Inicio » Content » TEXTOS PARA LA VIDA MONÁSTICA CRISTIANA (89)

LOS APOTEGMAS DE LAS MADRES Y LOS PADRES DEL DESIERTO (continuación)

Letra Delta

ABBA DANIEL[1]

1. Decían acerca de abba Daniel que cuando llegaron a Escete los bárbaros, huyeron los Padres, y dijo el anciano: “Si Dios no me protege, ¿para quién vivo entonces?”. Y pasó en medio de los bárbaros, que no lo vieron. Se dijo entonces: “Dios me ha protegido y no he muerto. Haz tú también lo de los hombres y huye como los Padres”.

2. Interrogó un hermano a abba Daniel diciendo: “Dame un solo mandato y lo guardaré”. Le respondió: “Nunca pongas tu mano en el plato con una mujer ni comas con ella, y con esto te alejarás un poco del demonio de la fornicación”.

3. Dijo abba Daniel: «Había en Babilonia una hija de un notable que estaba poseída por un demonio. El padre tenía gran afecto por un monje, el cual le dijo: “Nadie puede curar a tu hija sino los solitarios que yo conozco, pero si les pides a ellos no aceptarán hacerlo, por humildad. Hagamos más bien esto: cuando vengan a la plaza, haz como los que desean comprar sus canastos, y cuando se presenten para recibir su precio les diremos que hagan oración, y confío que sanará”. Saliendo pues a la plaza encontraron a uno de los discípulos de los ancianos que estaba sentado vendiendo sus canastos, y lo llevaron con sus canastos como para recibir su precio. Cuando el monje llegó a la casa, salió la endemoniada y le dio una bofetada. Él le ofreció la otra mejilla, según el mandamiento del Señor, y el demonio, dolorido, gritó: “¡Oh violencia! ¡El mandato del Señor me expulsa!”. Quedó en seguida limpia la mujer. Cuando llegaron los ancianos les anunciaron lo sucedido. Ellos glorificaron a Dios y decían: “Es normal que la soberbia del diablo caiga por la humildad del mandamiento de Cristo”».

4. Dijo otra vez abba Daniel: “Cuanto el cuerpo se fortalece, se debilita el alma, y cuanto disminuye el cuerpo, se fortalece el alma”.

5. Caminaban una vez abba Daniel y abba Amoes. Y abba Amoes dijo. “¿Cuándo estaremos nosotros también sentados en la celda, padre?”. Le dijo abba Daniel: “¿Quién nos quita a Dios ahora? Dios está en la celda, y también afuera está Dios”.

6. Contaba abba Daniel: «Cuando estaba abba Arsenio en Escete había allí un monje que robaba los objetos que poseían los ancianos. Abba Arsenio lo tomó en su celda, deseando ganárselo y dar tranquilidad a los ancianos, y le dijo: “Te daré lo que quieras, pero no robes”. Le dio oro, dinero, vestidos, y todo lo que necesitaba. Pero él salía y seguía robando. Los ancianos entonces, viendo que no se aquietaba, lo expulsaron, diciendo: “Si un hermano tiene la enfermedad del pecado, es necesario soportarlo, pero si roba expúlsenlo, porque perjudica a su alma y molesta a todos los que están en ese lugar”».

