Cuadernos Monásticos se propuso en 1974 dar a los monjes y monjas y a todos nuestros lectores un camino para vivir esta inmensa gracia que es el Año Santo. Ese camino es el de la fe, la esperanza y el amor. Con estas virtudes ocurre como con el Evangelio, como con los Sacramentos, con la Regla: partimos del hecho de su existencia, de su vigencia y de su vivencia. En cambio estas tres virtudes, si no confundimos virtud con repetición o acumulación de “actos”, son verdaderas segundas naturalezas que por lo tanto nos hacen obrar desde lo más profundo, desde el mismo centro de nuestra personalidad. Es por ello también que en cada uno de nosotros la fe, la esperanza y la caridad, tienen matices totalmente propios. Ellas nunca existen “en sí”, siempre son la fe, la esperanza y el amor de una persona concreta.
No obstante, estamos obligados a reflexionar sobre esos caminos en su forma absoluta, a fin de que nuestras existencias vivan la verdad de estos hábitos sobrenaturales, y no una especie de impulso interior ciego e irracional.
En el número anterior abordamos la caridad y continuamos en este N° 31. Indudablemente que este tema, el más vital, el más decisivo de nuestra vida cristiana está apenas esbozado en pocos artículos de estos dos últimos trimestres. No obstante, esperamos haber despertado una inquietud y el deseo de continuar la búsqueda y la reflexión.
Dice san Bernardo:
Fons vitae caritas est,
nec vivere animan dixerim
quae de illo non hauserit.
Haurire porro quomodo potest
nisi fuerit praesens ipsi
fonti, qui caritas est, quae Deus est?[1].
Tal vez haríamos algo excelente, y saldríamos de un círculo temático que nos va resultando como el caminar de la noria, insoportable por repetido y monótono, si con toda seriedad, por un tiempo, nuestro tema comunitario fuesen estas palabras de san Bernardo. Si el amor es la fuente de la vida, fácil es comprender dónde está la raíz de tantas frustraciones. Pero el amor sólo se bebe en Dios que es Amor. La caridad es una fuente, pero ella se alimenta de otra fuente que es amor intratrinitario contemplado y bebido en largas horas de silencio, adoración, amor humilde, sed crucificada, oración pobre y vigilante.
En estos últimos años con frecuencia se ha abordado el tema de la vida comunitaria, de la asistencia a los pobres, de la justicia, etc.
Pero habitualmente hemos tenido la impresión de enfoques totalmente psico-sociológicos, con consecuencias buenas, pero no ligadas a la fuente: el amor intratrinitario. La ausencia de trascendencia ha conducido a una inmanencia desvertebrada y por lo tanto imposibilitada de mantenerse en pie y de subsistir.
Incluso problemas tales como la coexistencia del pluralismo y la unidad, de la dominación y el respeto, de la personalidad y la alienación de la misma, únicamente son solucionables bebiendo en la fuente del amor. Dice Kierkegaard:
“Contemplemos por un momento la naturaleza. ¡Enseguida comprobamos con qué amor abraza ella -o Dios en la naturaleza- a todos los seres varios que tienen vida y existencia! ¡Recuerda una vez lo que con tanta frecuencia te ha llenado de gozo contemplándolo, recuerda la hermosura de la campiña! ¡En ella no se descubre ninguna, absolutamente ninguna diferencia en el amor que la habita y, sin embargo, qué espléndida diferencia entre sus flores! En medio de los campos, incluso la planta más minúscula, insignificante, modesta y hasta desapercibida en su más próximo contorno, de suerte que tienes que fijarte mucho para caer en la cuenta de su existencia, te da, con todo, la impresión de como si también ella le hubiera dicho al amor: ¡Déjame ser algo propio, algo con alguna peculiaridad! Y no cabe duda que el amor ha ayudado a la planta mínima a que alcanzara su propia peculiaridad, todavía mucho más bella que lo que la pequeña planta pudo nunca esperar. ¡Qué amor más grande! Lo primero en este amor es que no hace ninguna diferencia, rigurosamente ninguna; y lo segundo, semejante a lo primero, es que aquél despliega una diversidad infinita y entrañable al amar lo diverso. ¡Qué amor más maravilloso! Porque, ¿hay acaso algo más difícil que no hacer ninguna diferencia cuando se ama? Y cuando no se hace en absoluto ninguna diferencia, ¿hay algo entonces más difícil que diferenciar, no obstante, en un cierto sentido? ¿No te parece que si la naturaleza fuese tan dura, imperiosa, fría, partidista, mezquina y caprichosa como somos los hombres…, no te parece que entonces tendríamos que decir adiós a la hermosura de los campos?
