausura de las cadenas frenan al ladrón, el tremendo juicio al homicida y las trabas retienen al fugitivo.

26Por tanto, aquellas tres (facultades) superiores que indicamos más arriba[2], deben ser custodiadas atentamente por los hermanos, esto es: el pensamiento, la palabra y la mirada; 27en seguida que un mal pensamiento cautive la mente, al punto, los hermanos signarán su frente e incluso su pecho, dirigiendo inmediatamente su memoria hacia los preceptos de Cristo. 28Y diga para sí mismo el hermano con el profeta: Me acordé de Dios, y fui consolado (Sal 76 [77],4; 118 [119],52). 29Y también diga: Por ti seré liberado de la tentación y en mi Dios atravesaré el muro (Sal 17 [18],30).

30Pero si la negligencia pone en la boca una palabra iracunda o perversa, inmediatamente el hermano cerrará la boca, la signará con el signo de la cruz y se dirá a sí mismo en el corazón, 31diciendo con el profeta: Dije: custodiaré mis caminos, para no pecar con mi lengua. Puse una guardia en mi boca. No hablé, fui profundamente humillado y guardé silencio de las cosas buenas (Sal 38 [39],2-3), 32es decir, el profeta muestra que si a veces debe prohibirse hablar palabras buenas por la taciturnidad, cuanto más deben cesar las palabras malas por causa del castigo por el pecado. 33Por tanto, aunque se trate de palabras buenas, santas y de edificación, raramente se concederá licencia de hablar a los discípulos perfectos, por causa de la gravedad del silencio; 34sin embargo, para otras cuestiones los hermanos no interrogados permanezcan en silencio, hasta que una pregunta del abad afloje los frenos de sus bocas silenciosas. 35Porque la taciturnidad debe ser custodiada cuidadosamente, puesto que en el mucho hablar no se evita el pecado (Pr 10,19). 36Y también, muerte y vida (están) en manos de la lengua (Pr 18,21). 37En efecto, hablar y enseñar corresponden al maestro, callar y escuchar convienen al discípulo.

 



[1] Vv. 7-10, cf. Mt 15,19.

[2] Cf. RM 8,6-11, pero donde se mencionaban sólo dos.