7. Abba Daniel de Farán contaba: «Dijo nuestro padre abba Arsenio acerca de un escetiota, que era grande en las obras pero simple en la fe. A causa de su simplicidad se engañaba, diciendo: “No es realmente el cuerpo de Cristo lo que recibimos, sino una figura”. Supieron los ancianos que decía esto, y conociendo que era grande en la vida pensaron que hablaba de esa manera sin malicia, sino por simplicidad, y fueron adónde estaba él y le dijeron: “Abba, hemos oído acerca de una palabra contraria a la fe de uno que dice que el pan que recibimos no es verdaderamente el cuerpo de Cristo sino una figura”. Dijo el anciano: “Yo soy el que ha dicho eso”. Ellos lo amonestaron diciendo: “No sostengas eso, abba, sino lo que enseña la Iglesia Católica. Nosotros creemos que este mismo pan es el cuerpo de Cristo y que esta bebida es la sangre de Cristo, verdaderamente, y no una figura. Como en el principio tomó polvo de la tierra y plasmó al hombre a su imagen (cf. Gn 1,27), y nadie puede decir que no es la imagen de Dios, aunque sea incomprensible, así este pan del que dijo: ‘Es mi cuerpo’ (cf. Mt 26,26; Mc 14,22; Lc 22,19), creemos que es verdaderamente el cuerpo de Cristo”. Dijo el anciano: “Si no me convence la cosa misma, no creeré”. Le dijeron: “Roguemos a Dios durante esta semana acerca de este misterio, y confiamos que Dios nos lo revelará”. El anciano recibió con alegría la palabra, y oraba a Dios diciendo: “Señor, tú sabes que no es por maldad que no creo; pero si es por ignorancia que me engaño, revélamelo, Señor Jesucristo”. Se retiraron los ancianos a sus celdas, y rogaban también ellos a Dios, diciendo: “Señor Jesucristo, revela al anciano este misterio para que crea y no pierda su esfuerzo”. Y los oyó Dios. Se cumplió la semana y fueron a la iglesia el domingo, y se pusieron los tres juntos sobre una misma alfombra, el anciano en el medio. Se les abrieron los ojos, y cuando se puso el pan sobre la sagrada mesa, se les apareció a los tres, y sólo a ellos, un niño. Cuando el presbítero extendió la mano para partir el pan, bajó del cielo un ángel del Señor con una espada y tocó al niño, y vació su sangre en el cáliz. Cuando el presbítero partía el pan en pequeñas partículas, también el ángel cortaba al niño en pequeños pedazos. Y cuando fueron a recibir los sagrados misterios, solamente al anciano se le dio carne ensangrentada, y al verlo temió, y exclamó diciendo: “Creo, Señor, que el pan es tu cuerpo y la bebida es tu sangre”. Y en seguida, la carne que tenía en la mano se volvió pan, conforme al sacramento, y lo consumió dando gracias a Dios. Le dijeron los ancianos: “Dios conoce la naturaleza humana, y sabe que no puede comer carne cruda, por eso transformó su cuerpo en pan y su sangre en vino para los que lo reciben con fe”. Y agradecieron a Dios por el anciano, porque no permitió que pereciesen sus trabajos. Y se volvieron los tres con alegría a sus celdas».

8. Narraba el mismo abba Daniel acerca de otro gran anciano, que vivía en el bajo Egipto, y afirmaba en su simplicidad que Melquisedec era hijo de Dios. Se lo anunciaron al bienaventurado Cirilo, arzobispo de Alejandría, quien mandó por él. Sabía que el anciano obraba milagros, y que se le revelaba cuanto pedía a Dios, y que lo que decía procedía de su simplicidad. Usó con él de habilidad, diciéndole: “Abba, te ruego, algunas veces me dice el pensamiento que Melquisedec es hijo de Dios, y otro pensamiento me dice que no, que es hombre y sacerdote de Dios. Como estoy en la duda acerca de esto, he mandado por ti, para que ruegues a Dios que te lo revele”. El anciano, confiando en su poder, dijo con seguridad: “Dame tres días y pediré a Dios acerca de esto, y te diré lo que haya”. Retirándose, rogó a Dios por esta palabra, y vino después de tres días y dijo al bienaventurado Cirilo que Melquisedec era hombre. Le dijo el arzobispo: “¿Cómo lo sabes, abba?”. Le dijo: “Dios me mostró a todos los patriarcas, de modo que todos y cada uno pasaron delante mío, desde Adán hasta Melquisedec; puedes estar seguro de que así es”. De regreso, el mismo anciano decía que Melquisedec era hombre, y el bienaventurado Cirilo se alegró mucho.