Y lo mismo acontece con el amor de hombre a hombre, que solamente el amor verdadero ama a cada hombre según su propia peculiaridad. El que es duro y dominante no tiene flexibilidad ni condescendencia para comprender a los demás, exige que cada uno se someta a su propio provecho y pretende que cada uno se transforme a su imagen y que quede recortado conforme a su patrón de los hombres. O si alguna rara vez hace una excepción -lo que él considera como manifestación extraordinaria de amor- entonces lo que busca, según su propia confesión, es llegar a comprender a un solo hombre. Pero lo hace de una manera completamente peculiar y arbitraria, pensando a ese hombre en posesión de determinada cualidad y, en definitiva, exigiéndole que se ajuste a encarnar su idea preconcebida. En realidad no importa un comino el que determinada cualidad sea peculiar de la otra persona, ya que lo único que hace al caso es lo que la persona dominante ha pensado para sí. El duro y dominante nunca puede formar a nadie, se contenta con transformarlo; es decir, que busca lo que es suyo y así poder siempre decir en todas partes, señalando con el dedo: he aquí una simple imagen mía, éste es pensamiento mío y voluntad mía. Tampoco implica una diferencia esencial el hecho de que al duro y dominante se le haya asignado un vasto círculo o un círculo reducido para su dominación, que sea el tirano de un gran imperio o un tirano casero en la pequeña habitación de una buhardilla, porque el asunto siempre es el mismo: el no querer dominadoramente salir nunca de sí mismo y, también de una manera dominadora, pretender destrozar o hacer imposible la expansión vital de la peculiaridad de la otra persona. Sí, el asunto siempre es el mismo. Por eso el mayor de todos los tiranos, que por cierto tenía un mundo bajo la tiranía, cuando se cansó de tiranizar a los hombres, se puso a tiranizar a las moscas y, en realidad, siguió siendo el mismo.
Y lo mismo que pasa con el hombre duro y dominante, exclusivamente egoísta, acontece también con la mediocridad, ya sea envidiosamente dominante, o cobardemente pusilánime”[2].
Este amor que bebe en las fuentes tiene inconfundibles características. Refleja constantemente
la misericordia del Padre,
la verdad y la cruz del Hijo,
la alegría y la espontaneidad del Espíritu Santo.
Y por eso el verdadero amor es siempre una epifanía, un icono de la Sma. Trinidad, y en consecuencia el Amor es siempre “Dios con nosotros” y nada puede igualarlo en eficacia apostólica. Por eso también dice Evdokinov:
“El Padre es el Amor que crucifica, y el Hijo es el Amor crucificado y el Espíritu Santo es la cruz del Amor, su fuerza invencible”[3].
Nada tan adulterado -especialmente en la vida religiosa- como un amor que no se ha inhalado en el seno de la Trinidad. Y nada tan mentiroso como un amor planificado en actos, cuidadoso de sí mismo como lo es de su máscara un disfrazado. El amor es un hábito que no se adquiere “haciendo actos” (a pesar de ser ley de todo hábito) sino que es derramado en el corazón por Dios. En un corazón pobre y limpio “de vicios y pecados” diría san Benito.
Y entonces los “actos” manan como ríos, como rumor de muchas aguas que vienen del Padre y vuelven al Padre. Esta es la gran conversión, esta es la meta fundamental del Año Santo. Nos hemos movido entre dos extremos viciosos: el sobrenaturalismo mentiroso del amor y el naturalismo orgulloso y violento del amor. “Tienen por padre al demonio” (Jn 8,44).
Es ya tiempo de que llenos de fe y de esperanza bebamos el amor en la fuente de las entrañas de Dios y devengamos a la vez fuentes de amor para nuestros hermanos.
La Dirección
[1] Praec., c. XX,60; PL 182,893 A.
[2] KIERKEGAARD, Obras completas, Tomo V, Ed. Guadarrama, pp. 106-108.
[3] PAUL EVDOKINOV, L’art de 1’icône, Théologie de la beauté, Ed. Desclée de Brower, p. 258.