Inicio » Cuadmon » Cuadernos Monásticos Nº 38-39

Editorial

 

Dentro de la constante búsqueda que los hombres y las instituciones hacen de su identidad, cuando ellos son bautizados, más aún, si ellos son consagrados, y más si son monjes, cabe la inquietud, la indagación acerca del lugar (entendido no como ordenamiento sino como misión) que se tiene en la Iglesia.

Muchas veces se nos interroga sobre nuestro sentido, y ello nos hace bien porque nos enfrenta -en ese caso- al hecho de nuestra falta de transparencia. Cuando preguntamos “qué es” una cosa, cuál es la “razón de su existencia”, lo hacemos justificadamente por dos motivos: o porque esa cosa está desvirtuada, oscurecida en su ser, invadida por el “absurdo”, ontológicamente deteriorada; o porque no se tiene luz en los ojos. Los ciegos preguntan, y deben hacerlo si son humildes. La primera luz es “querer ver”, después se verán “los hombres como árboles que andan” (Mc 8,24), finalmente se verán formas y colores del misterio de Dios y de su Iglesia. Estos humildes aún existen.

Hay también dos formas injustificadas de interrogar; o porque el que interroga es necio, ha quebrado la simplicidad de su mente rompiendo el principio de identidad, entonces dice y pregunta cualquier cosa, y siempre considera más importante la pregunta que la respuesta: algo así como cuando Pilatos preguntaba a Jesús ¿qué es la verdad?; o porque el que interroga ve con claridad, pero en la dureza de su corazón no acepta lo que ve. Entonces interroga para destruir. El resultado es siempre la impresión de lo grotesco, la ridiculización de lo que no puede ni debe ser captado y expresado en las coordenadas de la superficialidad.

A veces uno piensa en estas dos actitudes injustificadas, cuando se lee en revistas y semanarios, los muchos interviews hechos a comunidades de monjes y monjas.

Nosotros debemos ser un signo inteligible, y a la vez velado para los necios y para la incredulidad. Tan pronto caemos en la tentación de ser inteligibles para estos, nos oscurecemos, nos “nadificamos”. Porque buscamos muy de cerca ser imagen y semejanza de Dios, somos, como Él, un misterio solamente captable por la inteligencia de la fe.

Pero nos hace bien que nos interroguen, que nos interpelen.

Si en la Iglesia somos un signo, cabe preguntar de qué lo somos; pues todo bautizado es signo de Cristo y de su Iglesia.

Toda la Iglesia es apostólica, es misionera, y toda la Iglesia es contemplativa. Toda la Iglesia vive presente en la sociedad como la levadura lo está en la masa, y toda la Iglesia vive en el desierto de la tentación y de la fidelidad. Y toda la Iglesia es madre, y toda la Iglesia es virgen. Y ella es todo el signo, el único signo del que participamos los bautizados. Esto tiene dos consecuencias importantes: ninguna misión, ningún signo es un absoluto que excluya o sobrepase otras posibilidades; y nadie -persona o institución- tiene el monopolio de una misión o de un signo. Todo es participado y todo es compartido. Dentro de esta policromía de participación los monjes mostramos:

- la Iglesia contemplativa.

- la Iglesia en el desierto “donde debe ser alimentada” (Ap 12,6).

- la Iglesia transfigurada por el Espíritu Santo.

Los sacerdotes, los laicos, los huéspedes, miran a los monasterios como a verdaderos montes de soledad, de transfiguración y de contemplación. Cuando suben hasta nosotros y no encuentran esta triple realidad, y por el contrario perciben ruido, pasiones, acedia y distracción, descienden a lo suyo profundamente decepcionados.

Se trata de ser verdaderamente hombres y mujeres tomados por el Espíritu, que en todos y en todo buscan y contemplan el rostro de Dios, su huella, el “olor de sus vestidos”. Y que solos o entre hermanos o entre muchedumbres caminan con el corazón habitado por un solo nombre: el de Jesús, y con las dos manos ciegamente puestas en las manos del Padre.

Esta existencia solitaria, transfigurada y contemplativa es un signo elocuente del corazón indiviso de la Iglesia lleno de la alegría del Espíritu Santo. Y cuando esta exigencia es compartida, engendra una comunidad en el Espíritu, una verdadera “escuela del servicio del Señor”.

Los monjes en su larga tradición cuentan con diversos medios, “instrumentos”, para ascender, para lograr ese triple testimonio (cf. Cuadernos Monásticos No 36, pp. 7-29 y 43-75). Uno de ellos, a la vez indispensable, es la lectio divina. Al punto que es bien cierta la clásica afirmación: monasterio donde la lectio divina no es observada entra en la decadencia y relajación. Dice el Padre Agustín Roberts, ocso, en su artículo “Métodos espirituales en la vida benedictina, ayer y hoy” (Cuadernos Monásticos No 36); “El monje cristiano a través de la lectio y la oración vuelve a recorrer el camino por el cual la Palabra de Dios llega hasta él. Pasa a través de los significados de la Palabra escrita, hablada y vivida para llegar a la misma experiencia personal de la filiación salvadora de Cristo en la que las Escrituras fueron escritas. Este contexto teológico que explicita la propia substancia de la fe cristiana es la característica propia de la oración benedictina. En el pasado evitó que la lectio monástica fuera meramente una observancia externa más. Parece que hoy en día es particularmente importante para evitar que la contemplación se convierta en un juego psicológico”.

Cuadernos Monásticos 38-39 presenta cuatro importantes artículos que nos ayudarán a conocer nuestra misión en la Iglesia; además, una serie de artículos que contribuirán a situar la lectio divina dentro de esa misión, y sobré todo a vivirla. A este rico contenido hemos añadido un conjunto de testimonios, de “frutos” de la lectio divina junto con algunas experiencias de oración.

Todo este material excedía en mucho a las posibilidades de un solo número. Ante la alternativa de no publicar una parte o de hacer un número doble, optamos por esta segunda solución con la seguridad de que nuestros lectores nos lo agradecerán.

Esperamos que nuestro año 1976 haya contribuido a clarificar la imagen de la vida monástica ante nosotros y ante los demás, muy especialmente en América Latina, ávida de ver el rostro de Cristo y de oír su palabra en cada monje, en cada monja.

La Dirección

 

La xilografía es del P. Pablo Sáenz, osb

SUMARIO

Editorial

Sugerencias para un enfoque de la “lectio divina”

Artículo

El monje y el uso de la palabra

Artículo

El día en que las aguas decidieron declararse en huelga

Artículo

Tibatí: su oración y lectura (reflexión comunitaria)

Artículo