 

ABBA DIÓSCORO[2]

1. Dijeron acerca de abba Dióscoro, el de Najiaste, que su pan era de cebada y lentejas. Al principio de cada año se proponía una práctica, diciendo: “No veré a nadie este año, o no hablaré, o no comeré nada cocido, o no comeré frutas ni legumbres”. Y en todas sus obras hacía así; y cuando terminaba una, comenzaba otra, y cada año hacía de esta manera.

2. Preguntó un hermano a abba Pastor: “Me entristecen los pensamientos, haciéndome dejar de lado los pecados para fijarme en los defectos de mi hermano”. Y el anciano le contó que abba Dióscoro estaba una vez en la celda llorando por sí mismo. Su discípulo residía en otra celda. Cuando acudió al anciano lo encontró llorando, y le dijo: “Padre, ¿por qué lloras?”. El anciano le dijo: “Lloro mis pecados”. Le dijo su discípulo: “No tienes pecados, padre”. Le respondió el anciano: “En verdad, hijo, si me permitieran ver mis pecados no bastarían otros tres o cuatro para llorarlos”.

3. Dijo abba Dióscoro: «Si llevamos nuestra vestidura celestial, no nos encontraremos desnudos. Pero, si no nos encuentran llevando ese vestido, ¿qué haremos, hermanos? Oiremos también nosotros esa voz que dice: “Échalo en la tiniebla exterior, allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 22,13). Ahora, entonces, hermanos, grande es nuestra infamia, si después de llevar durante tanto tiempo el hábito (schéma), somos hallados en la hora de la necesidad sin el traje de la boda (cf. Mt 22,12). ¡Oh!, ¡cuánta penitencia se apoderará de nosotros! ¡Cuánta oscuridad caerá sobre nosotros, en presencia de nuestros Padres y hermanos, que mirarán mientras nos torturan los ángeles del castigo!».

 

ABBA DULAS[3]

1. Dijo abba Dulas: “Si el enemigo nos obliga a abandonar la hesiquía, no le prestamos oído, porque no hay nada igual a ella ni a la abstinencia de alimentos. Ambas se unen para ayudar contra él. Dan, en efecto, agudeza a la mirada interior”.

2. Dijo también: “Recorta la abundancia de afectos, no sea que la lucha contra tu espíritu sea grande y agite el régimen de tu hesiquía”.

 


[1] Fue “discípulo de Alejandro y de Zoilo, sus compatriotas de Farán, y junto con ellos discípulo de abba Arsenio, a quien sirvió devotamente hasta su muerte. Y también tuvo que dejar Escete cuando fue devastada (año 434) por los bárbaros. Aunque habla poco de sí mismo, tuvo el mérito de transmitir sus recuerdos sobre Arsenio y otros ancianos” (Sentences, p. 76). Murió probablemente en 439.

[2] “Se conocen varios Dióscoro que vivieron en Egipto en la época de oro del monacato, en particular el de Nitria (Historia Lausíaca, 10-11), el de la Tebaida (Historia monachorum, 20) y un anciano escriba. ¿A quién, entonces, atribuir los tres apotegmas que siguen? El primero es de Dióscoro de Najiaste, pero de este anciano sólo conocemos su particular ascesis. Los otras dos sentencias reflejan una espiritualidad de la compunción y de las lágrimas, pero el que es narrado por Pastor (Poimén) debe ser restituido a un cierto abad Isidoro, según el testimonio concordante del latín y del siríaco” (Sentences, p. 80).

[3] Puede que sea el discípulo del abad Besarión, ya antes mencionado (cf. Besarión 1); pero el segundo apotegma no es de él, sino de Evagrio (n. 2), y el primero es también del género evagriano (cf. Sentences, p. 81).